Currículo en Ciencias Naturales.. Inés Andrea Sanabria Totaitive
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Cuando se miran todos esos elementos, según Young (2014), en tono crítico, “es difícil (…) saber exactamente cuáles son los límites actuales del campo: no solamente lo que es teoría del currículo, sino también lo que no es la teoría del currículo” (p. 4). Todavía, en una comprensión más amplia de lo que “contiene” una clase, esa miríada de componentes se hace presente –y más importante que eso: en una clase, el trabajo de la crítica docente sobre lo que él cree que se quedan como contenidos de su acción, se hace elemental–.
Es cierto que, la escuela comparte algunos de esos “contenidos” con otros espacios y niveles de la vivencia de los sujetos, si bien en la escuela hay una sistematización y organización de los saberes y conocimientos que la apartan y diferencian de la vida cotidiana (Queiroz, 2011). Por ejemplo, Pastoriza y Del Pino (2015) esbozaron las construcciones propias que ocurren entre los muros de la escuela y que la especifican en su singularidad (todavía compartida, además, con otros espacios). Una de esas diferencias de individualización de la escuela, puede ser marcada por los propios contenidos conceptuales. En la vida cotidiana, no tenemos la misma ordenación de los contenidos conceptuales que tenemos en la escuela (Mortimer y Amaral, 1998), y puede ser, por esa razón, el destaque que usualmente se otorga a los contenidos conceptuales cuando se habla del currículo escolar.
En general, el foco en los elementos conceptuales, que actúa en un currículo comprendido como secuenciación de contenidos, es la concepción más comúnmente adoptada. Desde este punto de vista, hay, por lo menos, dos formas de entenderlo: 1) como un conjunto de estudios que se seguirán para adquirir una educación; y 2) como un conjunto de resultados de aprendizaje. En este sentido, verlo como una secuencia de unidades de contenido impregna la preocupación de que el papel del maestro en la escuela es lograr cumplir con el programa de contenido y, en la misma medida, el de la escuela es lograr los resultados esperados al final de la educación: desarrollar habilidades y destrezas (Eyng, 2010) o, lo mismo, desarrollar inteligencias. Todavía, asumir con tono crítico ese papel de la escuela y del proceso educativo, no implica decir que alcanzar los objetivos deseados del proceso educativo no sea importante; sin embargo, no debemos olvidar que el contexto real y las condiciones del proceso dicen mucho acerca de su efectividad. Así, el valor de cualquier currículo, de cualquier cambio propuesto a la práctica educativa y lo que se definen como sus contenidos, se demuestra en la realidad en la cual se pasa, en la forma en que se materializa en situaciones reales (Sacristán, 1998, p. 201).
Si, por un lado, algunas concepciones del currículo se vuelven como contenidos usualmente limitados a definiciones conceptuales que son implementadas, sea por un conjunto de estudios, sea por el punto de vista de la administración escolar; por otro lado, con el apoyo de Angulo y Blanco (1994), un riesgo adicional que enfrentamos es cuando asumimos el currículo estrictamente como planificación; o sea, como algo establecido, convirtiéndolo en un documento que definirá las intenciones educativas y las instrucciones de lo que se enseñará y aprenderá, como materiales y métodos de enseñanza.
Para Eyng (2010, p. 23), lo que se espera es que el currículo tenga intenciones justificadas, que sirvan de referencia para detallar los planes que desarrollarán los maestros, que deben ajustarse a cada contexto educativo particular en el que se desarrollarán. Esta declaración permite, entonces, analizar el currículo en su aspecto medular, como una realidad interactiva, que rescata la centralidad de la participación de los docentes en la definición del currículo, ya que constituyen “una parte integral del proceso curricular que, junto con los estudiantes, el contenido cultural y el medio ambiente están en interacción dinámica” (Clandinin y Connelly, 1992, p. 392). Es en esta rica interacción que el maestro, como objeto animado, vivo e interactivo, es capaz de definir qué, cómo y para qué enseñar, ajustando las mismas preguntas para el verbo evaluar.
