Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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la atención de Lamennais estaba puesta en los perniciosos efectos del galicanismo sobre la libertad de la Iglesia. La interferencia del Estado en asuntos religiosos resultaba muy dañina, porque la libertad era crucial para la reconciliación de la conciencia del individuo con Dios y con la humanidad. El fracaso de Lamennais a la hora de convencer, tanto a las elites francesas como al papado, de los males a los que daría lugar un control exclusivo por parte del Estado le llevó a formular una crítica más general a las estructuras políticas y sociales (Guillou, 1969). Constató que la Revolución de 1789 había reafirmado la libertad popular, rechazando unas estructuras sociales y políticas carentes de armonía, y creía que la Revolución de 1830 expresaba la misma tendencia. Lamennais describió la Revolución de Julio como

      una reacción popular contra el absolutismo […] el efecto inevitable de un impulso antiguo, la continuación de un gran movimiento que, tras proyectarse desde las regiones del pensamiento al mundo político en 1789, anunció a las naciones aletargadas que su civilización estaba corrupta y su orden dañado, así como la caída de ese orden y el nacimiento de uno nuevo (Lamennais, 1830-1831b, pp. 161-162; Oldfield, 1973, p. 187).

      Una sociedad que quisiera combinar orden y libertad tendría que construirse de nuevo a partir de individuos aislados, únicos repositorios de la justicia eterna y foco exclusivo de la libertad cristiana. Como se había atomizado a la población francesa, sus miembros sólo podrían relacionarse entre sí en una república democrática (Oldfield 1973, pp. 188-190). Este mensaje (publicado en LʼAvenir de 1830-1831) se convirtió en el fundamento de un llamamiento a la acción, cada vez más estridente, en los escritos políticos tardíos de Lammenais. Pero nunca dejó de opinar que la libertad debía ser un rasgo general de la nueva sociedad llamada a encarnar los principios de la justicia eterna. El nuevo orden no sólo habría de reconocer los derechos políticos, sino también una amplia gama de «derechos sociales» que conformarían la base material de una sociedad cristiana ordenada y armoniosa. Como señalara Lamennais en Paroles dʼun croyant de 1834:

      La libertad no es una pancarta colgada en una esquina. Es una fuerza vital que uno halla en sí mismo y en torno a uno mismo. Es la auténtica protectora del espíritu del hogar, garante de los derechos sociales y fuente de todos los derechos (Lamennais, 1834, cap. 20, p. 45; Ireson, 1969, pp. 27-29).

      Lamartine también opinaba que sus contemporáneos debían completar la reconstrucción que había iniciado la Revolución francesa. Ese suceso había dado la «alarma al mundo»:

      Muchas de sus fases han concluido, pero aún no han acabado esos lentos desplazamientos internos y eternos del alma del hombre […] Las sociedades y las ideas progresan y el final de todo es un nuevo punto de llegada. La Revolución francesa, a la que se acabará denominando la Revolución europea, […] no fue sólo una revolución política, un cambio de poder, una dinastía sustituyendo a otra, una república convertida en una monarquía. Todo eso meramente son accidentes, síntomas, instrumentos y medios (Lamartine, 1856, p. 496; cfr. Lamartine, 1848, III, pp. 541-546).

      Hablaban de la plasticidad de las formas políticas, refiriéndose a que había «hombres de la revolución» en todos los puntos del espectro político, lo que convertía a la experiencia revolucionaria en un rasgo general de la política moderna. La idea de la ubicuidad de la experiencia revolucionaria suscrita por Lamartine se refleja en lo que Kelly denomina el «agnosticismo» de sus ideas sobre las formas deseables de gobierno (Kelly, 1992, p. 206; cfr. Charlton, 1984b, p. 67). Su primera exigencia era que el gobierno debía ser lo suficientemente fuerte como para «servir a los intereses y no a las pasiones de la gente», es decir, el gobierno era la expresión real del poder social que se había dejado sentir por primera vez en la era revolucionaria (Quentin-Bauchart, 1903, p. 403). Aunque Lamartine fue un miembro destacado de la Segunda República Francesa de 1848, antes de aquellos años se había decantado por la monarquía representativa. El monarca debía ser el «órgano y el agente» del poder social, no de sus intereses personales (Lamartine, 1860-1866, p. 370). En un comentario que recuerda a las ideas de Coleridge sobre el rey republicano en los territorios británicos, Lamartine especula con una monarquía representativa que adoptara los rasgos esenciales de una república democrática. El rey sería un «jefe natural […], el pueblo coronado, que actuará, reflexionará, se moverá y reinará por los intereses e ideales del pueblo. Esa sería la mejor de las repúblicas, pues reconciliaría tradiciones y reformas, hábitos e innovaciones» (citado en Kelly, 1992, p. 207).

      Pero este proceso de reconciliación tenía sus límites. En este aspecto, el pensamiento político de Lamartine era mucho más radical que el de Chateaubriand. Como Lamennais, rechazaba cualquier forma de alianza entre la Iglesia y el Estado. La religión era, en su opinión, una forma de conciencia que acabaría corrompiéndose inevitablemente debido a las tentaciones resultantes de una estrecha asociación con el Estado (Lamartine, 1860-1866, p. 373; Charlton, 1984b, p. 51; Kelly, 1992, p. 213). Lamartine afirmaba, asimismo, que la aristocracia era superflua. La Revolución había roto la estructura tradicional de la sociedad aristocrática, sus principios eran incompatibles con los impulsos igualitaristas de la era moderna y su mantenimiento era «contrario a la naturaleza y al derecho divino» (Lamartine, 1860-1866, p. 371).

      Este marco de «caridad social» se daba en las localidades, en las familias, en los valores rurales y en la concepción social de la propiedad. El apego a este tipo de ideas fue de gran importancia para la expresión más conservadora del Romanticismo, pero los románticos progresistas como Lamartine lo relacionaban, pese a su aparente convencionalismo, con la exigencia revolucionaria de que el Estado fuera un órgano de la soberanía popular.

      A principios del siglo XIX, los políticos románticos hubieron de enfrentarse a dos cuestiones fundamentales. La primera era la relación entre el sujeto y el Estado; la segunda hacía referencia a las relaciones sociales necesarias para que los seres humanos volvieran a ser una comunidad en vez de una agregación de individuos. La primera cuestión era esencial para los intentos conservadores de dotar a las relaciones políticas tradicionales de cualidades estéticas y afectivas, y se aprecia en la idea del sujeto como víctima –idea que subyace en las críticas inglesas de posguerra del legitimismo– y en los intentos de Carlyle y de sus contemporáneos franceses por identificar formas políticas capaces de integrar a los individuos en culturas políticas posrevolucionarias y no tradicionalistas. Las concepciones románticas de los efectos de la comunidad apuntaban al individualismo económico. Los románticos abordaron el problema de forma parecida a la cuestión del individualismo político, que vinculaban con el pensamiento ilustrado. Se mostraron muy ambivalentes en relación con las implicaciones morales de las doctrinas y prácticas económicas modernas. Las respuestas que dieron los románticos conservadores a estas derivas estaban teñidas con las imágenes paternalistas

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