Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero Investigación

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desde que el toque de queda era levantado con el amanecer hasta que volvía a caer con la tarde; incluso en el vestir, ya que no había mujeres con pantalones ni hombres de pelo largo o sin corbata. Y, sobre todo, en los alrededores del Estadio Nacional, al que en vano acudían personas desesperadas en busca de alguna información sobre sus familiares detenidos. Porque el uso que los centuriones habían dado a sus instalaciones era un secreto imposible de guardar.

      El sábado 22 de septiembre, las autoridades militares organizaron una visita de periodistas al Estadio Nacional para mostrarnos «las buenas condiciones en que se encontraban los presos». Sería una experiencia demoledora, pese a las muchas precauciones adoptadas por los uniformados que nos escoltaron. Casi al mismo tiempo que nuestro autocar, llegó a las puertas del recinto deportivo un vehículo celular repleto de prisioneros. Los soldados les hicieron bajar a culatazos, sin ahorrar en malos tratos pese a la presencia de fotógrafos y cámaras de televisión de todo el mundo. «Esto es precisamente lo que debemos evitar que ocurra», comentó un oficial dirigiéndose a sus hombres. Nos condujeron directamente al terreno de juego, ocupado por soldados que apuntaban sus armas automáticas a las gradas, desde las que nos miraban centenares de presos con ojos asustados. Aunque nos prohibieron aproximarnos y entablar conversación con ellos, se produjeron breves diálogos cortados por la amenaza de los fusiles. Al principio, los reclusos guardaron silencio, pero enseguida se dirigieron a nosotros con peticiones elementales, como que insistiéramos en que la Junta Militar acelerase sus trámites –porque algunos llevaban más de una semana esperando ser interrogados– o que les facilitaran aspirinas y papel higiénico. Muchos gritaron nombres y números de teléfono, para que comunicáramos a sus familias que se encontraban vivos. Otros trataban de llamar la atención de los camarógrafos de la televisión chilena, con la esperanza de ser vistos e identificados en los noticiarios. Lo único que podíamos hacer por ellos era filmar sus rostros, apuntar sus nombres y teléfonos, y lanzarles los paquetes de cigarrillos, mecheros e incluso caramelos y chicles que llevábamos en los bolsillos.

      El coronel Jorge Espinosa nos reunió junto a las pistas de competición para contarnos que cada día recuperaba la libertad cerca de un centenar de reclusos, a la vez que se producían nuevos ingresos. «Por eso», argumentó, «no podemos precisar cuántos prisioneros tenemos ahora mismo.» Sin embargo, afirmó que entre ellos figuraban 34 mujeres y 240 extranjeros.

      De repente, alguien dio una voz de aviso y los fotógrafos se precipitaron hacia el túnel de entrada de atletas. Llegaba otro grupo de detenidos, encañonados, con las manos en la nuca. Durante unos minutos, mientras las formalidades burocráticas eran satisfechas, permanecieron inmóviles en la penumbra, observando a los reporteros como lo que realmente éramos: seres de otro mundo. Sus miradas de animales heridos y sus gestos de absoluta indefensión fueron plasmados en fotogramas que serían exhibidos por los medios de comunicación internacionales como denuncias contra la dictadura... Pero, sobre todo, quedaron grabados en nuestras conciencias.

      Con evidentes órdenes de ocultarnos toda la información que pudiera, Espinosa retomó su discurso negando que en el campo de fútbol se hubiese fusilado. Era algo que los portavoces de la Junta Militar habían repetido varias veces, pese a que la evidencia los desmintiera. Porque cuantos vivían en las proximidades habían oído los disparos. Incluso el conductor de un taxi que compartí con Diego Carcedo nos invitó a pasar una noche en su casa «para que sintiéramos los tiros y las ráfagas de ametralladoras». Y muchos sobrevivientes declararon posteriormente haber presenciado ejecuciones. Dos norteamericanos, Patricia y Adam Garret-Schesch, afirmaron que entre 400 y 500 personas fueron pasadas por las armas: «Una vez, cuando sacaron de los vestuarios a varios presos, escuchamos que empezaban a cantar La Internacional e inmediatamente después sonó una descarga de fusilería».

