Currículo en Ciencias Naturales.. Inés Andrea Sanabria Totaitive
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Todos estos (y otros más) son contenidos que serán integrantes del currículo escolar, y no es posible hablar de esos elementos sin traer la necesaria cuestión recurrente de la discusión curricular, y que ahora la empleamos a partir de Young (2014): “¿Cuál conocimiento debería componer el currículo?” (p. 8). Esa pregunta recibe atención especial cuando nosotros nos ponemos en un mismo campo de debates –la educación de las ciencias–. Eso porque en la especificidad de un campo disciplinar emergen cuestiones puntuales sobre el ‘qué’ y ‘cómo’ enseñar en una especificidad que necesita atención.
Sobre la cuestión señalada, Young (2014) también la contesta de una forma interesante, que nos remite a la crítica de las comprensiones reducidas ya citadas: “la verdad es que no sabemos mucho sobre currículos, excepto en los términos cotidianos – horarios, lista de asignaturas, planes de examen y, cada vez más, matrices de competencias o habilidades” (p. 8). Así, si deseamos pensar más allá de la restricción a contenidos conceptuales, a lista de asignaturas, a matrices de competencias, entre otras, es importante comprender que la formación docente es uno de los caminos posibles para la cualificación de ese escenario.
En el campo de la enseñanza de las Ciencias, esto significa una comprensión de los procesos didácticos y pedagógicos de ese campo. Por ejemplo, en términos de la didáctica, ella “como disciplina, debe desarrollar la capacidad crítica de los profesores en formación, para que puedan analizar de modo claro y objetivo la realidad de la enseñanza de forma a posibilitar que el estudiante construya su propio saber” (Barbosa y Freitas, 2015, p. 11). De eso, emerge la centralidad de la acción de los profesores (sea en formación, sea en actuación en las escuelas), lo que pensamos que, más allá de la didáctica y pedagogía, es una temática enlazada con la cuestión de autonomía docente.
El currículo y la autonomía: un requisito indispensable para la enseñanza
En esta discusión, hablar sobre el currículo implica tomar como parte del método de la práctica pedagógica, la selección del contenido de la enseñanza; en otras palabras, sus prioridades. Por lo tanto, decidir qué, cómo y para qué enseñar, debe ser una tarea que respete principios pensados por los profesores en su nicho, y eso, en el campo de la enseñanza de las Ciencias, recibe una centralidad frente al contexto contemporáneo, puesto que es más destacada la necesidad de pensar elementos básicos de lo que se enseña, tales como: 1. relevancia social del contenido; 2. adecuación a las posibilidades sociocognitivas del alumno; y 3. objetividad y enfoque científico del conocimiento (Gama y Duarte, 2015).
Una pregunta clave que enfrentan los profesores es decidir ¿qué caminos de aprendizaje deben seguir los estudiantes en su educación escolar? Para esto, las respuestas son muy diversas y tienden a ocurrir de acuerdo con los conceptos que las personas aportan al conocimiento y, sobre todo, al currículo. Eso significa decidir qué constituye un conocimiento poderoso, útil e indispensable en la formación humana de esa comunidad. En esta perspectiva, las condiciones históricas creadas, basadas en la cronicidad de la racionalidad técnica en los últimos siglos, condujeron a prácticas curriculares que conciben el conocimiento especializado, fragmentado, acumulativo y lineal como una solución para el desarrollo de habilidades especializadas, que se consideró el más pertinente o “científicamente” correcto. Además, este mismo modelo mecanicista legitimaba la enseñanza en una práctica simplista. Por lo tanto, la organización del conocimiento, a través del camino de la interacción pedagógica, debe llevarse a cabo en el contexto, que es complejo y tejido por múltiples dimensiones, de modo que sea relevante y un instrumento importante en la vida cotidiana de las personas (Maldaner, 2000).
Si en las secciones anteriores hablamos de la necesidad de conocimientos didáctico-pedagógicos, y si con ellos también defendimos la formación en la especificidad de la didáctica de las Ciencias para profesores de esa área; cuando hablamos de la necesaria acción de los profesores en el diseño curricular (no como ejecutores, pero sí como sujetos centrales en sus definiciones, organización, encadenamiento, entre otros), estamos hablando del desarrollo de la autonomía. Decir esto no significa asumir que un profesor podrá hacer toda y cualquier acción que desee en su clase: ¡no! La autonomía, aunque amplíe los grados de libertad de la acción, no tiene una relación de independencia de todo el contexto general de la educación escolar, de las propuestas curriculares de los departamentos o del país en lo cual ese profesor actúa.
Por lo contrario, discutir y afirmar la autonomía implica establecer una relación de cooperación entre esos elementos que se organizan en un nivel macro y los que ocurren en el nivel micro de una escuela o salón de clases. O sea, es cierto que existen orientaciones curriculares generales y que el trabajo de los profesores tiene que ser referenciado en estas orientaciones. Sin embargo, las especificidades tienen que ser adaptadas y organizadas por ese profesional que, con su capacidad intelectiva, su experiencia y varios conocimientos profesionales, ejecuta su planeación; y, así como dice Nóvoa (2017), refrenda su posición y afirma su profesión. Hacer eso es afirmar también la autonomía; es ejercer los grados de libertad que una profesión bien establecida y profesionalmente desarrollada permite.
Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿en qué medida el proyecto escolar puede definir propósitos educativos, configuración curricular y sus propios sistemas de evaluación si los productos de aprendizaje, elementos finales de la acción escolar, son, en general, definidos, regulados y medidos por el sistema (mercado)? Con base a esta preocupación, Contreras (2012) también nos advierte sobre:
proyectos curriculares en los que todo lo que el docente debe hacer, paso a paso, está perfectamente estipulado o, en su falta, los textos y manuales didácticos que enumeran el repertorio de actividades que deben hacer docentes y alumnos, etc. Todo esto refleja el espíritu de racionalización tecnológica de la enseñanza, en la cual el maestro ve su función reducida al cumplimiento de prescripciones determinadas externamente, perdiendo de vista el conjunto y el control sobre su tarea (pp. 40-41).
Como profesionales de la enseñanza, debemos ser conscientes de que el énfasis en el control sobre el trabajo docente se legitima en varios matices (en el rendimiento como una medida de la productividad, y en los resultados medidos y comparados a través de sistemas de evaluación), que no contribuyen a estimular las prácticas pedagógicas enfocadas en la autonomía docente. Por ese escenario que tenemos de, cada vez más, afirmar nuestra legitimidad, profesionalización, capacidad y comprensión de nuestra profesión y, con ellas, nuestra autonomía.
Reflexiones finales
¿Lo que se enseña en las escuelas es realmente importante y útil? Una posible pregunta muy valiosa que guía esta búsqueda es: “¿quién es este sujeto al que voy a enseñar y cuáles son sus especificidades y necesidades?” Infortunadamente, el modelo de escuela y currículo que tenemos usualmente concibe sus personajes y los mecanismos de educación como algo uniforme, estándar e inmutable. Eso porque el modelo escolar sufre o ha sufrido pocas transformaciones importantes a lo largo de la historia. Por lo tanto, no es absurdo decir que su paso temporal es diferente de los otros espacios.
Es importante aclarar que lo que se enseña en las escuelas es cultural e históricamente valioso, pero el análisis del propósito de este contenido no ha seguido el ritmo de la dinámica de las necesidades y cambios sociales, políticos y ambientales. Esto se puede confirmar si le preguntamos a un maestro de Química