Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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de las relaciones sociales y políticas, el éxito de estas medidas, y la viabilidad de la condición anárquica que preludiaban, dependía de la necesidad de alimentar a la «imaginación» (Shelley, 1965b, pp. 42-55). Shelley creía que mostrar un interés amable por los sentimientos de los demás era la base de la imposición voluntaria de una conducta respetuosa con los otros. La amabilidad era el resultado de un intercambio social no opresivo, de la experiencia obrando sobre la facultad imaginativa, y su desarrollo era esencial para el ejercicio de capacidades específicamente humanas.

      La imaginación o el uso profético de la mente [proyectar la imaginación] es esa facultad de la naturaleza humana de la que depende cada gradación de su progreso […] La única diferencia entre el hombre egoísta y el virtuoso es que la imaginación del primero se ve muy limitada, mientras que el segundo hace suyo todo un círculo de significados (Shelley, 1965e, p. 75).

      Esta facultad se daba un aire al sentido moral de Hazlitt, pero, para Shelley, era producto casi exclusivo de la poesía. En su Defensa de la poesía (1821), Shelley negaba que esta tuviera una función didáctica, pero afirmaba que incentivaba el desarrollo de un sentimiento de simpatía universal. El elemento clave era la capacidad para considerar a los demás dignos de amor, lo que, según Shelley, constituía la base de una interacción humana no coactiva. «El gran secreto de la moral es el amor; escapar a nuestra propia naturaleza e identificarnos con la belleza que existe en los otros, en su pensamiento, en su acción» (Shelley, 1965c, p. 118).

      El amor afectaba tanto a la percepción como a la volición. La poesía no engendraba sólo «nuevas materias para el conocimiento», también estimulaba «el deseo de reproducirlas y ordenarlas según cierto ritmo y orden a los que podríamos denominar lo bello y lo bueno» (Shelley 1965c, p. 135). Esta percepción del papel de la poesía tendía puentes entre el conocimiento y la motivación que casaban mal con el racionalismo optimista de Godwin. La poesía iluminaba la mente y galvanizaba la voluntad: «saber» por medio de la poesía era sentir la necesidad de realizar ese conocimiento en el mundo moral y político. Pese a todas las diferencias, el republicanismo antiguo de Byron, el libertarismo democrático de Hazlitt y el anarquismo filosófico de Shelley tenían una meta común: la búsqueda de formas políticas capaces de conciliar la tensión entre los intereses románticos tanto de la individualidad activa como de formas de sociedad que apelaban a las fuerzas estéticas, emocionales y morales del ser humano. No es ya que el problema fuera típicamente romántico, es que las concepciones de armonía, simetría, imaginación y amor utilizadas para debatir sobre él también lo eran.

      ROMANTICISMO Y MODERNIDAD, 1815-1850

      En 1833, desde la distancia de sus sesenta y cinco años Chateaubriand, un veterano que había vivido el Ancien Régime, la primera época de la Revolución, el Imperio, la Restauración y, por último, el destronamiento de los Borbones en 1830, cavilaba:

      Me he visto atrapado entre dos épocas, como si de la confluencia de dos ríos se tratara. Me he sumergido en sus aguas, dando la espalda con pesar a la vieja orilla donde había nacido y nadando esperanzado hacia la costa desconocida a la que arribará la nueva generación (Chateaubriand, 1902, I, p. xxiv).

      Todo un grupo de autores románticos, que escribieron sus mejores obras políticas entre 1820 y 1850, expresaron su compromiso de combatir las peligrosas corrientes de la modernidad. Carecían del glamur iconoclasta de los románticos radicales, pero sus puntos de vista eran inconfundiblemente modernos y progresistas. Tanto si escribían sobre la restauración de los Borbones en 1815, como si lo hacían sobre los defectos del legitimismo, la Revolución de 1830 o el impacto del rápido crecimiento industrial, los escritores de los que nos ocupamos en esta sección aceptaron el hecho de la Revolución, pero rechazaron con firmeza la aplicación de ideas del siglo XVIII al mundo del siglo XIX, y buscaron soluciones nuevas y vitalistas a los problemas sociales y políticos que percibían en la Europa posrevolucionaria.

