La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios

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La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada - Autores Varios Oberta

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distintiva del gusto del sujeto, pero a su vez implica asimismo el contrapunto de la historia, en cuyo seno se inscribe y fundamenta, diacrónicamente, la virtual innovación.

      La revolución del gusto había iniciado así su andadura y sus efectos serán fundamentales. De la búsqueda de los criterios de lo bello se pasará a las pesquisas en favor de los criterios del gusto, como si en realidad se tratara, simplemente, de las dos caras de la misma moneda. La polémica estaba, sin duda, bien servida. Y es en medio de este caldo de cultivo cuando se auspicia la fundación de las reales academias, preocupadas por cierto por la cuestión del gusto y de la subjetividad, pero obsesionadas, sobre todo, por el tema de los criterios, de las normas y de las reglas, capaces de asegurar, con aires y aspiraciones de objetividad, los vendavales, las querellas y las disputas impulsados por el reforzamiento del gusto.

      Como es sabido, desde el siglo XVII hallamos en el contexto francés una paradigmática oposición entre estos dos planteamientos estéticos, precisamente porque suponen, a su vez, dos modos de entender y dos versiones de la subjetividad, de las huellas del sujeto. Se trata de saber qué punto de partida –en el seno de tal subjetividad– se instaura como principio del juicio del gusto. En consecuencia, las alternativas, estrictamente formuladas de manera dicotómica, serían las siguientes: o bien el fundamento del gusto se halla en la razón, como afirman los cartesianos y los teóricos del clasicismo, o bien es en torno al sentimiento –en la «délicatesse du coeur», de clara raigambre pascaliana– donde se refugian las apelaciones opuestas.

      De este modo, el juicio del gusto se hallará polémicamente instalado/dividido, según los casos, entre el corazón y la razón. La opción por la ratio implicará claramente concebir dicho juicio estimativo a partir del modelo del juicio lógico y su objetividad se buscará, en estricta analogía, con el ámbito de la ciencia. Al fin y al cabo, si el clasicismo asignaba al arte la finalidad de «peindre d’après nature», era porque reducía la belleza a una simple representación sensible de la verdad. Pero, con ello, se perdía la especificidad del juicio estético, aproximándolo –por franca afinidad– al juicio lógico.

      Por otro lado, la opción en favor del sentimiento, como principio de la apreciación estética, suponía reconocer abiertamente que el gusto venía a ser mucho más una cuestión del «corazón» que un asunto de la razón. Sin duda, era evidente que podía aspirarse a lograr, por este camino, una cierta autonomía en favor de la esfera estética, aunque fuera a costa de una radicalizada y creciente subjetivización de lo bello, ya que la estética de la délicatesse veía en la obra de arte, ante todo, la rotunda expresión de inefables impulsos de la pasión. Además, como cabe comprender, la sombra de la implantación de la consiguiente amenaza de relativismo minaba, a ultranza, la reiterada cuestión de la –nunca del todo olvidada– objetividad de los criterios.

      Este evidente conflicto, convertido en auténtico impasse de la época, se instala, de hecho, en el centro de todas las reflexiones en torno a la naturaleza de lo bello y de la cualificación del gusto ya en plena etapa del clasicismo francés, que, sin duda, es una de las antesalas del nacimiento de la Estética como disciplina filosófica, junto al contexto inglés y alemán del siglo XVIII.

      En realidad, tanto el problema de la autonomía de la esfera estética (centrado ya claramente en el ámbito de la sensibilidad) como la cuestión de los criterios del gusto tienen un nexo común: el de la virtual comunicabilidad de la experiencia estética en cuanto vivencia plenamente individual, pero que, a la vez, se desea y auspicia asimismo como ámbito accesible también a los demás, aunque nada parezca garantizarlo plenamente. Ésa es la auténtica bisagra sobre la que gira el tema del sensus communis, tan próximo quizá a nuestro seny.

      Porque, efectivamente, si el objeto artístico es aprehendido por la problemática facultad del gusto, o bien se acaba por supeditar ésta a la razón –para así respaldar la vigencia de los criterios aportados– o bien, si se plantea como una dimensión inmanente y subjetiva –es decir, como sentimiento–, surge de inmediato la cuestión de cómo fundar la objetividad y la trascendencia que exigen la comunicabilidad de tal experiencia y los correspondientes juicios críticos. ¿Dónde buscar, por tanto, el anclaje de esa internamente presentida necesidad y universalidad de los juicios del gusto?

      Ésta es la historia que, como es bien sabido, nos conducirá, paso a paso –a través de toda una serie de meandros– obligatoriamente hasta la figura de I. Kant. De hecho, las aportaciones del clasicismo francés, así como de la estética inglesa del XVIII, son etapas fundamentales de tal encuentro con la filosofía alemana. Pero aquí lo que puntualmente nos proponemos es, más bien, rastrear –desde la atalaya del clasicismo del XVII hasta la primera mitad del XVIII– algunos de los planteamientos que circundan la progresiva implantación del principio del gusto, justamente en esa fase que se resuelve como un claro preanuncio de posteriores consolidaciones.

      II. EL IMPERATIVO DEL GUSTO: FUNCIÓN ESTÉTICA Y FUNCIÓN SOCIAL

      Quizá convenga recordar que en el pensamiento y en la praxis del clasicismo francés, que tanto peso tendrá, por derivación, en las reales academias, las funciones estéticas no son, en absoluto, ajenas a las funciones sociales. Más bien habría que subrayar su mutua y amplia interrelación. De ahí que cualesquier observación sobre la cuestión del gusto –en tales coordenadas históricas– no pueda, en consecuencia, ser ajena ni a la teoría de l’ Honnêteté (ideal estético y moral desarrollado en el contexto de la crítica mundana) ni a la influyente teoría de l’Agrément (arte de agradar –como eficaz Paideia– tanto en el plano estético como en el comportamiento social).

      En tal sentido, la aceptación y el uso de la noción de buen gusto –establecida ya abiertamente en torno a 1660–, tanto en la vida y la actividad de los salones como en el contexto de la crítica, suponen no sólo la introducción eficaz de un nuevo concepto estético sino, además, la aparición de una alternativa básica que afecta al ejercicio de la propia crítica, la cual prestará así creciente atención a otros valores claramente subjetivos e irracionales. No se olvide, como trasfondo de cuanto estamos apuntando, que el racionalismo cartesiano encontraría aquí su contrapartida y confrontación estética en la categoría del je ne sais quoi.

      Podría así afirmarse que la noción de gusto marca, ya en la segunda mitad del XVII, una nueva orientación en la mentalidad del clasicismo francés, potenciando nuevos rumbos estéticos en la crítica y en los salones. De alguna manera, frente a la implantada figura del erudito, se perfila con fuerza, en la sociedad mundana, l’honnête homme, el cual confía más en las orientaciones del propio juicio del gusto que en la aplicación estricta de unas reglas.

      Más que interesarnos ahora por el origen de dicha noción (honnête homme) –algo convertida ya en tópico, en su vinculación a la figura de Baltasar Gracián–, quizá convenga puntualizar que de la acepción propia del término (placer gustativo) se pasará paulatina e históricamente a su sentido metafórico, ampliando y complementando la idea de aprobación con

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