Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
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EL ROMANTICISMO CONSERVADOR EN INGLATERRA Y ALEMANIA, 1800-1830
Aunque muchos románticos ingleses y alemanes adoptaron posturas conservadoras tras 1800[3], no fue una mera reacción a la Revolución ni un intento de restaurar lo que esta había puesto en peligro o destruido. Todo lo contrario: atribuían la seducción ejercida por las doctrinas revolucionarias a los defectos de las concepciones al uso sobre la naturaleza y el papel del gobierno. Querían insuflar nueva vida a las instituciones tradicionales mostrándolas a la luz de una visión del mundo romántica. De los dos grupos de escritores, los ingleses eran mucho menos críticos con las instituciones políticas heredadas, porque no habían tenido que vérselas con una historia reciente de gobierno absolutista. Pero se mostraban tan hostiles a muchos aspectos convencionales del siglo XVIII como a las concepciones salvajes y destructivas que asociaban a la Revolución. Coleridge, Southey y Wordsworth estaban profundamente alarmados por el hecho de que el materialismo político no fuera algo exclusivo de los ideólogos franceses y sus imitadores ingleses: había amueblado la cabeza moderna. Robert Southey, por ejemplo, despreciaba el último siglo y medio, una época en la que «los hombres buscan respuestas en la razón cuando lo que deberían hacer es sentir y creer», y tuvo que remontarse a la Baja Edad Media y al Renacimiento en Inglaterra para hallar un modelo de moralidad política y social libre del íncubo del materialismo (Southey, 1829, I, p. 5). William Wordsworth veneraba las instituciones tradicionales de la Inglaterra del siglo XVIII y apreciaba esos hábitos socialmente adquiridos, y no siempre basados en la razón, que conformaban la «segunda naturaleza» de Burke. En la teoría de la «segunda naturaleza» se hacía hincapié en la relación existente entre la estructura intrínseca de la mente humana y las experiencias institucionales, familiares y personales de los miembros de comunidades históricamente coherentes y tradicionales (Chandler, 1984, p. 162). Los valores tradicionales respondían a los «sentimientos elementales de la naturaleza humana», fomentaban la «sabiduría del corazón» y no sólo la «prudencia de la cabeza» que Wordsworth asociaba a la Ilustración (Wordsworth, 1974d, pp. 242, 240).
Estos sentimientos se evocan en la poesía madura de Wordsworth, quien –al contrario que Southey, que proponía una dicotomía simple entre «cálculo y sentimiento»– quiso reemplazar las estériles concepciones del racionalismo por una fusión satisfactoria entre sentimiento y pensamiento. Así, por ejemplo, en el prefacio a las Baladas líricas afirma: «El desbordamiento espontáneo del sentimiento poderoso, producto de la buena poesía, es obra de quienes, aparte de poseer una sensibilidad más orgánica de lo usual, también piensan larga y profundamente» (Wordsworth, 1974e, p. 127). Más tarde Wordsworth constataría que la razón «movía sus afectos» y que siempre había ejercitado la imaginación «bajo la guía de la razón, y por y para la razón» (Wordsworth, 1974d, p. 258; cfr. Southey, 1829, I, p. 79). Estas citas revelan la existencia de una relación simbiótica entre el discurso racional y la segunda naturaleza: tanto la razón como la simpatía imaginativa se veían reforzadas por la sabiduría encarnada en instituciones heredadas y en el puro sentimiento de una humanidad incorrupta.
Aunque Wordsworth reservaba un lugar a la razón en la inteligencia poética, expresó un hondo rechazo hacia los sistemas filosóficos. Arremetía, sobre todo, contra los «metafísicos especulativos» que intentaban adecuar «las palabras a las cosas» (Wordsworth, 1974c, p. 103). En un pasaje notable de El preludio, Wordsworth realiza esta crítica desde un contexto biográfico:
Sutiles especulaciones, obras abstrusas
de los escolásticos y formas platónicas
repletas de ideas agrestes y pomposas, sacadas
de las cosas hechas bien o mal, palabras para decir las cosas,
sustento autocreado de una mente
privada de las imágenes vivas de la Naturaleza…
(Wordsworth, 1991 [¿1798?], I, Libro VI, versos 308-313, pp. 193-194.)
