La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios

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La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada - Autores Varios Oberta

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con Madrid y a Madrid con los modelos de las reales academias europeas y especialmente francesas, queremos acercarnos al crucial papel que desempeñó el tema del «gusto» como vía de acceso a la belleza y al arte, en las puertas de la modernidad, en este ecuador del siglo XVIII, sin olvidar, como es lógico, determinados antecedentes, que ya desde mediados del siglo XVII claramente iban preparando la implantación de nociones, de materias disciplinares y de instituciones que en el propio siglo ilustrado florecerían entre sí en una estrecha red de conexiones, algunas de las cuales intentaremos comentar.

      Muchos de los autores que se van a citar, muchas de las obras a las que deberemos hacer referencia se han encontrado en distintas bibliotecas valencianas. Algunas de ellas incluso estaban depositadas en la propia Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, que pronto atendió asimismo a esta vertiente bibliográfica, fundamental, sin duda, tanto para la correspondiente formación de la época como para orientar y dar base a nuestros rastreos actuales.

      Este enfoque arranca, pues, de aquel contexto francés, en la charnela entre los siglos XVII y XVIII, que propició paulatinamente el establecimiento de determinadas líneas de fuerza en una particular historia (francamente contemporizadora) del marco estético-filosófico, en el que se iban a mover toda una serie de autores, pioneros en este tipo de reflexión, que colaboraron intensamente –diferenciándose y dejándose también influir– con otras figuras implantadas en el contexto inglés y alemán, las cuales determinaron las fases posteriores de la modernidad, en sus distintas versiones. Es decir, en la cadena de «las modernidades» que (pasando por aquel 1768) ha llegado hasta nosotros.

      I. ENTRE LA RAZÓN Y EL SENTIMIENTO

      Precisamente en el desarrollo pautado de la modernidad, hay que reconocer que la historia de la Estética corre en paralelo con la historia de la subjetividad. De hecho, la conciencia de una cierta ruptura con la antigüedad no deja de evidenciarse en los fundadores de la Estética como moderna disciplina filosófica. De ahí que uno de los problemas fundamentales de esta disciplina académica –desde los inicios del siglo XVII hasta finales del siglo XIX– resida precisamente en cómo conciliar la creciente subjetivización de lo bello con la exigencia de criterios que respalden, de algún modo, las relaciones con una compartida objetividad, es decir, con el mundo.

      Piénsese que si la estética moderna es ciertamente subjetivista (toda vez que funda lo bello sobre las facultades humanas, bien sean éstas la razón, el sentimiento o la imaginación), no por ello deja de auspiciar la vieja idea de que la obra de arte es, de algún modo, inseparable de ciertas formas de objetividad.

      Tales referencias son las que desaparecen en la estética contemporánea: no existe ya un mundo objetivo, unívoco, evidente y común, sino más bien nos enfrentamos a toda una pluralidad de mundos, particulares a los respectivos artistas. Así, del subjetivismo moderno nos hemos ido decantando progresivamente hacia el individualismo contemporáneo. La obra de arte no es ya, pues, espejo de un mundo, sino más bien se transforma en creadora de mundos plurales, en cuyos entramados y repliegues anidan y se mueven las experiencias vividas por los sujetos. Es decir, que a través de la creciente subjetivización del mundo –propia de la estética moderna– se ha llegado, en esta aventura, a la disoluciónretirada-obsolescencia del mundo (Weltlosigkeit), para convertirse ésta en uno de los rasgos imperantes en la contemporaneidad, junto con el culto radical a la idiosincrasia, a la individualidad. La obra de arte, al fin y al cabo, es así planteada y entendida como una evidente y expresiva prolongación del sujeto.

      De este modo, aquella polémica y decisiva opción radicalizada, que toma cuerpo en la crítica mundana del siglo XVII francés y del XVIII inglés, según la cual lo bello es tarea del gusto –que abre de par en par las puertas de la modernidad, para convertirse luego en reiterado tópico–, es ahora, si miramos a nuestro alrededor, en esta charnela entre los siglos XX y XXI, cuando, finalmente, puede decirse que se ha convertido en auténtica realidad, justamente a través del perspectivismo, la fragmentación, la transvisualidad y el nomadismo tan potenciados en la posmodernidad, que ya hemos dejado también tras nosotros. Hoy las obras ya no aspiran a representar el mundo, sino que, más bien, encarnan en sí mismas el estado de las fuerzas vitales de sus creadores, lo que da lugar –como nómadas sin cosmos unitario– a pequeños mundos «perspectivos». Estamos, así, de hecho, instalados –etimológicamente– en un ámbito trenzado de inter-subjetividades.

