Viajes y viajeros, entre ficción y realidad. Autores Varios

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Viajes y viajeros, entre ficción y realidad - Autores Varios Oberta

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justo es advertir que de todas las formas de desplazamiento (turismo, peregrinación, vagancia, andanza, emigración, etc.) sólo una merece en sentido estricto el nombre de viaje: aquella que en las intenciones del vagante, andante o turista guarda un deseo de retorno al origen, al término ex quo. De lo contrario, se tratará de emigración, vagancia, Wanderschaft o nomadismo. Cuando el Geselle u oficial artesano del Medievo emprendía con su hatillo al hombro su Wanderschaft, intencionalmente excluía, si no el deseo, sí la posibilidad de regreso a la patria, ya que en las condiciones del gremio al que pertenecía (de zapateros, pañeros o toneleros) iba implícita la imposibilidad de establecerse allí donde le habían enseñado los principios y gajes de su arte y oficio. No era viaje el errar goliárdico del Archipoeta, que, en unión de una cohorte de parásitos poetastros, acompañaba a Barbarroja en sus hazañas bélicas y correrías políticas por Italia, sustentándose del agrado que sus Vagantenlieder (canciones goliárdicas que inspirarían los Carmina Burana) pudieran producir en la imperial benevolencia. Los goliardos o vagantes excluían la preocupación por el mañana, por la patria o por el retorno, y sólo contaban con el goce del presente y el aquí: «In taberna quando sumus non curamus quid sit humus», proclamaban como ideal de vida. En efecto, en la taberna no se preocupaban del polvo en el que se convertirían. Sólo el más inmediato presente, representado por los dados, el vino y las mujeres («Wein, Weib und Würfelspiel» era su lema), entraba en su horizonte. Tampoco era viaje la empresa del aventurero extremeño, llamárase Valdivia, Almagro o Pizarro, hechos a la aventura de la conquista en Nueva España o Nuevo León para encontrar una nueva patria, además gloria, poder..., y oro. No lo era el errar del ingenioso Hidalgo en busca de un ideal imposible. Viaje, por el contrario, es la «huida a Egipto» o el paso del Mar Rojo y los 40 esperanzados años por el desierto del Sinaí; viaje es el del tunante de Eichendorff (Aus dem Leben eines Taugenichts), que, a su regreso a la Viena de la Restauración, puede realizar el deseo del reencuentro con la amada; viaje es la emigración americana de los escritores alemanes (Mann, Brecht, Döblin) que, en medio de la terrible melée bélica e ideológica, ansían el retorno a las raíces propias, las de la ilustración alemana; viaje es la navegación errática por las costas mediterráneas del héroe de Ítaca, al que su mujer aguarda tejiendo y destejiendo los hilos de la espera-esperanza. Il ritorno d’Ulise in patria: he ahí el viaje antonomásico, el de quien, tras la partida, forzada o de grado, ansía el regreso, el reencuentro con la esposa, la paz del hogar, el baño reparador que libera de los polvos del camino.

      Las actitudes viajeras: el yo frente a la alteridad o «turismo» y «viaje»

      En todo caso, cualquiera de estas modalidades de la movilidad puede producir un doble posicionamiento ante la alteridad: el que la utiliza como afirmación de lo propio y el que la contrasta para enriquecerse con lo ajeno o extraño. Estos dos posicionamientos se manifiestan de manera antonomásica en el turista y en el viajero: el viaje de iniciación, el de antaño, y el viaje de descanso, el turismo. Los viajes de Mozart por las cortes europeas eran parte integrante de la formación o de la propia manera de ser. Frente a esto, los chaplinianos tiempos modernos han inventado el turismo, ese desplazamiento en allegro vivace que evita siempre el meditativo andante. En él, ante el choque de lo extraño, se activa un mecanismo de defensa que utiliza lo ajeno para confirmar lo propio, sin enriquecerlo. Hace ya unos años una pareja de ingeniosos franceses escribía acerca de la multinacional del tópico cuyo operario es el turista:

      el turista cuando se predispone a serlo entra en el engranaje de una industria... El público-público, turista o no, el consumidor del tópico tableta, pertenece a esa inmensa mayoría que abandona la escolaridad a los catorce años y queda bajo la educación permanente de las mass media (Plumyene y Lasierra, 1973).

