La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios
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Por ello, esta raison/bon sens que se deslizará prontamente hacia el ámbito de la crítica apelará constantemente a la superposición de distintos niveles, dada la tenue distancia existente entre lo estético y lo social. De nuevo, pues, la evidente proximidad del je ne sais quoi.
Y otro tanto cabe apuntar –respecto al campo semántico abierto– con relación a la noción de gusto que nos ocupa, nunca ajena tampoco, en la época, al bon sense. Criterio éste aplicado, de hecho, por los clásicos a lo bello. De ahí que dicha noción de bon sense imponga a la creación un cierto carácter convencional (reivindicando para sí la voz de la mayoría y del gusto común). Es decir, que al bon sense se vincula siempre un uso y una determinada conformidad a valores experimentados y conocidos, no ajenos a la bienséance. (Transformándose en una especie de mirada definitiva hacia lo institucional y lo académico).
En el fondo –reconozcámoslo claramente– el gusto funciona como un concepto que sirve de receptáculo y puente entre una perspectiva social y un sentimiento individual. No en vano, el conocido investigador René Bray ha subrayado que para los clásicos «el buen gusto no es sino el bon sense en su función crítica». De este modo, la función del gusto –ya lo hemos dicho– definía un ámbito de acción para el artista, para el público y para la crítica. Como un concepto normativo que era, asigna a la belleza un modelo fundado en la búsqueda de lo ajustado, en la aspiración al equilibrio, consagrando así el triunfo del racionalismo y de la civilidad.
A la aparición de la noción de gusto se le superpone, de inmediato, la de buen gusto, tomándolas como expresiones sinónimas. De ahí que el gusto no pueda reducirse a la sensación que lo provoca, ni identificarse sólo con una especie de instinto. Exige claramente además una facultad, capaz de dirigirlo y desarrollarlo, imponiéndole un orden de valores. Esquemáticamente dicho: el gusto consiste en un sentimiento educado por la razón. Una razón también predeterminada, cuya función consiste en explicitar y justificar el gusto-instinto, para elevarlo y transformarlo en instrumento crítico.
Se entenderá ahora mejor cómo tal proceso –este acento puesto sobre la razón en el seno de la propia formación del gusto– conduce históricamente a la vinculación del gusto con el juicio, de donde se derivarán ciertas consecuencias: a) tener gusto supone juzgar inmediata y acertadamente, sin tener que recurrir a explicaciones; b) tal juicio permite al sujeto captar directamente la naturaleza del objeto; c) es, pues, viable experimentar (sentir como por instinto) la belleza de las obras de arte sin atender a reglas.
Diríase, por tanto, que los clásicos estaban tan preocupados, e incluso más, por dilucidar el modus operandi del gusto que por perfilar, realmente, la esencia de su concepto. La articulación de sentimiento y razón era, sin duda, una clave definitiva. Por ello, a menudo, la razón se entiende como razón intuitiva y no como razón deductiva. El gusto, simultáneamente, se perfila como vía de experiencia estética y de acción crítica, es decir, como estrategia de reciprocidad entre fruición y juicio.
Pero justamente aquí se abre, de hecho, una fundamental dualidad, a la que ya nos hemos remitido, y que afecta directamente a los planteamientos de la crítica.
Si se acepta que el dominio de la fruición (del agrément) y de la belleza escapa a las facultades del entendimiento –dado que el punto de perfección de las obras no puede captarse sino a través de la directa, global e íntima relación existente entre una subjetividad (esprit de finesse, gusto) y una proyección ideal (presupuesto idealista de la estética clásica)–, se entenderá la diferencia con la crítica dogmática vigente en el propio clasicismo, que postula su tarea a partir de una poética explícita y a cuyos minuciosos parámetros y regulaciones es necesario constantemente referirse.
