Viajes y viajeros, entre ficción y realidad. Autores Varios

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Viajes y viajeros, entre ficción y realidad - Autores Varios Oberta

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recepción y contraste

      Si tuviéramos que reducir a un común denominador todo este abanico de impresiones «españolas» que los viajeros alemanes han fijado por escrito, nos veríamos obligados a proponer, primero, el predominio de la negatividad y, después, el carácter contradictorio. Lo primero queda demostrado en lo arriba expuesto. De lo segundo, sólo un ejemplo: si la vida nocturna de Madrid le parece a Johann Klein inexistente (esto en una época en la que en el Teatro Apolo se hacía hasta una cuarta representación a la una de la noche), Nordau dedicaba un capítulo en su relato a «las noches de Madrid», en el que consideraba la capital del reino como la más crapulosa ciudad europea del momento o, al menos, la más insomne:

      Las tertulias, como aquí se llama en los círculos más elevados a las reuniones sin objeto determinado, se celebran por lo regular entre la media noche y el alba. El tiempo que en otras partes se consagra al mitológico Morfeo, se emplea en Madrid en amigable conversación (...). Pero, ¿cuándo duermen los madrileños? ¿O es que no duermen nunca? En todo caso no duermen por la noche (Nordau, s. f.: 126).

      Frente a estas actitudes mayormente hostiles del viajero alemán, producto más de la actitud turística con la que había emprendido el viaje español, el viajero nacional por Alemania se ha expresado de manera bastante laudatoria con relación a este país. S. Fajardo, plenipotenciario español en la Paz de Westfalia; Juan Valera, embajador en Viena, o los becarios o estudiantes Sanz del Río, Castillejo u Ortega son ejemplo de la admiración del viajero español por Alemania. Las cartas de Castillejo, estudiante de la Institución Libre de Enseñanza, pueden servir de tónica de esta admiración que producía en nuestros compatriotas la civilización alemana:

      Yo no me canso de andar por estas calles y jardines. ¡Qué limpieza, qué orden, qué ventilación! ¡Ni un mal olor, ni una basura, ni un atropello, ni una voz destemplada! (...) La circulación se hace con una regularidad pasmosa. En cada bocacalle hay un municipal, en el centro de la calle, cuadrado y rígido, con su casco negro de acero. Aquel es el jefe a cuya más pequeña señal todo el mundo obedece (Castillejo, 1997: 147).

      Solo el gastrónomo Camba, en sus orígenes anarquista despistado, se atrevió a sacar punta a sus vivencias alemanas que, en su odepórica ficticia (recuérdense las gracias y desgracias de una peseta por Europa), se convertían en caricaturas.

      ¿Cabe decir que estas actitudes o estereotipos negativos, imprecisos y exagerados son específicamente alemanes? En absoluto. También los tuvieron los viajeros franceses o ingleses. En ellos están las reacciones propias del viajero genérico que, en destino, experimenta lo que podíamos llamar un «hiato diastrático», un desnivel cultural y social ante el público o las gentes que encuentra en el país de destino. En el París donde vive cuando sale para España, el elegante y aristócrata Humboldt frecuenta unos círculos sociales que en España tiene que buscar. Mientras los encuentra (en la Corte, en Sevilla, etc.), se topa con el hombre de la calle, de inferior categoría social y de distinto nivel cultural, que le produce extrañeza o incomodidad. Llegado a Burgos o a La Granja, tiene que hospedarse con las limitaciones que entonces imponía, también a los alemanes en su país, el estado deficiente de las posadas. Ese salto hacia abajo que se experimenta en el viaje produce una actitud defensiva que se traduce en un contrastivismo inexacto: el cómodo Zuhause original frente al, siempre incómodo, Unterwegs del viaje. En ningún caso una posada tendrá las comodidades de un hogar bien surtido. Con carácter de síntesis habría que decir que, si bien en la percepción alemana la cultura española consiguió una imagen entre dos luces, nuestra civilización recibió las más severas diatribas. Sin embargo, el factor diacrónico ha ido corrigiendo la óptica. Resulta extraño que las impresiones de los corresponsales extranjeros en España, recogidas recientemente en un interesante volumen (Herzog, 2006), reivindiquen el carácter «racial» de nuestras costumbres. Una corresponsal japonesa, con la sabiduría del oriental, apelaba a nuestra sensatez: «España ha cambiado mucho en los últimos años: la gente lo llama progreso, pero la España de la que me enamoré está desapareciendo. ¡Ay, España, no cambies tan deprisa!» (Herzog, 2006: 178). Quizá sea la España anclada en el pasado, tal vez en lo perenne, aquella que no busca el actual turista alemán. De ahí las críticas que le merece. Quizá España se le resiste porque hay algo más que costumbrismo. A pesar de la pérdida de identidad que la globalización implica, tal vez quede algo de aquello que el mencionado Bertrand afirmaba: «España no es sólo un paisaje de tarjeta postal, sino un amplio mundo de ideas, el suelo fructífero de una nueva configuración de la vida» (Bertrand, 1939: 5).

      ¿Qué valor tiene toda esta odepórica? ¿Qué función pueden tener esos relatos de viaje hoy en día, cuando los contactos entre los países se han intensificado hasta extremos insospechados hace años? La lectura y el estudio de esta odepórica son enormemente útiles, tanto para los lectores en lengua original como para los que son objeto de la misma. Los unos pueden ver reflejados en sus páginas unos hábitos de pensamiento, Denkmodelle, que perturban la percepción de la realidad o, lo que es peor, la convivencia de nuestros pueblos. Los otros, es decir, nosotros, viendo cómo nos vieron, quizá podamos conocer mejor nuestro natural, sus vicios y virtudes, para así potenciar las últimas y evitar los primeros. Hace ya casi un siglo, un viajero francés

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