Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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deliberadamente incompleto. El papel de la humanidad consistía, precisamente, en alcanzar la plenitud gracias a su perfectibilidad. Los retos planteados por un mundo caótico, pero susceptible de ser ordenado, eran tareas diseñadas por el destino para fomentar el cultivo del espíritu humano y expresar la naturaleza infinita de la humanidad.

      Para Carlyle, el trabajo era el valor clave de una metafísica laica, pues apelaba a instintos religiosos fundamentales que no podían hacerse explícitos a la humanidad moderna a través de la doctrina cristiana. El trabajo era considerado un medio de salvación y única fuente de consuelo. Mejoraba nuestras perspectivas de inmortalidad porque sus frutos sobrevivían y pasaban a formar parte de la conciencia de la siguiente generación. Esta fue una de las revelaciones que hizo en Sartor Resartus, donde, al igual que en Chartism (su primera contribución directa a lo que denominó «el estado de la cuestión inglesa»), atribuía el desempleo y la degradación del sistema de «asilos de vagabundos» (workhouses) a la incapacidad de las elites para asumir sus obligaciones con las clases menos favorecidas de Gran Bretaña e Irlanda. El evangelio del trabajo prescribía una dirección social y gubernamental, y denunciaba esa negligencia en el cumplimiento del deber, que, en su opinión, constituía el núcleo de los problemas a los que se enfrentaba Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. Exploró estas cuestiones en mayor profundidad en Past and Present (1843).

      Carlyle intentaba recuperar en esta obra los logros en el ámbito del trabajo del Abate Samson, cabeza de una comunidad monástica de finales del siglo XII en Bury St. Edmunds (Suffolk). El debate medieval de Past and Present no era ni un síntoma de nostalgia ni una reacción. Reflejaba más bien la búsqueda de imágenes inspiradoras y edificantes del pasado, que expresaran con viveza aquellas ideas universalmente significativas que resultaban especialmente importantes en tiempos de una crisis social, política y espiritual como la que padecían sus contemporáneos. Samson era un magnífico ejemplo de las implicaciones eternas del no egoísmo que late bajo la exhortación medieval: Ora et labora. Su predecesor había sido devoto en el sentido convencional, es decir, estaba dedicado a la vida del monasterio y a poner en práctica la regla de su orden. Pero Samson se había ocupado del bienestar de la comunidad de la que era responsable, recuperando la vitalidad económica de la abadía, restaurando sus edificios, buscando y guardando sus privilegios (las «Libertades de St. Edmunds») y llenando la vida de los monjes de disciplina, orden y metas justas. La conducta de Samson contrastaba con la de las elites de su época, dedicadas al materialismo, a la autoindulgencia y a una forma de piedad extremadamente consciente de sí misma. Impedían una acción eficaz y arrastraban a la comunidad a la avaricia, dejado a los mercados en manos de la fortuna y suscitando reacciones anárquicas entre las clases obreras, privadas de los beneficios morales, psicológicos y materiales de un liderazgo efectivo. También ideó Carlyle un sistema de liderazgo capaz de inspirar a las elites modernas a comprometerse con el evangelio del trabajo, convirtiéndolo en el corazón de su vida personal y de la interacción social. El modelo tenía mucho de culto religioso, ya que fomentaba un compromiso activo y positivo con el orden divino y creado del universo.

      Como Novalis, cuyas ideas le interesaban especialmente, Carlyle hacía hincapié en la necesidad de que sus contemporáneos dieran la importancia debida a las fuerzas «dinámicas» de la historia humana: un reflejo de las «energías primarias e intactas de los hombres, de las fuentes misteriosas del Amor y el Temor, la Admiración y el Entusiasmo, la Poesía y la Religión», aspectos de un mundo regulado gracias a un sistema de derecho natural que dirigía a la conducta humana de conformidad con los propósitos de Dios (Carlyle, 1893h, pp. 240-241; Simpson, 1951). Según Carlyle, la «ciencia de la mecánica» impedía a muchos de sus contemporáneos ver estipulaciones fundamentales del derecho natural imprescindibles para una normatividad y un liderazgo justos. La primera era que las dimensiones espirituales de la vida humana sólo podrían satisfacerse en el seno de una comunidad orgánica. La segunda reflejaba la idea de Carlyle de que, en una comunidad tal, las jerarquías eran necesarias. La indiferencia hacia la justicia era evidente en las concepciones mecanicistas de la sociedad humana, y se expresaba en la escasa atención dedicada a las condiciones de vida de la población y en elementos, extremadamente deshumanizadores, de las políticas gubernamentales y de las actitudes de los empleadores hacia sus empleados. Estas injusticias sugerían fallos de liderazgo, potenciados por la doctrina del laissez faire, y se traslucían en agitaciones populares a favor de parlamentos democráticos, en la actividad sindical y en actos de violencia popular carentes de dirección.