      A Shelley y su círculo no les gustaba el pensamiento alemán porque creían que era reaccionario, pero Thomas Carlyle recurrió a su crítica al materialismo y al utilitarismo para crear una forma de Romanticismo político radical que tuvo gran influencia (Ashton, 1980, pp. 95-98; Butler, 1988, pp. 38-39; Harrold, 1963; La Valley, 1968; Lasch, 1991, pp. 226-243; Morrow, 2006, pp. 56-70; Vanden Bossche, 1991). Carlyle basó su crítica en un grupo de escritores alemanes de finales del siglo XVIII y principios del XIX entre los que figuraban Novalis y Schlegel, y en el que Goethe ocupaba un lugar muy especial. Goethe fue una fuente de inspiración para los defensores de un enfoque que pretendía responder a los retos a los que se enfrentaba la humanidad moderna despreciando la autoconciencia indulgente y la lucha extravagante contra el mundo, y reafirmando el compromiso con la acción transformadora. Carlyle expresó su idea de promover la literatura alemana para diferenciarse de sus contemporáneos británicos en su exigencia: «¡Ciérrate, Byron; ábrete, Goethe!» (Carlyle, 1893, p. 132). Este llamamiento formaba parte de una campaña radical, intelectual y política, gracias a la cual Carlyle quería obtener su parte de autoridad cultural.

      El aspecto radical del pensamiento de Carlyle se aprecia en su ambivalencia hacia Coleridge. Aunque Carlyle defendió a Coleridge cuando lo acusaron de proclamar un misticismo incomprensible, mostró una marcada animadversión hacia el conservadurismo del «sabio de Highgate» (Carlyle, 1893d, pp. 183-184; 1893i, p. 52). Para Carlyle, la erosión del cristianismo tradicional, el crecimiento de la sociedad industrial y la redundancia de las instituciones de gobierno tradicionales no constituían necesariamente causa de alarma. Lo eran debido al malestar espiritual, al desorden social y a las crueles distorsiones de la vida moderna en los centros industriales, signos, a su vez, del fracaso a la hora de identificar las bases intelectuales, morales y políticas de un progresismo que iba más allá del orden antiguo.

      Carlyle pretendía colmar esa laguna, identificando aquellas ideas e instituciones que expresaban y reconocían las infinitas dimensiones espirituales de la experiencia humana. Aunque, en su opinión, el pensamiento ilustrado crítico había tenido gran importancia, Carlyle rechazaba los intentos de forjar una visión del mundo constructiva a partir de esta filosofía. Exploró los peligros de hacerlo en Sartor Resartus. Esta obra, parcialmente autobiográfica, narra el viaje del torturado espíritu moderno que ha pasado de la obediencia ciega, a través de una alienación agónica («El Eterno No»), a la autoafirmación («El Eterno Sí»). La reafirmación simbolizada por el Eterno Sí requiere que los seres humanos acepten lo que Carlyle describe como «el mandato de Dios: trabaja en pro del bienestar». Este mandato debía aplicarse en los enfoques concretos con los que se analizaba la acción humana o «trabajo», esencial para el pensamiento político y social de Carlyle. Comprometerse implicaba una transformación de la visión del mundo, que había que suavizar para reforzar los sentimientos solidarios; un mensaje muy optimista para los contemporáneos de Carlyle. En muchos de los discursos de la época, estos aspectos de la postura de Carlyle se consideraban paradójicos. Él insistía en que no había que confundir ese sentir social, capaz de reconocer los rasgos distintivos de una humanidad compartida, ni la valiente determinación de enfrentarse al futuro, con las nociones comunes de lo que es la felicidad, y mucho menos con el culto a uno mismo. Todo lo contrario. Había que vivir la vida con un espíritu de «renuncia» que requería de un sentido claro del deber y de una adhesión inquebrantable a sus exigencias:

      Existe en el hombre algo MÁS ELEVADO que el Ansia de Felicidad. Podemos vivir sin felicidad y hallar en su lugar un estado de gracia. ¿Acaso no han hablado y sufrido todos los sabios y mártires, el Poeta y el Sacerdote, para anunciarnos eso MÁS ELEVADO? Ellos han dado testimonio con su vida y su muerte de la chispa de divinidad que encierra el hombre, demostrando que sólo en ella adquiere el hombre Fortaleza y Libertad (Carlyle, 1893j, pp. 132-133).

      Entre los deberes humanos figuraba el compromiso con lo que Car­lyle denominaba «el evangelio del trabajo». «Trabajo» englobaba una amplia gama de actividades –no se refería sólo al trabajo productivo, sino también a la literatura, el liderazgo religioso-profético, al mando militar y a las responsabilidades sociales y políticas– que compartían

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