      Tal proceso, que afecta plenamente a la cultura contemporánea, encarna y es fruto lejano y paradigmático de aquella histórica y compleja revolución del gusto a la que estamos asomándonos. Y, sin duda alguna, la historia de la Estética ha sido el escenario privilegiado de los múltiples avatares desarrollados por esa creciente y compartida subjetivización, que ha cruzado la historia.

      Aquí, llevados por el contexto disciplinar y académico que nos ocupa, nos vamos a interesar concretamente por los orígenes de ese imperativo del gusto, que afectará decididamente, como mutación radical, al modo de entender la categoría de lo bello en su relación con el arte.

      Con el concepto de gusto, lo bello quedará íntimamente vinculado a la subjetividad humana (ya no será entendido como un en sí sino más bien como un para nosotros), que, en última instancia, se definirá por el placer que procura, es decir, por las sensaciones o los sentimientos que suscita. Por eso, la otra cuestión central de la reflexión estética radicará, como hemos ya apuntado anteriormente, en el tema de los criterios –de las normas del gusto– orientados a afirmar o no que algo es bello.

      La tensión histórica es patente: si por una parte la fundamentación de lo bello se vincula a la subjetividad más íntima –la del gusto–, habrá que buscar asimismo un camino para la formulación de respuestas críticas –apreciativas–, a las que no se puede renunciar si se desea que la belleza, como valor, se fomente, regule y dirija, se comunique y participe colectivamente. Es ésta una de las facetas que adopta el dilema entre lo público y lo privado, lo particular y lo colectivo, la subjetividad y el sensus communis, la tradición y la norma del gusto. Al fin y al cabo, el síndrome de la modernidad se formula plena y palmariamente en esa cadena de contrapuntos.

      En realidad, las condiciones de posibilidad tanto de la crítica como de la Historia del Arte se hallan claramente in nuce en el horizonte cronológico que marca la histórica Querelle des Anciens et des Modernes (1687). Incluso quienes defienden, como Nicolás Boileau, la tradición, argumentan, no obstante, en favor suyo, subrayando su amplia capacidad de conformarse a una norma, de sujetarse a un principio superior. Y no se olvide que para el clasicismo francés –cuyas concepciones estéticas no son ajenas al cartesianismo– tal norma es justamente la razón, y por lo tanto se trata asimismo de una destacada facultad del sujeto, aunque se dé igualmente por supuesta su necesaria universalidad.

      Algo se mueve así en favor de la persistente actividad de la crítica. Al apelarse, con insistencia, a una norma distinta de la omnipotente tradición, se auspicia un criterio –la razón–, al cual conviene recurrir para enjuiciar las obras. Pero pronto se arbitrarán, por adición, también otros criterios. Y, asimismo, en esa coyuntura, algo se mueve igualmente en favor de la Historia del Arte, dado que, en medio de tales condiciones, se apunta ya claramente la idea de diversificación, de clasificación, de cambio, de alteraciones en la presentación de normas ideales. Es así como la originalidad –como palmario desvío de la tradición– deja de ser un no-valor y una sospecha, y comienza claramente a exigir sus propios derechos y su paulatina implantación.

      Sin duda, habrá que esperar la llegada del siglo XVIII, junto con la implantación de las academias, para que tales conjuntas virtualidades de la Estética, la crítica y la Historia del Arte inicien su paulatina consolidación y mutuo respaldo. Pero, en cualquier caso, la entronización del sujeto como juez de la tradición será algo irrenunciable. Y en ello la idea de la historicidad del gusto será fundamental.

      Al fin y al cabo, con la polémica entre lo antiguo y lo moderno, la condición de lo nuevo, de la originalidad, se vislumbra

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