      Al salir del estadio, fuimos abordados por un grupo de familiares de detenidos que montaban guardia en sus alrededores. Querían preguntarnos si éramos portadores de mensajes o, al menos, si recordábamos algunos nombres. Nos detuvimos a conversar durante un buen rato y, a través de ellos, conocimos lo narrado por varios prisioneros liberados. De ese modo pudimos averiguar que los vestuarios habían sido transformados en celdas colectivas, con más de 170 presos en 40 metros cuadrados; que las duchas se empleaban como salas de interrogatorios, lo que permitía a los prisioneros oír los gritos de sus compañeros sometidos a torturas y los disparos con que algunos fueron asesinados; o que un chico de unos quince años fue acribillado a balazos en las gradas... ¡porque sufrió un ataque epiléptico!

      Frente a los periodistas, los centuriones chilenos se esforzaron en suavizar el inevitable impacto que producía la visión de aquel recinto, adoptando «medidas especiales» de cara a los visitantes. Así, se mejoró la alimentación y se emplazó una ambulancia en lugar destacado, con intención de negar que los prisioneros hubieran pasado hambre y carecido de asistencia médica durante sus primeros días de confinamiento. Pero las imágenes del Estadio Nacional resultaron inevitablemente perjudiciales para la Junta Militar, que optó por redistribuir a sus prisioneros en otros centros y cerrarlo el 9 de noviembre, cuando ya habían pasado por sus instalaciones cerca de 40.000 «sospechosos de profesar convicciones democráticas».

      Prisioneros en Cuatro álamos

      Tres años más tarde, los militares chilenos volvieron a invitarme a ver uno de sus infiernos más emblemáticos: Cuatro Álamos, el centro de confinamiento y tortura de la DINA, donde habían desa­parecido numerosos prisioneros. Pero, esta vez, los conocimientos que me proporcionara la visita serían mucho más profundos, ya que la efectuaría en calidad de prisionero. Ello me permitiría evaluar con precisión las condiciones carcelarias, desde la severidad del reglamento y el trato de los interrogadores hasta la higiene del establecimiento, la comodidad de sus celdas o la calidad del rancho. Con mi apresamiento, la policía política de Pinochet consiguió exactamente lo contrario de lo que perseguía: pretendieron inmovilizar a un enviado especial extranjero para evitar que informara de la amarga realidad de la dictadura, y acabaron mostrándole con el mayor detalle el funcionamiento interno de su principal cuartel, cuyas instalaciones constituían uno de los abismos de la represión y representaban un secreto insondable para los periodistas.

      El sábado 11 de septiembre de 1976, tercer aniversario del asalto de las Fuerzas Armadas al poder, fui detenido junto a mi esposa, Lorna Grayson, frente al edificio Diego Portales, entonces sede del Gobierno pinochetista. Sólo llevábamos dos días en el país y la Dirección de Comunicación Social de la Junta Militar ya nos había avisado de que no éramos bienvenidos. Considerado persona non grata por mis artículos anteriores sobre el régimen chileno, me negaron las credenciales de prensa advirtiéndome de que no debía escribir nada sin ser previamente autorizado. Carentes de acceso a los actos oficiales, decidimos seguir desde la vía pública las ceremonias de celebración del golpe. Y fuimos detenidos cuando Pinochet comenzaba a pronunciar su discurso, transmitido por radio desde el despacho presidencial y difundido mediante altavoces callejeros, con inserciones de aplausos grabados cada vez que el general hacía una pausa.

      Dos policías de paisano, que se identificaron como miembros de la DINA, nos condujeron a una estación del metro de Santiago todavía en construcción, sin vendarnos los ojos. Ello nos permitió descubrir una numerosa fila de detenidos, esposados y cegados, formada contra la pared. Y acarreó una seca reprimenda a los agentes por su torpeza. Nos mantuvieron largo rato encañonados, soportando de pie la helada corriente de aire del túnel, con las manos atadas en la espalda con alambre y la parte superior de la cara tapada por una cartulina sujeta con cinta adhesiva, que nos dejaba ver un metro de suelo alrededor de nuestros zapatos. Pero fueron amables, a pesar de todo: cubrieron los hombros de Lorna con un chaquetón, le soltaron un momento las manos para que sujetara el café caliente que le ofrecieron, y nos permitieron hacer flexiones y dar algunos pasos para no entumecernos. Unos privilegios que establecían diferencias de trato con los demás arrestados, limitando nuestro miedo. En un tenso silencio, escuchamos a través de un aparato de radio la voz aflautada del general Augusto Pinochet afirmando que los periodistas extranjeros podían «comprobar con sus propios ojos» la paz social que la Junta Militar había impuesto. Y, entre marchas militares, la canción Libre de

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