Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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y político, y condenaba la visión mecanicista de la humanidad que adscribía a Adam Smith. La filosofía de Smith era indiferente ante el «destino moral de la humanidad» y se centraba exclusivamente en un «quantum de lucro que [convierte a los seres humanos] en instrumentos» (Southey, 1829, II, pp. 408-411; 1832f, p. 112). Wordsworth defendía posturas similares. Justificaba la caridad pública porque la exigían los «sentimientos elementales» que impulsaban a los seres humanos a exaltar a la naturaleza humana en vez de a degradarla (Wordsworth, 1974d, pp. 242, 246). Dado que eran las instituciones y prácticas tradicionales las que fomentaban estos sentimientos, Wordsworth se mostraba muy crítico con las propuestas radicales que exigían una reforma eclesiástica y del Parlamento.

      Estas ideas fueron omnipresentes en la política de posguerra de Wordsworth, pero, aunque defendía los mismos puntos de vista que los ortodoxos tories «ultra» (la Iglesia de Inglaterra, un sistema electoral no reformado, un Estado paternalista basado en una estructura de sistemas de autoridad y deferencia perfectamente localizados), su enfoque llevaba el sello del Romanticismo. Por ejemplo, defendía a la Iglesia alegando que sus enseñanzas iban en contra de la presuntuosa idea de que había que decidir los asuntos concernientes al bien público recurriendo exclusivamente a «actos específicos y artilugios formales del entendimiento humano» (Wordsworth, 1974d, p. 250). En un discurso anterior (motivado por la irrupción de radicales metropolitanos en el coto electoral de los terratenientes de Westmorland), Wordsworth había defendido el «velo de la costumbre» y atacado las frívolas fruslerías de los whigs reformistas. Estos usaban su brillante talento oratorio para suscitar sentimientos apasionados, que vinculaban rápidamente a nuevas expectativas, cuando las únicas cualidades de provecho eran el sentido común, la experiencia no inquisitiva y una modesta fe en los viejos hábitos del juicio junto a la buena penetración filosófica (Wordsworth, 1974f, p. 158).

      A veces, Wordsworth recurría al lenguaje del Romanticismo por motivos críticos e innovadores. Vemos esta faceta de su pensamiento político en The Convention of Cintra, escrita (con algo de ayuda de Southey) durante una infructuosa campaña para inducir al Parlamento británico a denunciar el tratado por el cual los franceses se habían comprometido a abandonar la península Ibérica tras su derrota en la batalla de Vimeiro (1808). Como otros románticos ingleses, Wordsworth creía que ese tratado era militar y políticamente innecesario, aparte de una vergüenza moral. Era un insulto a los patriotas ingleses, españoles y portugueses, cuyo heroísmo reflejaba el «vigor del alma humana» que resultaba de «lo externo y del porvenir». Los impulsos de la segunda naturaleza explicaban la difundida oposición a la Convención en Inglaterra:

      Ha hecho gala de características tan discordantes, de tan inocente fatuidad y enorme culpa, que habría que forzar mucho las cosas para considerarla un indicio de la constitución general de las cosas, del país o del Gobierno; […] es una especie de lusus naturae en el mundo moral, solitaria y rezagada, excluida de los ciclos que cumplen las leyes de la naturaleza. Un monstruo que no debe propagarse ni gozar del derecho al nacimiento en el porvenir (Wordsworth, 1974b, p. 292).

      Los promotores y partidarios de la Convención no percibían el principio de justicia: ni «sienten ni ven». No entendían «los rudimentos de la naturaleza tal y como se aprecian en el transcurso ordinario de la vida» (Wordsworth, 1974b, pp. 281, 306). Wordsworth comparaba esta ceguera moral con lo mucho que ven quienes usan los impulsos naturales para reforzar el sentido de la identidad humana y de la lealtad política. Estos sentimientos eran un antídoto eficaz contra el materialismo, y una base viable para la política, porque las impresiones derivadas de la segunda naturaleza simbolizaban verdades fundamentales y tranquilizadoras sobre la condición humana. Gracias a las ideas y conductas transmitidas por la tradición, el presente se convertía en un momento sin costuras, basado afectivamente en la armonía entre pasado, presente y futuro:

      Basta con que algo salido de nuestras manos

      viva, actúe y sirva en horas futuras;

      cuando avanzamos hacia la tumba silenciosa,

      gracias al amor, la esperanza y el don trascendente de la fe,

      sentimos que somos más grandes de lo que sabemos.

      (Wordsworth, 1946, III, versos 10-14, p. 261.)

      El rechazo de Wordsworth al código de protocolo militar que permitía a un enemigo vencido dejar la escena, sugiere que establecía una distinción entre aspectos de la tradición vivos y moribundos. Las elites militares y civiles se ocultaban tras el pasado en vez de usarlo como base para el porvenir. Sus «formas, impedimentos, costumbres corruptas y antecedentes, su estrechez de miras y su miedo ciego a la acción» resultaban repugnantes, tanto para quienes habían aprendido en la escuela de la vida como para la mente filosófica que reflexionaba sobre los frutos de la experiencia humana (Wordsworth, 1974b, p. 300). Estas observaciones podían haber allanado el camino a una perspectiva crítica (o al menos analítica) de las instituciones y prácticas heredadas, pero Wordsworth no elige esa opción. En su apoyo posterior a los estados-nación queda alguna traza de las implicaciones críticas de The Convention, pero en aquel periodo se adoptaba a menudo un lenguaje patriótico para marcar distancias con el lenguaje progresista de la ciudadanía asociado a la Revolución francesa (Cronin, 2002, pp. 144-145). Si alguna vez Wordsworth tuvo veleidades reformistas, estas fueron dejando paso al conservadurismo (Cobbam, 1960, pp. 149-151). La reticencia de Wordsworth a permitir que la acción humana acabara con instituciones y prácticas moribundas refleja esa tendencia. Estas reliquias, a las que describe como trasfondos estéticamente valiosos de la vida humana, eran comparables a

      un roble majestuoso en la etapa de decadencia final, o a un magnífico edificio en ruinas. Ambos merecen admiración y respeto, y deberíamos considerar una profanación tanto que se tale al primero como que se proceda a la demolición del segundo. Pero no nos deben enviar por ello a los árboles secos en busca de guirnaldas de mayo ni recriminarnos porque no convertimos a las enmohecidas ruinas en nuestro hogar […] El tiempo deposita suavemente lo que resulta inútil o dañino en un segundo plano (Wordsworth, 1974f, p. 173).

      Aunque Southey hacía hincapié en los rasgos coercitivos y protectores del Estado, no eran más que aspectos de una forma de organización social y política «patriarcal, es decir, paternal» (Southey, 1829, I, p. 105). En sus excursiones por la historia, Southey creyó que lo más parecido a una forma de gobierno de este tenor era la vigente en la Inglaterra de la Baja Edad Media y el Renacimiento, pero la importancia que daba al control, a la protección y al desarrollo humanos se desvela en su obsesión por el «Sistema de Madrás» para la educación de las masas propuesto por Andrew Bell. Southey describe el sistema de Bell como un «ideal justo de república»,

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