Cafés con el diablo. Vicente Romero
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Ante el hermetismo del marino y su resistencia a profundizar en las causas de fondo que influyeron en la determinación del Pentágono de iniciar un episodio de guerra química sin medir sus consecuencias, le repetí lo que pocos días atrás me había dicho Todd Ensign, abogado de la asociación Citizen’s Soldier en su oficina de Nueva York:
—Cuando los Estados Unidos se implicaron en Vietnam, las grandes empresas químicas suministradoras del Pentágono se reunieron en secreto para discutir los problemas de la contaminación por dioxina. Ellos ya sabían todo sobre el peligroso herbicida y, aun así, continuaron produciéndolo y vendiéndolo hasta 1973. Gracias a eso las corporaciones Dawn Chemical, Monsanto, Uniroyal y Taps and Heavour ganaron millones de dólares.
—Eso es algo ajeno a las funciones del mando que yo ejercía –comentó secamente Zumwalt–. No tuvo nada que ver con las decisiones militares que debía tomar y tomé.
—Aun así, en 1990 elaboró un durísimo informe confidencial sobre las circunstancias en que se empleó el agente naranja.
—Sí. Porque creí y aún creo necesario estudiar ese tema y actuar en consecuencia. Pero le repito que volvería a ordenar su uso para reducir el número de bajas propias, aun sabiendo todo lo que hoy sé. Hice lo correcto, aunque estar seguro de ello no alivia el dolor que siento por la muerte de mi hijo, ni la angustia que me produce la discapacidad de mi nieto. Es lo primero que pienso cuando me despierto por la mañana y lo último que recuerdo cada noche antes de dormirme.
Para subrayar sus palabras señaló con la mirada una carta manuscrita, enmarcada y colgada en una de las paredes del despacho, que Evaristo Canete se apresuró a filmar cuando finalizó la entrevista. En ella se leía: «Papá, puedo imaginar las lágrimas en tus ojos cuando leas estas líneas. Hicimos dos guerras juntos: una en Vietnam y otra contra mi enfermedad. Perdimos las dos. Pero estoy orgulloso de haber combatido a tu lado».
Seguramente las pesadillas del almirante fueran más allá de su ámbito familiar. Porque durante mucho tiempo las quejas y reivindicaciones de las organizaciones de soldados afectados por el defoliante –avaladas por dictámenes científicos[3]– continuaron presentes en todos los medios de comunicación. En la sede en Brooklyn de una de las más activas, Black Veterans for Social Justice, habíamos recogido varios testimonios sólo 48 horas antes. Dos veces herido y recompensado con el famoso «corazón púrpura» al valor en combate, el marine Ramón Díez padecía una incapacidad del sesenta por ciento. «Pero lo peor –nos dijo– es que mi hijo heredó una enfermedad que le destruyó los huesos de las piernas cuando tenía siete años.» Su compañero Lawrence Smith, que fue a Vietnam como voluntario, sufría serios problemas circulatorios y su esposa había perdido dos hijos en las últimas semanas de gestación.
—Aunque nosotros no fuésemos rociados directamente –recordó–, aquello se nos metía en el cuerpo cuando nos sumergíamos en el agua, cuando nos tirábamos al suelo y nos arrastrábamos entre matorrales, o cuando comíamos frutas de la zona.
—Los daños causados por el agente naranja en las filas norteamericanas resultan evidentes, almirante –insistí–. Pero, además, se calcula en medio millón los muertos y en 650.000 los enfermos crónicos vietnamitas. Son cifras que ensucian aún más la actuación de Estados Unidos en una guerra que dejó grandes secuelas morales en su sociedad. ¿Valió la pena?
—Creo que nuestros esfuerzos en Vietnam fueron algo peor que inútiles. Habríamos hecho mejor si nunca nos hubiésemos metido en ese conflicto. Y comprenderá usted que lo ocurrido en mi propia familia ha intensificado en mí ese sentimiento de frustración.
Era inútil plantear el resto de las cuestiones apuntadas en mi libreta. Y nos despedimos con la misma fría corrección con que había transcurrido la conversación.
