Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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católica, pero insistía en que estas medidas no debían constituir una amenaza para el estatus «nacional» de la Iglesia de Inglaterra (Coleridge, 1976, pp. 11-12, 147-161; cfr. Southey, 1832b).

      Aunque las observaciones de Coleridge sobre las iglesias nacionales se basaban en gran medida en su forma de entender la historia y en la estructura de la Iglesia de Inglaterra, las consideraba rasgos necesarios de un Estado moral (Allen, 1985, pp. 90-91). La Iglesia aportaba la «clerecía» (clerisy), un cuerpo responsable de crear un clima intelectual y moral que incentivara a las elites laicas a cumplir su papel en el seno del Estado (Coleridge, 1976, pp. 42 ss.; Knights, 1978, cap. 2). Su participación era desinteresada y reflejo del propósito universal y moral del Estado (Coleridge, 1990, I, pp. 187-188; Gilmartin, 2007, pp. 207-252; Morrow, 1990, pp. 143-146). La clerecía debía identificarse con los intereses comunitarios sin preocuparse de intereses sectoriales. Para facilitar su tarea se la dotaba de propiedades que debía destinar a propósitos de corte nacional. Utilizando los argumentos habituales sobre la relación entre propiedad e independencia para defender las posesiones eclesiásticas, Coleridge afirmaba que los bienes materiales de la Iglesia protegían a los clérigos de los abusos del poder político. Dio nombre al estatus especial de la propiedad eclesial: constituía una «Nacionalidad» (Nacionality) mientras que la propiedad privada del resto conformaba una «Propiedad» (Property). Unidas, eran «los dos factores constituyentes, opuestos, que al ejercer de contrapeso se apoyan recíprocamente permitiendo el gobierno de la república». Una era condición necesaria para la existencia de la otra e indispensable para su perfeccionamiento (Coleridge, 1976, p. 35).

      La «Nacionalidad» era un medio para actuar contra las fuentes intelectuales y morales del abuso de la propiedad individual. Por lo tanto, para Coleridge resultaba de vital importancia dotar financieramente a unas Iglesias nacionales llamadas a desempeñar un papel fundamental en la Europa de principios del siglo XIX, cuando la expansión comercial había incrementado las desigualdades y creado otras nuevas. Pero, incluso en ausencia de esas desigualdades, las iglesias nacionales eran un rasgo esencial de su concepción romántica del Estado, porque Coleridge hacía hincapié en el impacto de la clerecía sobre las elites. También justificaba su existencia y sus privilegios apelando a su papel educativo. La clerecía debía encargarse de «culturizar» a la población, propiciando el «desarrollo armonioso de las cualidades y facultades que caracterizan a nuestra humanidad» (Coleridge, 1976, pp. 42-43). Al ejercer como educadores e incidir en la visión del mundo de las elites, los clérigos nutrían los valores intelectuales, morales y religiosos que conformaban el núcleo de lo que Coleridge consideraba una situación social y política justa.

      En torno a 1800, los románticos alemanes más destacados emprendieron una vía similar (en algunos aspectos) a la de sus contemporáneos ingleses. Es decir, desarrollaron enunciados políticos en los que repudiaban el radicalismo destructivo, que identificaron con la Revolución francesa, pero, a la vez, asumieron posturas críticas con el statu quo. Los románticos alemanes se resistían a aceptar las concepciones juridicistas y mecanicistas del gobierno, que asociaban al absolutismo del siglo XVIII y a las iniciativas de reforma lanzadas tras la derrota de los estados alemanes ante el poder militar francés (Krieger, 1972, pp. 139 ss.; Sheenan, 1989, pp. 260 ss.). De manera que, aunque la crítica a la Revolución francesa y sus frutos constituyera un tema nuclear del Romanticismo alemán, el modelo de monarquía promovido por los románticos conservadores era muy distinto al prevaleciente en el siglo XVIII. Novalis resalta este punto al afirmar que la monarquía había perdido todo sentido y propósito, y aun legitimidad, antes de 1789. En su opinión, los reyes de Francia y de la mayoría de los estados europeos habían sido «destronados» mucho antes de la Revolución francesa (Novalis, 1969c, p. 28). Los románticos rechazaban el Estado absoluto porque era incompatible con su ideal de comunidad; al no tener en cuenta los valores humanos, era incapaz de conservar la lealtad de sus miembros. El Estado «poético», como lo denominó Novalis, debía satisfacer tanto el corazón como la mente (O’Brien, 1995, p. 174). Respondiendo a este requerimiento, los románticos alemanes procuraron rehabilitar el Estado ante sus contemporáneos presentándolo como un reflejo de las fuerzas vitales que latían tras la vida humana; no como la consecuencia de un contrato ni del mero ejercicio del poder (Droz, 1963, p. 17). Pensaban que el Estado podría satisfacer anhelos que se habían manifestado, de manera distorsionada y destructiva, en la era revolucionaria incorporando el sentido estético y emotivo de comunidad que asociaban a la familia.

