Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean
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Algo tenía que salirle bien aquella noche. Con un poco de suerte, dispondría de unos segundos antes de que los aristócratas bajaran la escalera.
Juliana respiró hondo cuando el coche de caballos empezó a detenerse. Se incorporó…, alargó la mano hacia la manija…, lista para salir corriendo.
Antes de que pudiera bajar, sin embargo, se abrió la otra puerta del carruaje, que dejó entrar una violenta ráfaga de aire. Sus ojos se posaron en el corpulento hombre que se encontraba de pie frente a la puerta del coche.
Oh, no.
Aunque las farolas exteriores de Ralston House quedaban a su espalda y dejaban su rostro sumido en la penumbra, el modo en que la luz cálida y amarilla le iluminaba la mata de rizos dorados, convirtiéndolo en un ángel oscuro expulsado del paraíso que se hubiera negado a devolver su halo, resultaba inconfundible.
Juliana notó un cambio sutil en él, una tensión casi imperceptible en sus amplios hombros, y supo que la había descubierto. También comprendió que debería sentirse agradecida por su discreción cuando el hombre atrajo la portezuela hacia él, eliminando la posibilidad de que otros la vieran. No obstante, en cuanto subió ágilmente al carruaje sin la ayuda del estribo ni de un sirviente, la gratitud de ella se transformó rápidamente en otro sentimiento.
Un sentimiento que se parecía mucho más al pánico.
Juliana tragó saliva mientras en su mente había lugar para un solo pensamiento.
Debería haberse arriesgado y haberse enfrentado a Grabeham.
Porque no había nadie en el mundo con quien deseara menos encontrarse cara a cara en aquel preciso momento que con el insufrible e impertérrito duque de Leighton.
No cabía duda de que el universo conspiraba en su contra.
La portezuela se cerró con un suave chasquido, dejándolos solos.
La desesperación hizo acto de presencia y la impulsó a ponerse en movimiento. Se abalanzó sobre la puerta más cercana y manipuló la manija con los dedos, deseosa de abandonar el carruaje.
—Yo que usted no lo haría.
Aquellas palabras frías y serenas cortaron la oscuridad como un estilete.
Hubo un tiempo en que no había sido tan distante con ella.
Antes de que Juliana se prometiera a sí misma no volver a dirigirle la palabra.
Respiró hondo para recuperar la calma, decidida a negarle el control de la situación.
—Aunque agradezco su consejo, excelencia, me perdonará si no lo sigo.
Ignorando el escozor en la palma de la mano por la presión de la madera, agarró la manija y cambió de postura para abrir la portezuela. El duque se movió a la velocidad de un rayo, cubriendo con su cuerpo la anchura del carruaje y manteniendo la puerta cerrada sin apenas esfuerzo.
—No era un consejo.
Dicho esto, golpeó el techo del carruaje dos veces, con firmeza y sin vacilación. El vehículo se puso en movimiento al instante, como si lo condujera la mera voluntad del duque, y Juliana maldijo a todos los obedientes cocheros mientras caía hacia atrás y su pie quedaba atrapado en la falda de su vestido, rasgándolo todavía más. Hizo una mueca ante el ruido del desgarro, mucho más escandaloso debido al silencio reinante, y recorrió con añoranza la hermosa tela con la sucia palma de su mano.
—Se me ha roto el vestido. —Se regocijó ante la insinuación de que el duque era el responsable del desaguisado. No había necesidad de hacerle saber que el vestido ya estaba roto mucho antes de que se colara en su carruaje.
—Sí. Bueno, se me ocurren unas cuantas formas con las que podría haber evitado semejante tragedia. —Sus palabras no dejaban el más mínimo resquicio al remordimiento.
—No tenía demasiadas opciones. —Y de inmediato se arrepintió de su comentario.
Especialmente dirigido a él.
El duque acercó la cabeza justo en el momento en que una farola proyectaba un haz de luz plateada a través del ventanuco del carruaje; en su rostro se reflejó un alivio contenido. Juliana intentó hacer caso omiso a su proximidad. Trató de no fijarse en cómo cada centímetro de su cuerpo presentaba la marca de su excelente educación, de su legado aristocrático: la larga y recta nariz patricia, su perfecta mandíbula cuadrada, los altos pómulos que deberían darle un aspecto femenino pero que solo conseguían que resultara más atractivo.
Juliana emitió un pequeño resoplido de indignación. El duque tenía unos pómulos ridículos.
Jamás había conocido a alguien tan atractivo.
—Sí —dijo él arrastrando las palabras—, entiendo que le resulte difícil estar a la altura de su reputación.
La luz desapareció, reemplazada por el aguijonazo de sus palabras.
Y jamás había conocido a alguien tan aborrecible.
Agradecida por la oscuridad de su rincón del carruaje, Juliana retrocedió ante la insinuación de él. Estaba acostumbrada a los insultos, a los ignorantes rumores que acompañaban al hecho de ser la hija de un comerciante italiano y una marquesa inglesa venida a menos que abandonó a su marido e hijos… y que renunció a la élite londinense.
Eso último era la única decisión de su madre por la que Juliana sentía cierta admiración.
A ella le hubiera gustado decir a todos dónde podían meterse sus reglas aristocráticas.
Empezando por el duque de Leighton, el peor de su calaña.
Aunque al principio no lo hubiera sido.
Juliana desechó ese pensamiento.
—Le ruego que detenga el carruaje y me deje bajar.
—Supongo que las cosas no van como había planeado, ¿no es así?
Juliana se detuvo.
—¿Como había… planeado?
—Venga, señorita Fiori. ¿Cree que no sé qué pretendía con su jueguecito? Descubierta en mi carruaje vacío, el lugar ideal para un encuentro clandestino, al pie de las escaleras de la casa ancestral de su hermano, durante uno de los eventos más concurridos de las últimas semanas.
Juliana puso los ojos como platos.
—¿Cree que pretendo…?
—No. Sé que pretende llevarme al altar. Y su pequeña confabulación, que su hermano supongo que ignora, dada su absoluta simpleza, podría haber funcionado con otro hombre de menor valía y título. Pero le aseguro que no funcionará conmigo. Soy un duque. Si nos enfrentáramos en un combate de reputaciones, me alzaría fácilmente con la victoria. De hecho, si en estos