Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero Investigación

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vietnamitas». Y también la CIA, aunque cubriera las apariencias con un hombre de paja, el coronel Nguyen Khac Binh, que cumplía fielmente sus órdenes y cargaba con la responsabilidad oficial de todos los crímenes.

      Muchos oficiales del ejército estadounidense fueron reenviados a Saigón sin haber llegado siquiera a pisar el suelo patrio, para actuar como técnicos especializados en el mantenimiento del orden público. Al mismo tiempo, otros se convertían en asesores militares en la sombra, que trabajaban vestidos de civiles y con las persianas bajadas. Además, se dio la orden de cerrar los ojos ante la presencia de numerosos excombatientes yanquis que, incapaces de readaptarse a la vida civil, regresaban al Sudeste asiático como mercenarios, recibiendo generosas remuneraciones con cargo a los fondos de la ayuda económica estadounidense. Se calcula que entre unos y otros superaron el número de quince mil.

      Matar ante las cámaras

      Hay dos tipos básicos de verdugo: uno, que es capaz de cualquier cosa en una sala de torturas pero jamás haría daño a nadie en público, y otro, que se deja llevar por sus impulsos y no vacila en mutilar o matar a alguien frente a una cámara. El primero teme a la fama y se oculta entre las tinieblas, seguro en la intimidad de las mazmorras. El segundo alardea de su poder y se siente estimulado por la presencia de testigos que contribuyan a su prestigio. Los periodistas tenemos que tener especial cuidado con estos últimos. Porque las imágenes sirven como denuncia, pero nuestra presencia también puede incitar a abusos o asesinatos en momentos de tensión. La cobardía del anonimato y la soberbia del exhibicionismo se contraponen, como características que diferencian a dos clases de sicarios estatales.

      El general Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía de Saigón, es un caso paradigmático de esa segunda categoría de profesionales espontáneos. Lo demostró rotundamente en una calle del barrio chino de Saigón, cuando acercó su revólver Smith & Wesson a la sien de un detenido y le descerrajó un tiro. Lo hizo fríamente el 1 de febrero de 1968, ante las cámaras de dos medios tan poderosos como Associated Press y NBC. Era el segundo día de la gran ofensiva comunista del Têt, lanzada por sorpresa en plena tregua por la celebración del Año Nuevo vietnamita. Se combatía duramente en todo el país y la atención internacional estaba puesta en Vietnam. Las imágenes del instante del disparo ocuparon las portadas de la prensa y abrieron los informativos de televisión en todo el mundo, convirtiéndose inmediatamente en uno de los iconos de la guerra.

      Sin embargo, Nguyen Ngoc Loan resultaba el hombre perfecto para el puesto que ocupaba. Tenía todo lo necesario para hacer carrera en una dictadura o una guerra: era frío, astuto, inflexible, ambicioso, obediente… Y también disponía de amigos poderosos. Por eso alcanzó el generalato con sólo 35 años, cuando Nguyen Cao Ky, su antiguo comandante de Aviación, fue nombrado primer ministro en 1965. Nada más verse al frente de la policía, emprendió una reforma estructural para acabar con su pésima fama de corrupta, ineficaz y nada escrupulosa con los derechos de los ciudadanos. Y concitaba el respeto de los suyos con el temor de sus enemigos.

      Asesinos (de uniforme) en serie

      Los militares norteamericanos que combatieron en Vietnam cometieron numerosas matanzas contra la población civil. Miles de jóvenes ingenuos quedaron transformados en asesinos por una guerra que destrozó sus vidas, aunque el uniforme militar les garantizase la impunidad de sus crímenes, e incluso un impenetrable silencio cómplice.

      Ante la frecuencia de los desmanes perpetrados por sus efectivos, el Pentágono decidió ignorar y ocultar la mayoría –casi la totalidad– cuando no había testigos que pudieran denunciarlos. Pero no se logró impedir que algunos salieran a la luz, porque el trabajo de los periodistas sobre el terreno aportó evidencias incontestables, con el consiguiente escándalo mundial y la condena de una «retaguardia civil» que rechazaba la implicación estadounidense en el Sudeste asiático. Corresponsales de guerra, fotógrafos de prensa y camarógrafos de televisión demostraron algunas masacres, desmintiendo a los portavoces castrenses que se esforzaban en presentarlas como «acciones bélicas», generalmente «enfrentamientos», o en desmentirlas como «falsedades de la propaganda comunista», cuando no las achacaban a supuestas venganzas del Vietcong contra grupos de campesinos que les habrían negado apoyo. Sus crónicas tuvieron una enorme repercusión, sobre todo en ambientes universitarios e intelectuales, e influyeron decisivamente en la gestión política del conflicto. Después, grandes producciones de Hollywood –que siempre había servido como instrumento propagandístico de los centuriones norteamericanos– recrearon el horror de Vietnam. Ninguna otra guerra se había contado con igual crudeza, ni jamás el cine había reflejado una barbarie tan extrema.

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