Algunos versos más adelante, la crítica de Wordsworth a la filosofía especulativa se agudiza. Le parecía pedante, oscurantista y relacionada con formas de pensamiento ilustradas que tendían a destruir las relaciones sociales y políticas tradicionales (Chandler, 1984, pp. 235 ss.). Estas acusaciones, que parecen dirigidas a Godwin o Helvetius, en realidad estaban pensadas para el amigo de Wordsworth, Coleridge, y reflejan una marcada divergencia de énfasis en torno a la mejor forma de combatir a la Ilustración. Mientras que Wordsworth pensaba que la razón podía ser capaz de percibir los sentimientos gracias a la imagen poética, Coleridge creía mejor construir una alternativa filosóficamente coherente al materialismo.
El núcleo del sistema de Coleridge era la distinción entre «entendimiento» y «razón». Con el primero de los términos hacía referencia a las facultades discursivas y de cálculo de los seres humanos, mientras que la segunda aludía a aquellas capacidades de la mente humana que ponían de manifiesto sus aspectos «espirituales y suprasensibles». El «entendimiento» se daba en diversos grados en los diferentes individuos, pero la «razón», fuente de los principios morales que rigen la justicia, la ley, el derecho y al Estado, era una característica común a toda la humanidad (Coleridge, 1969, II, p. 104 n.). En The Friend Coleridge afirmaba que el Estado era producto de la razón y que la obligación política surgía tras el reconocimiento (a menudo inconsciente) del papel que desempeñaba en la promoción de la perfección moral (Coleridge, 1969, II, p. 126). Pero, aunque insistía en que el Estado era un agente moral, Coleridge se resistía a aceptar la idea (muy rousseauniana y un eco de su pasado «jacobino») de que cabía determinar su estructura siguiendo los dictados de la moralidad (Coleridge, 1969, II, p. 127; cfr. Coleridge, 1971, pp. 217-229). Al contrario, opinaba que la estructura del gobierno y la concesión de derechos políticos estaban sujetas a la influencia de los tiempos y de las circunstancias, y que caían dentro del ámbito del «entendimiento». La moralidad determinaba los fines del Estado, pero los hombres debían hacer uso de las lecciones que brindaba la experiencia para decidir cómo lograr esos fines. Los sucesos recientes en Francia demostraban que la igualdad política desestabilizaba a las sociedades desigualitarias y minaba su capacidad para generar toda la gama de beneficios morales que podrían aportar (Coleridge, 1969, II, pp. 103-104; Morrow, 1990, pp. 83 ss.).
Coleridge basaba su concepto de razón en los platónicos cristianos del siglo XVII, y afirmaba que muchos de los males de su propio tiempo eran producto del desplazamiento del platonismo por el materialismo filosófico. A principios del siglo XIX, el materialismo había dejado su huella hasta en los cristianos más fervientes (Coleridge, 1972, p. 43; 1983, I, p. 217; Morrow, 1988). Trató este tema en profundidad en su primer Lay Sermon. En esta obra, Coleridge describe a la Biblia como el «manual del hombre de Estado», pero insiste en que únicamente puede cumplir su función si se la lee desde el platonismo cristiano. Esta corriente filosófica llamaba la atención sobre las fuerzas eternas que convertían a la perfección moral en una meta para la humanidad; Coleridge creía que podía servir de correctivo al materialismo que campaba a sus anchas entre sus contemporáneos (Coleridge, 1972, pp. 43 ss.).
La reacción de los románticos ingleses ante el materialismo se centraba en sus perniciosos efectos sobre la moral social y política.