Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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cristiana, no un distanciamiento de ella. Lo que Maistre y Bonald no habían logrado entender, escribió, «son los hechos nuevos» de la «sociedad nueva» (Ballanche, 1833, II, p. 348).

      A finales de la década de 1820, cuando ya estaba en marcha la Restauración, surgió en Francia una nueva tradición del pensamiento social católico, a la que en ocasiones se ha denominado «neocatolicismo», que acabó con la simpatía que había suscitado en muchos antiguos contrarrevolucionarios la década de 1790. En los días que siguieron a la Monarquía de Julio de 1830, el abate Lamennais, que había sido ultramonárquico en su día y ahora era demócrata, hizo un llamamiento a «Dios y a la libertad», fusionando democracia y religión. Era una nueva fe progresista, alabada por personajes como Victor Hugo o el poeta Alphonse de Lamartine, quien exigía un parti social que trascendiera las clases y representara a la sociedad en su conjunto (cfr. Bénichou, 1977; Berenson, 1989). En aquella era de renacimiento de ideas religiosas socialistas mezcladas con Romanticismo católico, Louis Blanc se preguntaba: «¿Qué es el socialismo?». La respuesta era: «el Evangelio en acción» (Berenson, 1989, p. 545). Como bien ha señalado Edward Berenson, este acercamiento entre el cristianismo y la izquierda se debió, en parte, al fracaso de la tradición revolucionaria. Las insurrecciones abortadas de 1834 y 1839 llevaron a los defensores de la izquierda a rechazar la «política conspirativa y violenta» de los revolucionarios y a virar hacia «una nueva fuente de cambio amante de la paz, unificadora y de corte espiritual» (Berenson, 1989, p. 544). Al mismo tiempo, parte de la derecha empezó a ver el potencial democrático albergado en los ideales evangélicos de la Iglesia primitiva.

      Ballanche –quien cosechó admiradores entre los saint-simonianos y fourieristas– consideraba que, en Francia, el periodo comprendido entre 1789 y 1830 había sido una «época palingenésica», que desembocaría en una nueva fase de unidad social pacífica basada en un cristianismo progresista. A Ballanche le horrorizaba la insistencia de Maistre en que la pena capital era un rasgo eterno de la sociedad política. Creía que toda Europa odiaba esa práctica y que la sociedad debía dejar de imponer castigos sangrientos (Ballanche, 1833, IV, pp. 316-317). Tampoco seguía estando de acuerdo con la idea de Maistre sobre la irreligiosidad de la Revolución. Al contrario, en su opinión había promovido el cambio hacia una nueva religión, hacia un cristianismo renovado. Al igual que Bonald y Maistre, estos católicos progresistas de la década de 1830 querían acabar con la Revolución, pero, al contrario que ellos, no querían negarla sino completarla.

      II

      ROMANTICISMO Y PENSAMIENTO POLÍTICO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

      En las primeras décadas del siglo XIX, la vida intelectual europea se enriqueció gracias a las obras de compositores, pintores, poetas y escritores sobre los que influyó, de formas diversas, el espíritu del «Romanticismo» (Porter y Teich, 1988; Schenk, 1979). El pensamiento romántico hundía sus raíces en la cultura europea del Renacimiento y el Barroco, pero entre 1800 y 1850 desempeñó un papel especialmente significativo en la elaboración de marcos teóricos en torno a cuestiones políticas fundamentales. El problema de las definiciones y de la taxonomía dificulta el estudio del Romanticismo, pero, aun a riesgo de simplificar en exceso, cabe identificar tres cuestiones que interesaban a los representantes más destacados del Romanticismo político: la importancia epistemológica y moral de los sentimientos y de la imaginación, la noción concreta del individuo y la idea de comunidad.

      Aunque es bastante común asociar el Romanticismo con el rechazo a la razón y el gusto por intuiciones de tipo estético, los escritores románticos, como Coleridge, constataban: «Sólo un hombre de hondos sentimientos puede dotar de profundidad al pensamiento; […] toda verdad es una suerte de revelación» (Coleridge, 1956-1971 [1801], II, p. 709). Una de las ideas importantes derivadas de esta revelación era una visión de los hombres como seres infinitos con un potencial afectivo, moral y religioso que el racionalismo ilustrado era incapaz de captar. Pensaban que ese potencial podía ser reconocido meramente en el seno de comunidades «orgánicas», es decir, ancladas en la historia, agrupaciones sociales complejas que reflejaban la interdependencia de sus miembros y encarnaban valores acordes con los requerimientos de su naturaleza. Las comunidades de este tipo se describían como entes holísticos, que reconocían el estatus moral de sus miembros y apelaban a valores afectivos compartidos por toda la humanidad, generando armonía y simetría en las relaciones sociales y en la vida espiritual de los individuos. De ahí que los escritores románticos acostumbraran a hablar de política en un lenguaje más propio del discurso estético.

      Pero, pese a la existencia de estas percepciones comunes, el Romanticismo no dio lugar a una teoría política unificada. Algunas de las divergencias en las implicaciones políticas del Romanticismo están muy relacionadas con la generación a la que pertenecían los distintos autores; otras tienen que ver con el contexto nacional. Por ejemplo, ciertos autores románticos ingleses y alemanes habían mostrado su simpatía por la Revolución francesa y propugnado un reformismo radical en política interior. Pero su teoría política de madurez (resultado de los años en los que Gran Bretaña y Alemania lucharon contra Napoleón) era conservadora y nacionalista. En cambio, algunos autores ingleses y franceses, que escribieron sus obras en los años de la posguerra, crearon variantes radicales y progresistas del Romanticismo. A las diferencias generacionales hay que sumar las divergencias relacionadas con el contexto nacional. Por ejemplo, los románticos conservadores ingleses estaban muy apegados a su constitución tradicional, mientras que los alemanes tenían que vérselas con un absolutismo que, en su opinión, había distorsionado la teoría y praxis del gobierno en los estados alemanes. De manera que su conservadurismo era, en cierta forma, «restaurador»: buscaron inspiración en un pasado distante y expresaron su hostilidad hacia las ideas y las prácticas de la política europea inmediatamente anterior a la Revolución (Saye y Löwy, 1984, pp. 63-64). Estos escritores no compartían el punto de vista de sus homólogos franceses, que habían reconciliado al Romanticismo con los cambios aportados por la Revolución y dirigido toda su energía intelectual a buscar instituciones que pudieran cubrir las necesidades de una cultura política moderna.

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