Cafés con el diablo. Vicente Romero
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—¿Comentó con alguien que asociaba la muerte de su hijo con aquellos dos vuelos?
—Se lo comenté a un psicólogo del hospital militar. Y me dejaron internado durante un mes para estabilizarme, porque estaba demasiado alterado. Me sentí detenido, como en una cárcel; sólo podía ver a mi mujer una vez por semana y prohibieron que mis compañeros me visitaran. El día que me dieron de alta me informaron que el coronel había dicho que «borrón y cuenta nueva» y que siguiera trabajando igual que antes. Yo contesté: «No, tengo que irme». Todo aquello hizo que yo no quisiera continuar en el Ejército.
—¿Solicitó formalmente la baja?
—Sí. Pero no me concedieron baja voluntaria, sino «baja en lista 4» para no pagarme, o sea, para dejarme en la calle. No me dieron ni un peso. Además, yo vivía en un departamento de propiedad estatal y cuando fui a buscar mis cosas no había nada. Se habían llevado todo. Lo único que quedaba eran estos muebles de comedor que están ustedes viendo, y tardé tres años en recuperarlos. Todo lo demás se lo repartieron. Desde entonces quedé totalmente al margen de lo militar y traté de rehacer mi vida trabajando en otras cosas.
—¿Por qué ha decidido usted contar su participación en los vuelos, tanto tiempo después?
—Porque pasan los años y seguimos recordando el golpe de 1973. Fue algo que nos afectó tanto a las víctimas como a los victimarios, y todos los chilenos quedamos divididos. Si no se puede olvidar lo que pasó es porque hubo un daño demasiado grande. Los responsables directos tienen en sus conciencias cosas que todavía no han podido entregar. Y me pongo en su lugar: se sienten culpables, no duermen tranquilos, deben estar sufriendo como también sufren las personas que tienen seres queridos desaparecidos. Aquí hay que hacer un examen de conciencia. Esto no se va a calmar hasta que no se sepa toda la verdad. Yo hablo porque quiero liberarme de la presión que supone el que no se haya dicho nada sobre aquellos vuelos. He contado toda la realidad que conocía. Y me han llamado de los tribunales, sin mayores consecuencias. Pero me he sentido ya más tranquilo.
—Participar en aquellos vuelos arruinó su vida, Molina.
—Sí. Seguramente todo habría sido muy diferente sin eso. Creo que habría alcanzado un grado máximo, estaría viviendo en otro lado, tendría una buena casa y mejor vehículo… como la mayoría de mis compañeros, mientras yo he pasado hambre. No me avergüenza decirlo porque realmente ha sido así. De repente me encuentro con que no tenemos ni para comprar el pan, y vivir tan lejos del centro de Santiago complica todo. Aquí casi no hay donde trabajar. He tenido que hacer de todo, arreglos de motores, reparaciones eléctricas, lo que saliera. Hasta estuve una temporada cortando fruta con mi señora. Pero no me importa porque todo tiene un precio. No me arrepiento de haberme retirado del Ejército, aunque de seguir podría haber tenido una vida mejor. Tampoco sé lo que hubiera pasado, y a lo mejor se habría caído mi helicóptero... Pero así estoy más conforme con la sociedad, con la gente. Porque no me siento traidor. Cuando tenía diecinueve años juré por Dios que serviría fielmente a mi patria. Y no estoy con el Ejército ni con las personas que llevaron a este país al caos. Ellos sabrán cómo van a afrontar su realidad cuando vayan a pedir perdón. Dije siempre que el golpe de Estado, el pronunciamiento militar, fue algo necesario. Aún lo pienso, porque comprendí lo que pasaba en el país. La política estaba quebrantada, lo sabe todo el mundo. Pero no voy a dejar de pensar que las muertes fueron innecesarias. Y la forma como lo hicieron... Por eso no me considero traidor al Ejército. Todo lo contrario, me siento fiel a mi país que me pide que cuente lo que vi. Sería enfermo ignorar a los miles de compatriotas que perdieron a sus seres queridos y ni siquiera conocen aún donde están sus cuerpos. Yo quise aportar el grano de arena de los hechos de que fui testigo.
