La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios
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Aunque se trata, no se olvide, de una versátil noción crítica que además designa una facultad nueva, habilitada precisamente para distinguir y graduar lo bello y capacitada para aprehender –por la delicadeza y finura de las sensaciones/ sentimientos (aisthesis) inmediatos que procura– las claves de tal distinción, elección, separación o juicio. De ahí que, pronto, tal noción sea patrimonio directo y privilegiado de la crítica de arte, aunque fuese en la vida y el contexto de los salones donde realmente se desencadenara el debate más radicalizado sobre el gusto.
Justamente con los nuevos planteamientos que posibilita dicha facultad del gusto penetramos asimismo, históricamente, en el ámbito de los supuestos propios de la modernidad estética, lo que propicia un vasto proceso de subjetivización del mundo que la modernidad filosófica inauguraba, paralelamente, con el cogito de Descartes.
Sin embargo, es fundamental que remarquemos el hecho de que el término gusto se generaliza –en el ámbito estético que nos ocupa– precisamente en el contexto del clasicismo francés. Es decir, que debemos tener siempre muy en cuenta la propia historicidad del gusto.
Por supuesto, no faltan –en el siglo XVII– numerosas definiciones del término gusto. Posiblemente una de las primeras sea la que Antoine Gombauld –mucho más conocido como Chevalier de Méré– ofrece ya en 1668, al afirmar que el gusto consiste en «juger bien de tout ce qui se présente par je ne sais quel sentiment qui va plus vite et quelquefois plus droit que les réflexions» (Oeuvres complètes, vol. I, p. 55).[2]
De algún modo, se resumen aquí los principales rasgos que se consideraban determinantes del gusto:
a) En origen, el gusto consiste en un sentimiento que nos atrae hacia un objeto o persona, aunque el motivo de tal atracción (agrément) se nos escape y difícilmente podamos justificarlo.
b) El gusto –en su especificidad– se diferencia, en consecuencia, del razonamiento –que procede de manera lógico-deductiva–, operando espontánea e inmediatamente y sin otras intermediaciones procesuales, para alcanzar así, de forma directa, la esencia de su objeto.
c) Entre el sujeto perceptivo y el objeto aprehendido no se alza, pues, ninguna pantalla. Más bien parece que el gusto capta por afinidad inmediata –como por instinto– la medida adecuada de su objeto.
Piénsese que, desde un principio, dado el carácter afectivo que se asigna al gusto (vinculado a la sensibilidad, al sentimiento), se reconoce la dificultad de precisar su esquiva naturaleza. Es más, expresa o tácitamente se acepta que con la noción de gusto se penetra, de hecho, en un dominio donde lo irracional, lo indefinible, el je ne sais quoi, desempeñan un papel importante.
Ahora bien, si, por una parte, se aceptan estas dificultades de precisar su origen y su naturaleza, no por ello se cede en los diversos intentos de describir las modalidades y los efectos del gusto.
Sin duda, se acepta, como punto de partida del fenómeno gusto, la existencia de un determinado placer de orden estético que se fundamenta a su vez en una relación o afinidad natural entre un sujeto perceptivo y un objeto. Serán así las preferencias individuales resultantes de dicha relación –conscientemente o no– las que determinen el valor que atribuimos a tal objeto. En consecuencia, son las afinidades naturales las que conducen al sujeto a enjuiciar, según criterios esencialmente emotivos. ¿Acaso el juicio del gusto no conducirá, al fin y al cabo, sino a racionalizar una elección afectivamente motivada?
Piénsese que el gusto arranca de una «impresión inicial», pero que, una vez consagrado socialmente como buen gusto se convierte en «norma». No habrá variado, con ello, su naturaleza, sino su grado de formalización. Es decir, que la reflexión subsiguiente, que pueda desarrollarse, tenderá a confirmar aquella reacción previa. Y de este modo no se tardará en distinguir dos modalidades del gusto: una directa y persistentemente vinculada al estímulo sensible que la desencadenó, y otra que intentará comprender y justificar las razones que motivaron aquella primera impresión.
Así, en esa línea de cuestiones, François de La Rochefoucauld subrayará que
il y a différence entre le goût qui nous porte vers les choses, et le goût qui nous en fait connaitre et discerner les qualités en s’attachant aux regles. On peut aimer la comédie sans avoir le goût assez fin et assez délicat pour en bien juger, el on peut avoir le goût assez bon pour bien juger de la comédie mais sans l’aimer (Maximes suivies des Réflexions diverses).[3]
Con lo cual se diferencia en el gusto, estratégicamente, un doble nivel. Por una parte, la existencia de un principio pasivo –el sentimiento inicial, vinculado a la recepción– y, por otra, un principio activo que se formaliza en una especie de juicio normativo, destinado, ante todo, a dar cuenta de las cualidades del objeto, pero sin verse ya sometido al impacto afectivo desencadenante. Será así, por tanto, el segundo de los principios del gusto el que desempeñe el papel de facultad crítica.
De hecho, se está diferenciando entre experiencia estética y actividad crítica, bajo una concepción abarcadora del concepto de gusto, toda vez que, en la segunda faceta reseñada, se va, por supuesto, más allá del ámbito afectivo para elaborar un discurso reflexivo, formalizando la elección inicial a través de la intervención justificativa de la razón. El gusto se perfila de este modo –entre el sentimiento y la razón– como valor autónomo, dominando tanto la vivencia estética como la actividad crítica.
Pero además –en la medida en que se toman como expresiones sinónimas gusto y buen gusto–, en la segunda mitad del siglo XVII se establece un marcado imperialismo del gusto, ya que le bon goût se institucionaliza socialmente como valor universal: es la marca de un refinamiento adquirido y, como tal, el rasgo distintivo de una determinada pertenencia social. En el fondo –y esto es importante–, la sociedad del XVII concibe la noción del gusto no tanto vinculada al gusto del individuo como al gusto de una colectividad (les honnêtes gens). Ya hemos indicado que el pensamiento clasicista francés postula un estrecho acuerdo entre las funciones estéticas y las funciones sociales. Así, el gusto sirve de vehículo a una determinada ideología aristocrática, claramente instaurada, respaldando las tendencias estéticas dominantes, que a su vez ayuda así a normalizar.
Ese carácter plenamente mixto, que desde un principio se postula del gusto –entre sentimiento y juicio–, facilita y explica, además, que el gusto sea inseparable del medio sociohistórico en el que se manifiesta. E históricamente hay que reconocer que el «buen gusto», establecido en el clasicismo, expresa una determinada conciencia de clase, identificada con la Cour et la Ville. Es tanto, pues, un fenómeno estético y crítico como un fenómeno claramente social, lo cual, ciertamente, hace mucho más compleja su elucidación.
Si, por un lado, el gusto –vinculado a la sensibilidad, al agrément– implica una especie de aptitud natural, por otro, en cuanto «buen gusto» –reglado por la bienséance, por la costumbre– exige una iniciación, un aprendizaje, desarrollado por la experiencia del trato con la sociedad polie et mondaine, y por la reflexión y observación de bons modèles.
Piénsese que el gusto ocupa siempre su lugar en el marco de un amplio proceso de aculturación, y que puede asumir o bien un papel receptivo, de sedimentación acumulativa –como depósito y vehículo–, o bien un papel revulsivo, como una nueva toma de conciencia. Sin duda, en el contexto histórico que nos ocupa se potenció, singularmente, la primera de las opciones, aunque las latentes condiciones de posibilidad de la segunda no dejen tampoco de estar presentes.
En resumidas cuentas, el gusto se entiende, en tales coordenadas, como un sentimiento mayoritario que se