El currículo como realidad interactiva implica fundamentalmente la consideración de la dinámica entre la planificación de la escuela y de la clase y la consideración de las convergencias y/o divergencias existentes entre el currículo como una intención y el currículo como acción. Esta visión destaca al maestro como el principal agente curricular, por lo que su capacitación es vital para comprender, planificar y administrar el currículo adecuadamente (Eyng, 2010, p. 24).
Por lo tanto, es evidente que el profesor, al incorporar su conocimiento pedagógico, práctico (experiencial) y otros conocimientos, no es un simple técnico que ejecuta un plan de estudios; es un agente constitutivo y transformador de esto que permite que la intención de la enseñanza converja con la justificación de lo aprendido y para qué aprender. En esta visión, al hablar del currículo, necesitamos mirarlo mucho más que contenido conceptual. Necesitamos pensarlo como contenido formativo. Considerar en cuáles condiciones ese contenido es desarrollado y cómo adquiere significado para los estudiantes, al convertirse en un conocimiento poderoso y significativo en su vida, es extremadamente importante si queremos superar la inflexibilidad de esto.
En esa dirección, la propuesta de Saviani, previamente señalada, gana una amplitud mayor cuando no la vemos solamente limitada a los contenidos conceptuales, pero más abarcadora. Los profesores se constituyen en sujetos, los cuales deben movilizar conocimientos de diferentes niveles. Si a ellos no les cabe solamente ejecutar una lista de un programa de contenidos conceptuales, sino escogerlos, organizarlos y readecuarlos a su contexto para, entonces, articularlos con las impresiones de su clase, con las características de sus estudiantes, con el proceso del aprendizaje que el grupo desarrolla, con las cuestiones sociales que afectan a la clase, con los objetivos de enseñanza establecidos por ellos y demás sujetos escolares, entre otros; esas acciones dibujan la pantalla de diferentes contenidos, los cuales los profesores tienen que pensar, operar y poner en acción. Contrariamente a la ideología de “para enseñar, solo necesitas tener conocimiento del contenido”, es importante resaltar que “para ser maestro, se requiere, además de un notorio saber, un notorio saber de relaboración conceptual. Y es este segundo que nos diferencia y califica como docentes profesionales” (Corrêa, 2017, p. 166). Son nuestros conocimientos formativos y experienciales –nuestros repertorios– así como nuestra capacidad de ajustes metodológicos y de crear teorías, lo que nos legitima como prácticos reflexivos capaces de reinventar la realidad de una clase.
Teniendo en cuenta que “la existencia de un conocimiento sistematizado no es suficiente para que exista la escuela”, es necesario hacer viables las condiciones para su transmisión y apropiación, lo que implica “dosificarlo y secuenciarlo para que los estudiantes pasen gradualmente de su no dominio a su dominio” (Saviani, 2008, p. 18). En ese sentido, es claro que los “(...) principios de selección de contenido se refieren a la necesidad de organizarlo y sistematizarlo en base a algunos principios metodológicos, vinculados a la forma en que serán tratados en el currículo, también en cuanto a la lógica con la que serán presentados a los estudiantes” (Castellani Filho et al., 1992, p. 31), pero es necesario esclarecer que tanto la lógica citada como los límites de decisión necesitan ser objetivados y esclarecidos. Hacer eso es implicar y explicitar, en el proceso educacional, elementos de carácter subjetivo de quien/quienes organizan el currículo (comprendido aquí en el nivel micro, o sea, en el nivel de una clase).
Es cierto que las diferentes naciones tienen sus orientaciones curriculares y sus estándares –además de compartir, en la actualidad, muchos elementos en común–, y los docentes tienen que seguirlos por un principio normativo. Ese, es posible decir, es la producción en el nivel macro del currículo. Por él se pasan cuestiones más amplias, como las políticas sociales, económicas, del trabajo, entre otras. Todavía, aunque un programa curricular de una nación encamine, en el nivel macro, su propio foco en los elementos conceptuales u otros, es una atribución de los profesores decidir sobre cuáles “contenidos” serán empleados en su