(Dos meses después de esta entrevista, en noviembre de 2003, los funcionarios judiciales a las órdenes del juez Guzmán, desvelaron aquellas misiones secretas de las que Molina hablaba con tanta amargura como vergüenza[5]. Aunque sus investigaciones alcanzaban sólo hasta 1978, el juez estableció que se efectuaron «al menos 40 viajes», tras haber interrogado a las tripulaciones que aparecían en los libros de bitácora del Comando de Aviación del Ejército. Todos los pilotos mantuvieron el pacto de silencio, pero doce suboficiales mecánicos reconocieron los hechos. Sus testimonios permitieron establecer que cada vuelo transportó entre 8 y 15 cadáveres. Y detallaron la eliminación de prisioneros políticos, desde el nombre en clave de Operación Puerto Montt y la composición de las tripulaciones (piloto, copiloto, mecánico y agente de la DINA) hasta los estrictos protocolos que debían seguirse: los presos eran ejecutados mediante una inyección de cianuro, los cadáveres debían ir cubiertos para impedir su identificación, los mecánicos tenían que encargarse de quitar los asientos traseros de los helicópteros y el tanque suplementario de combustible para ampliar su capacidad, etcétera. También señalaron a algunos responsables con nombres y apellidos, como el comandante Carlos Mardones que amenazaba a quienes no guardasen el secreto más estricto, o la teniente enfermera Gladys Calderón Carreño que administraba las dosis de cianuro en el cuartel Simón Bolívar. Incluso aportaron al sumario descripciones siniestras como el insoportable olor de algunos bultos ya en descomposición, o que otros eran de menor tamaño porque contenían cuerpos despedazados.
Las identidades de los testigos quedaron protegidas por el secreto sumarial. Una medida necesaria, dado que el mismo día que el juez abrió el procedimiento contra cinco de los pilotos fue secuestrado un hijo de uno de los doce mecánicos que hablaron. Un grupo de hombres lo subió a un coche, lo maniató y le cubrió la cabeza con una capucha, le propinó una paliza y lo dejó en libertad tras darle un mensaje para su padre: «Dile que cierre bien el hocico». La palabra que utiliza la mafia en estos casos es omertá).
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El sicario de confianza de Pinochet
Mientras el general Contreras, el mayor y más odiado de los verdugos de Pinochet, agonizaba en el hospital militar de Santiago, una gigantesca «cadena de oración» pedía a Dios que lo mantuviera con vida. No se trataba de amigos y partidarios del hombre que orquestó la represión de la dictadura, ni siquiera de «buenos cristianos» que se apiadaran por los daños que varias enfermedades –cáncer de colon, diabetes e hipertensión– causaban a su cuerpo de 86 años. Eran sus víctimas, los supervivientes y los familiares de los asesinados por órdenes suyas, quienes suplicaban que no muriera «todavía», cuando le quedaban por cumplir más de 500 años de cárcel, esperaba otra sentencia de 576 años más y tenía pendientes 556 juicios orales. Sus enemigos querían que continuara sufriendo, pero sus rezos no respondían tanto al odio como a un ansia desesperada de justicia. Porque Contreras nunca había llegado a pagar realmente por sus múltiples crímenes.
Manuel Contreras, alias el Mamo, cerebro de la policía política de la dictadura, salió muy bien librado de sus tardías rendiciones de cuentas ante los tribunales de la democracia. Aunque se viera condenado de por vida, pasó menos de cinco lustros enclaustrado en el Penal Cordillera, un antiguo resort reacondicionado para acoger en sus cinco lujosas cabañas de vacaciones a diez represores, al cuidado de treinta y ocho agentes de la Gendarmería[6]. Contreras nunca fue despojado de su rango castrense, ni privado de la pensión que disfrutaba, pese a que el artículo 222 del Código de Justicia Militar chileno sancionase con la degradación a los centuriones castigados a penas de muerte o prisión perpetua. Y hasta el final de sus días alzó la cabeza con «la satisfacción de haber salvado a la Patria de caer en poder del marxismo», proclamando con cinismo que el régimen pinochetista no torturó ni asesinó, y que «los desaparecidos estaban en los cementerios». Tales alardes de descaro e hipocresía hicieron que hasta el partido de extrema derecha Unión Demócrata Independiente se opusiera a que se rindieran honores militares en su funeral.
La biografía del Mamo Contreras podría figurar en la vieja colección