      Inmersos en esa cultura del viaje masivo, se nos dan recetas-tableta para consumir en destino. Serían infinitos los ejemplos que podríamos aducir de ese imperio del tópico que se activa en esa situación de turismo de masas. En el viaje turístico, concebido como placer, el turista no da, exige sin cesión de nada, ni siquiera de la propia comodidad. El turista se percata de que la renuncia a la propia ignorancia es incómoda. Paga dinero para seguir donde estaba: instalado en el prejuicio, retornando con la maleta desbordada de souvenirs, que no de recuerdos, y con la reflexión inactiva a causa del embotamiento intelectual que le producen las comodidades caseras y las vivencias postizas que exige en destino.

      La segunda actitud es consciente de que los valores que se le dan en el viaje –la percepción de lo extraño: los colores de la vestimenta, las facciones marcadas de los rostros, la belleza peregrina de la feminidad, las costumbres culinarias, las lenguas no entendidas– no son mercables sino a costa de esfuerzo e incomodidad: la que resulta de no encontrar lo propio en lo extraño, lo de origen en destino. No es sólo la renuncia a la comodidad, a la gastronomía acostumbrada, al cabezal muelle que acoge familiarmente el sueño, sino la renuncia a lo preconcebido, al prejuicio o al tópico –pedestal al que ascendemos nuestra personalidad–, como moneda de cambio para, en esa experiencia de lo extraño, poder sobrevivir. En el viaje entendido como formación, el tópico se destruye y de él se vuelve neófito de una nueva humanidad, más igualitaria, más solidaria.

      La ética del viaje: entre parcialidad, casualidad y generalización

      A pesar de sus saludables efectos culturales, inherente al viaje es un deseo estereotipador de las imágenes adquiridas y una voluntad narrativa. El viajero debe estar vigilante para no dejarse deslizar por la pendiente de la facilidad, de la generalización, del prejuicio. Cualquier circunstancia fortuita le desplaza hacia la verdad estereotipada, que, por serlo, será menos verdad. Y a este respecto, la casualidad y la parcialidad son vicios «vitandos» del viaje y su relato. El «viaje», frente a la «estancia», se reduce y limita a un breve lapso y a una región que, sin embargo, sirven de base de generalización, de extrapolación a conjuntos más amplios de espacio y tiempo. La imaginación del viajero y su deseo de encontrar un público para el relato amplían y adornan lo percibido. Por eso el viaje exige también su ética: la de la duración, la extensión y/o la repetición. Y su relato, objetividad. Quien pretenda realizar el viaje como fuente de vivencia culturalmente válida y como fuente documental de su visión del mundo, si no quiere ser injusto, debe repetir, ampliar, practicar la «excursión facultativa».

      De esas deficiencias estructurales del viaje –precipitación, parcialidad, casualidad, vis narrativa– derivan muchas de la sombras de la «odepórica»: los tópicos, los clichés y estereotipos que, a lo largo de la historia de la común convivencia, provincias, regiones y pueblos se han dedicado mutuamente con fines de defensa –en el desgraciado supuesto de que el ataque es la mejor defensa– y que se han referido a los más diversos aspectos de la vida, tales como la cocina, la higiene, el urbanismo, el sexo, la manera de conducir... Un breve muestrario de prejuicios que hombres ilustres de nuestra cultura han mostrado por sus vecinos pone de manifiesto la manera tópica que el viajero tiene de percibir la realidad de lo extranjero: los suizos, según Heine, tendrían una manera mezquina de considerar la sociedad, «tan estrecha como sus valles». De España, este poeta alemán, de viaje por los Pirineos franceses pero sin haber pisado nuestro país, hablaba incluso de manera más despectiva. El mejor calificativo que nos dedicaba era el de comegarbanzos. Según Lutero, el aire, el agua y el vino italianos eran tan letales que exigían la intervención divina para salir con vida de Italia. Para Shelley, los italianos tenían «el aspecto de una tribu de esclavos estúpidos, sin ninguna chispa de inteligencia en los ojos». Para un anónimo inglés del siglo pasado, las francesas eran dechado... de suciedad íntima, opinión de las francesas por lo demás compartida por muchos españoles: «por debajo, las señoras son de una suciedad repulsiva... desbordan grasa y están tan amarillas como el azafrán».

      L. Daudet ponía en entredicho el pensamiento alemán, más en concreto el de Kant, que resultaría tan temible como los cañones Krupp para cualquier francés que reflexionase. Para Claudel, la cocina inglesa, y en eso hay que darle la razón, no empleaba condimentos, sino anestésicos. Aquí el prejuicio se había convertido en verdad de perogrullo. Un francés contemporáneo, J. F. Revel, tiene en tan alta consideración la condición sexual de los

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