      Qué son todos los tumultos populares y el bramar enloquecido [… sino] gritos inarticulados de una criatura estúpida llena de ira y dolor. Pero en los oídos de los sabios resuenan como elocuentes plegarias: «¡Guíame, gobiérname! Soy un loco, un miserable, incapaz de gobernarme a mí mismo» (Carlyle, 1893b, p. 144).

      La evolución progresista del pensamiento de Carlyle resulta evidente en su insistencia en que las jerarquías de la sociedad contemporánea debían ser totalmente distintas a las del antiguo orden. Halló un sustituto para la Iglesia en los hombres de letras. También hizo hincapié en la responsabilidad de la emergente elite industrial. Los «capitanes de la industria» debían usar su capacidad económica para maximizar las oportunidades de la plebe de conseguir trabajo y participar así en la ordenación del universo material. También debían garantizar unas condiciones de vida y de trabajo mínimas a sus trabajadores, como exigía su humanidad, y reforzar la interdependencia, el carácter orgánico de las formas genuinas de sociabilidad. Los propietarios de la tierra, en la medida en la que retuvieran un papel real en la sociedad moderna, también debían asumir sus responsabilidades, y no sólo los privilegios, del liderazgo. Como otros supuestos líderes del mundo moderno, los terratenientes debían erigirse en «héroes» más que ser figuras tradicionales (Carlyle, 1893f, p. 246; 1893e).

      Carlyle insistía en que los líderes heroicos debían desempeñar un papel destacado en el seno del Estado. Esta institución era un símbolo de la comunidad moral y tenía poder para impulsar la cooperación y facilitar el progreso humano. La idea de Estado de Carlyle se sustentaba en su creencia de que, puesto que los héroes políticos captaban al menos algunas de las realidades subyacentes del universo, serían capaces de entender los requerimientos de su propia época. Estas figuras, como Cromwell en el pasado y, quizá, Sir Robert Peel en el futuro, no deberían ver obstaculizada su labor por la burocracia, por formas pasadas de moda del mundo antiguo ni por la panacea de la democracia parlamentaria. En Latter Day Pamphlets (1850), Carlyle retrata a Peel como la figura central de «Nuevo Downing Street», un sistema de liderazgo administrativo que dirigiría al Estado adaptándolo a las realidades del mundo moderno (Carlyle, 1893c, p. 78; Seigel, 1983). La única institución democrática del entorno político esencialmente autoritario concebido por Carlyle es la Junta de Sondeos, que informaría a Nuevo Downing Street de las reacciones populares frente al liderazgo, para poder determinar los cursos de acción más adecuados dadas las circunstancias (Carlyle, 1893c, pp. 204-205; cfr. Rosenberg, 1974, pp. 176 ss.).

      Los reparos de Carlyle a lo que consideraba los grandes engaños políticos de su época se publicaron inicialmente en una serie de ensayos críticos, en los que se retrataba la locura de aquellos tiempos en términos displicentes y a menudo bárbaros. En otras obras hablaba de la ética filantrópica, defendiendo la emancipación de los esclavos de las Indias Occidentales y de Estados Unidos junto a una remodelación de las instituciones penitenciarias de su propio país. También abordó la literatura y el teatro modernos, así como el clima religioso de la época. El tono de estos panfletos refleja la frustración de Carlyle ante lo que consideraba falta de inteligencia de sus contemporáneos, incapaces de apreciar la corrupción moral de su cultura. No era ya que se equivocaran en sus puntos de vista, sino que, al parecer, habían abrazado la falsedad deliberadamente como forma de vida y de pensamiento. «Todas las artes, todas las industrias y empresas […] llevan en el corazón un veneno fatal, carecen de la inspiración de Dios, al contrario (merece la pena pensarlo), es un Demonio que se autodenomina Dios el que las inspira, y están malditas para siempre» (Carlyle, 1893c, p. 271). Pese a sus lamentos, Carlyle no abandonó nunca del todo ese aire de esperanza que asociaba al mensaje de Goethe: con un liderazgo adecuadamente heroico, se podía revivir el heroísmo residual del pueblo

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