(Elmo Zumwalt falleció a la edad de noventa y nueve años, en enero de 2020. Jamás fue juzgado ni condenado a reparación alguna. Junto a su brillante carrera militar, las necrológicas señalaron las numerosas actividades civiles con que trató de acallar su mala conciencia a lo largo de los años: colaboró con la Fundación Marrow, dedicada a las donaciones de médula ósea; trabajó como directivo de las entidades benéficas Fondo Phelps-Stokes y Presidential Classroom for Young Americans; contribuyó a la creación del Programa Nacional de Contramedidas a las Amenazas Biológicas y Químicas, en la Universidad de Texas; presidió el Centro de Ética y Políticas Públicas; actuó como embajador de la Cruz Roja Americana en Ginebra; perteneció al Consorcio Internacional para la Investigación de los Efectos de la Radiación en la Salud… Incluso visitó Vietnam para promover una investigación conjunta sobre las secuelas del agente naranja e impulsó la asistencia a sus antiguos enemigos de la Fundación para Discapacitados. Tan largo currículum humanitario silenció el hecho de que el almirante Zumwalt no puso coto al sinfín de atrocidades que sus tropas cometían diariamente en Vietnam: torturar, mutilar y ejecutar a los prisioneros, abrir fuego contra la población civil, secuestrar y violar, incendiar aldeas, e incluso mantener comportamientos personales tan macabros como coleccionar orejas humanas. Nunca se supo que hubiese adoptado medida alguna para impedir tales crímenes, ni que castigase a quienes los perpetraron. Cerró los ojos ante la barbarie, como todos sus conmilitones del Alto Mando.)
* * * * *
La bomba que segaba margaritas
La bomba BLU-82[4] fue un valioso complemento del agente naranja, al que se recurría ante la urgencia de abrir claros en la densa vegetación de la selva para permitir el aterrizaje de los helicópteros. Pero también se empleó para destruir emplazamientos de artillería, e incluso para aniquilar tropas y población enemigas, por sus efectos devastadores. Sublime creación de los laboratorios que diseñan y perfeccionan máquinas de matar capaces de satisfacer las exigencias de los ejércitos, la BLU-82 garantizaba efectos inmediatos, pero resultaba engorrosa y difícil de transportar por sus grandes dimensiones y peso. Algún cronista militar con ínfulas de poeta perverso la denominó Daisy cutter, «cortadora de margaritas», impresionado por su capacidad de segar la flora. El sarcástico apelativo hizo fortuna y saltó de los cuartos de banderas a las páginas de los periódicos.
El Pentágono estrenó su nuevo juguete en Laos, el 22 de marzo de 1970, cuando atacó a las fuerzas vietnamitas que se encontraban en la localidad de Long Tieng. Y un año después empleó otras veinticinco unidades en el mismo país, para destruir almacenes y acuartelamientos del Vietcong. Durante un lustro no volvió a informarse de su utilización. Hasta que el 2 de abril de 1975, pocas semanas antes del final de la guerra, varias BLU-82 fueron arrojadas sobre la ciudad de Xuan Vinh en el curso de la decisiva batalla de Xuan Loc[5]. Pero aquel bombardeo con cortadoras de margaritas pasó prácticamente inadvertido en las crónicas de guerra, entre el vértigo de acontecimientos políticos y militares de las postrimerías del conflicto. Y después la BLU-82 quedó olvidada en los documentales, con los archivos tan faltos de imágenes de sus lanzamientos como saturados de otras más espectaculares de diferentes explosivos, y las cámaras deslumbradas por la alta temperatura de color del napalm o distraídas por el siniestro ballet aéreo de centenares de bombas convencionales cayendo desde las tripas de los aviones B-52.
Poco rentable para la industria armamentística, sólo se fabricaron 225 unidades, pero la poderosa bomba merece un puesto destacado entre todos los ingenios mortíferos creados por la maldad humana, por su «eficacia táctica» pero, sobre todo, por la brutalidad que implicaba. La ojiva contenía 5.700 kilogramos de un potentísimo explosivo formado por nitrato de amonio, polvo de aluminio y poliestireno. Su peso total de 6.800 kilogramos requería aviones con gran capacidad de carga tipo C-130 o helicópteros pesados como el CH-54 Sky Crane. Lanzada siempre desde una altura superior a los 1.800 metros, unos sensores la hacían estallar poco antes de que tocara el suelo para que no produjera un incómodo cráter. La explosión causaba una succión de aire tan fuerte que arrancaba de cuajo toda la vegetación, seguida