      Al igual que sus contemporáneos ingleses, los escritores románticos alemanes achacaban los defectos de la mente dieciochesca a las limitaciones de la epistemología ilustrada, pero también criticaban la concepción jurídica del Estado que asociaban al absolutismo. Novalis capta muy bien la actitud romántica, en el caso de la primera de estas cuestiones, cuando afirma que a los pensadores ilustrados les fascinaba la refracción de la luz, pero ignoraban «el juego de color» que desprendía (Novalis, 1969b, pp. 508-509). Estas fuerzas «misteriosas» y «maravillosas» sólo podían apreciarse a través de las intuiciones de la inteligencia poética; la razón por sí misma no las captaba. Müller, que se mostró mucho más hostil hacia el racionalismo que otros románticos políticos, creía que esta capacidad intuitiva conllevaba la capacidad de «formar ideas», es decir, concepciones de las cosas inmersas en procesos de desarrollo y en calidad de partes de unidades «orgánicas» más completas. La imagen del mundo suministrada por las ideas era mucho más completa que la generada por «conceptos», que simplemente amalgamaban datos y no captaban las complejidades de los fenómenos naturales o humanos. Cabía aplicar esta distinción en diversos contextos. Por ejemplo, Müller alababa las prácticas retóricas de la Cámara de los Comunes británica, porque expresaban el espíritu de lo viviente, y criticaba tanto la mala oratoria como la «ciencia», porque no desvelaban ni descubrían ese espíritu vital (Müller, 1978, p. 185; Reiss 1955, p. 156). Esto no era baladí, pues Müller creía que los rasgos destructivos de la actividad revolucionaria eran el resultado de intentos malogrados de reconstruir la política sobre principios que atentaban contra las dimensiones espirituales de la vida humana (Reiss, 1955, p. 153).

      Las críticas románticas a los frutos políticos de la Ilustración giraban en torno a los defectos de su concepción jurídica del Estado. Sobre todo, rechazaban la afirmación (tanto de los defensores del absolutismo dieciochesco como de los revolucionarios) de que el Estado era el resultado de un contrato celebrado entre poseedores de derechos naturales. En su opinión, el Estado debía apelar a los afectos de sus súbditos y no sólo a su interés individual (Beiser, 1992, pp. 236-239; Berdahl, 1988, pp. 99-103; Krieger, 1972, pp. 53 ss.; Scheuner, 1980, pp. 23-25). La advertencia de Novalis contra los peligros de un Estado que intentara «la cuadratura del círculo» del interés propio fue reelaborada por Schlegel en una serie de conferencias pronunciadas en 1804-1805 (Novalis, 1969c, n.o 36). En ellas Schlegel trazaba una estricta distinción entre la ley «racional» y la «natural», disociando a esta segunda del individualismo al convertirla en el semillero de un Estado orgánico.

      Schlegel afirmaba que, aunque la ley racional deificaba la libertad, no explicaba por qué era tan sacrosanta. Como consideraba que las entidades colectivas –la familia, la comunidad o el Estado– eran una amenaza para la libertad, la ley racional generaba desunión y disolución en vez de armonía y unidad. En cambio, la ley natural surgía de una entidad social unificadora: la familia patriarcal. Esta institución encarnaba un sistema de autoridad basado en el amor y en la lealtad. Fomentaba por ello la moral, más que las relaciones puramente naturales representadas en el estatus de los patriarcas: unas figuras que no eran sólo cabezas de familia, sino asimismo símbolos de Dios y representaciones de la justicia de la condición natural (Schlegel, 1964, pp. 104-106; 1966, p. 549). Sus posibilidades se veían limitadas por el escaso alcance de la familia y por los conflictos resultantes del ejercicio unilateral del derecho natural a la venganza (Schlegel, 1964, p. 123). Aunque el Estado eliminaba estas tensiones, Schlegel consideraba que su función reguladora tenía una importancia menor. El rasgo más significativo del Estado era que encarnaba «la idea de moralidad», es decir, «la educación moral y la perfectibilidad de la humanidad» (Schlegel, 1964, pp. 111, 122; cfr. Beiser, 1992, pp. 255-260). Como meta guardaba cierta similitud con las ideas cosmopolitas del primer Romanticismo pero, tras 1800, Schlegel la asoció

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