Tal dicotomía queda clara, por ejemplo, en una referencia que en su correspondencia Antoine Gombauld, Chevalier de Méré (Lettres, París, 1682), resalta:
Car je prends garde que ceux qui s’attachen fort aux règles n’ont que bien peu de gout et c’est pourtant le bon goût qui doit faire les bonnes règles pour tout ce qui regarde la bienséance.[7]
Diríase que –como concepto aristocrático y autonormativo– el buen gusto cuenta entre sus funciones con la de establecer los criterios de la bienséance y de l’agrément. Con lo cual, si dicho gusto refleja directa y espontáneamente los presupuestos de la sociedad polie, no se ciñe a reglas, sino que más bien reacciona contra ellas y contra la dominación de los eruditos. Al fin y al cabo, tal sociedad –la de les honnêtes gens– está menos ocupada en doctrinas que en la fruición inmediata (bienséance/agrément). Es así como las exigencias mundanas determinan más bien los criterios estéticos.
Otra cita de Méré puede dilucidar de nuevo tal asunto:
On voit beaucoup plus de bon esprit que de bon gout; et j’en connais qui savent tout et qu’on ne saurait pourtant mettre dans le sentiment de ce qui sied bien. J’en connais aussi dont le raisonnement ne s’étend pas loin et qui ne laissent pas de pénétrer subtilement la bienséance.[8]
Si por «esprit» tenemos en cuenta que el siglo XVII entiende, en general, la actividad intelectual (aunque más específicamente, en el contexto mundano, también reviste la acepción de «ingenio» –bel esprit– como facultad capaz de presentar relaciones originales y agradables entre las cosas), el texto de Méré evidencia el dualismo, tan característico, existente en el marco del pensamiento mundano entre la razón propiamente formal y el sentimiento del gusto.
Es decir, por un lado estarían los conocimientos adquiridos y el discurso lógico, y por otro, las facultades afectivas vinculadas a la intuición y al discernimiento inmediato (bon sense). Es así como el imperativo del gusto se transforma en instrumento de una especie de conocimiento superior, que escapa totalmente a las tareas de la razón lógica. Sólo la prioridad del gusto (esprit de finesse, delicatésse) es capaz de captar las múltiples variaciones y resonancias que anidan en el seno del arte y de la belleza.
De esta manera, la crítica mundana, dejando a un lado todo bagaje doctrinal y el peso de las reglas, se remite totalmente a las impresiones inmediatamente subjetivas, por lo que el objeto estético se hallará así intrínsecamente ligado al placer que comunica y las consideraciones doctrinales no intervendrán para modificar ese juicio inmediato.
En consecuencia, esta aproximación hedonista al arte diferirá radicalmente del dogmatismo de las reglas, de tendencia apriorística. Crítica mundana o impresionista versus crítica dogmática. Ésas son las dos caras de la moneda, que abrirán un largo camino en la historia. Y aunque la herencia horaciana era bien clara y conocida –De gustibus non disputandum est–, hay que reconocer que la sociedad de la época sí que discutió, y mucho, sobre el gusto. Un gusto –buen gusto– que, de alguna manera, catalizó asimismo los conceptos fundamentales de la estética clásica (toda vez que los valores que postula en su campo de acción eran «le clair, le juste et le raisonnable»), pero constituyéndose en concepto crítico autónomo.
El gusto se sitúa en el punto exacto en el que la sensibilidad particular asume una red de exigencias impuesta por el uso y la costumbre. Son algunas de las paradojas del gusto: individual y social, expresivo y normativo. Pero sin dejar de convertirse en vehículo de entente entre el artista/escritor y el público.
En el fondo, hay que reconocer que el gusto, así planteado, queda preso de la propia bienséance y del agrément, es decir, ligado a los prejuicios de la clase aristocrática que lo sostiene y circunscrito a toda una serie de circunstancias particulares. Su función no será la de abrir nuevos campos de exploración, sino la de corroborar un status quo, la de mantener la armonía de las relaciones existentes.