Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean
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Juliana había elegido bien las palabras para tratar de descolocarlo.
No lo consiguió.
El duque la recorrió de arriba abajo con una mirada fría y pausada. Se detuvo especialmente en su rostro y sus brazos, cubiertos de arañazos, y en su vestido, rasgado por varias partes y manchado de tierra y de la sangre de sus manos, en carne viva.
Cuando la comisura de sus labios se torció en un gesto provocado seguramente por la repugnancia, Juliana no pudo evitar decir:
—Una vez más demuestro no ser digna de su presencia, ¿no es así?
Juliana se mordió la lengua y deseó haber guardado silencio. El duque la miró a los ojos.
—Yo no he dicho eso.
—No ha sido necesario.
El duque se bebió el whisky de un trago justo antes de que alguien llamara tímidamente a la puerta medio abierta de la habitación. Sin apartar su mirada de ella, espetó:
—¿Qué ocurre?
—Traigo lo que me ha pedido, su excelencia. —Un criado avanzó por la habitación arrastrando los pies y cargando con una bandeja en la que apenas cabían un cuenco, vendajes y varios botecitos. La dejó en una mesita baja.
—Eso es todo.
El criado hizo una pulcra inclinación de cabeza y abandonó la sala al tiempo que Leighton se acercaba a la bandeja. El duque cogió un paño de lino y sumergió uno de sus extremos en el cuenco.
—No le ha dado las gracias.
Leighton la miró con semblante de sorpresa.
—Los acontecimientos de esta noche han hecho mella en mi estado de ánimo.
Juliana se tensó ante su tono de voz y la acusación implícita de sus palabras.
Bueno. Ella también podía ser testaruda.
—A pesar de todo, le ha servido. —Hizo una pausa dramática—. Negarle el agradecimiento lo convierte en un glotón.
El duque tardó unos segundos en interpretar el significado de sus palabras.
—En un grosero.
Juliana agitó una mano.
—Lo que sea. Un hombre distinto le hubiera dado las gracias.
Leighton se acercó a ella.
—¿No querrá decir un hombre mejor?
Juliana abrió los ojos en un gesto de fingida inocencia.
—Jamás. Usted es un duque, después de todo. Estoy segura de que no hay nadie mejor que usted.
Sus palabras dieron en el blanco. Y, después de todo lo que le había dicho a ella en el carruaje, se las tenía bien merecidas.
—Una mujer distinta se daría cuenta de que está en deuda conmigo y mediría un poco más sus palabras.
—¿No querrá decir una mujer mejor?
Leighton no respondió. Se limitó a sentarse frente a ella y a alargar una mano con la palma hacia arriba.
—Deme su mano.
Juliana se llevó ambas manos al pecho, recelosa.
—¿Por qué?
—Las tiene magulladas y manchadas de sangre. Déjeme que se las limpie.
No quería que la tocara. No confiaba en sí misma.
—No hace falta.
Leighton dejó escapar un suspiro grave, frustrado, y el sonido le provocó a ella un escalofrío.
—Es cierto lo que dicen acerca de los italianos.
Juliana se tensó ante sus palabras, que prometían un insulto.
—¿Que somos superiores en todos los sentidos?
—Que les resulta imposible admitir la derrota.
—Un rasgo que le resultó muy útil a Julio César.
—¿Y qué tal le va al Imperio romano hoy en día?
El tono casual y arrogante del duque hizo que tuviera ganas de gritar. De insultarlo. Y además en su propia lengua.
Era un hombre imposible.
Se miraron durante un buen rato; ninguno de los dos deseaba ceder, hasta que el duque dijo:
—Su hermano llegará en cualquier momento, señorita Fiori. Y ya se pondrá suficientemente furioso sin necesidad de ver sus manos ensangrentadas.
Juliana entrecerró los ojos y se fijó en las manos del duque: anchas y largas, rezumaban fuerza. Tenía razón, por supuesto. Juliana no tuvo más remedio que ceder.
—Le va a doler. —Sus palabras fueron la única advertencia antes de que le recorriera suavemente la palma de la mano con el pulgar, examinando la maltrecha piel, ahora con una costra de sangre seca.
Juliana cogió aire ante el roce de su piel.
Leighton alzó la cabeza al oír el sonido.
—Disculpe.
Juliana no respondió, sino que fingió comprobar el estado de su otra mano.
No iba a permitir que el duque supiera que no era el dolor lo que la había obligado a coger aire.
Por supuesto, era algo que esperaba: la innegable e inoportuna reacción que amenazaba con dominarla cada vez que lo veía. La súbita tensión cada vez que él se le acercaba.
Pura aversión. Estaba segura.
Se negaba a considerar cualquier otra posibilidad.
En un intento por realizar una fría evaluación de la situación, Juliana bajó la vista y se fijó en las manos del duque, casi entrelazadas con las suyas. La temperatura de la habitación aumentó súbitamente. Leighton tenía unas manos enormes, y Juliana se quedó maravillada ante sus dedos, largos y con las uñas perfectamente arregladas, cubiertos por un fino vello dorado.
El duque exploró con un dedo el feo cardenal que le había aparecido en la muñeca, con suavidad, y cuando ella levantó la cabeza, vio que tenía la vista clavada en la piel purpúrea.
—Ahora va a decirme quién le hizo esto.
Sus palabras estaban teñidas de una fría seguridad, como si esperara que Juliana accediera a su petición para que él, a su vez, pudiera hacerse cargo de la situación. Pero Juliana no iba a dejarse engañar tan fácilmente. Aquel hombre no era ningún caballero. Era un dragón. Un líder.