Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean
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De entre todos los arrogantes y pomposos…
Juliana notó cómo se acumulaba la rabia en su interior y apretó los dientes con fuerza.
—De haber sabido que este era su vehículo, lo habría evitado a toda costa.
—Entonces resulta todavía más sorprendente que no viera el gran sello ducal grabado en la puerta.
Aquel hombre era exasperante.
—Sí, es realmente sorprendente, ¡porque no me cabe duda de que el sello de su carruaje debe de rivalizar en tamaño con su engreimiento! Le aseguro, su excelencia —escupió el título honorífico como si fuera un insulto—, que si deseara encontrar marido iría tras alguien que tuviera algo más que ofrecer que un extravagante título y un exceso de vanidad. —Pese a ser consciente del temblor de su voz, fue incapaz de detener la perorata—. Está tan encantado con su título y su posición social que me sorprende que no lleve la palabra «duque» bordada con hilo de plata en todas sus capas. Por el modo en que se comporta, cualquiera pensaría que ha hecho algo más para ganarse el respeto de estos incautos ingleses que haber sido engendrado, azarosamente, en el momento adecuado y por el hombre adecuado. Quien, además, imagino que llevó a cabo la proeza exactamente del mismo modo en que lo hace el resto de los hombres: sin el menor refinamiento.
Cuando Juliana se detuvo, con el corazón martilleándole en los oídos, sus palabras quedaron suspendidas entre ambos; su eco pesado, en la oscuridad. Senza finezza. Hasta ese momento no comprendió que en algún punto de su perorata se había puesto a hablar en italiano.
Esperaba que el duque no la hubiera entendido.
Se produjo un largo silencio, un vacío abismal que amenazó su cordura. Y entonces el carruaje se detuvo. Permanecieron sentados un instante interminable, el duque inmóvil como una roca, ella preguntándose si se quedarían en el interior del vehículo para siempre, pero entonces Juliana oyó el sonido de la tela sobre el asiento. El duque abrió la puerta de par en par.
Juliana se asustó al oír su voz: profunda, oscura y más cercana de lo que imaginaba.
—Baje del carruaje.
Hablaba italiano. Perfectamente.
Juliana tragó saliva. Bien, no pensaba disculparse. Sobre todo después de las cosas terribles que le había dicho él. Si iba a echarla del carruaje, que así fuera. Volvería a casa caminando. Con orgullo.
Tal vez alguien le indicara la dirección en la que debía encaminarse. En cuanto hubo descendido del carruaje, se dio la vuelta, esperando ver cómo se cerraba la portezuela tras ella. Pero, en lugar de eso, vio cómo el duque la seguía, ignorando completamente su presencia y dirigiéndose hacia las escaleras del palacete más cercano. La puerta se abrió antes de que llegara al rellano.
Como si las puertas, al igual que todo lo demás, se inclinaran ante su voluntad.
Lo observó entrar en el profusamente iluminado vestíbulo, donde un enorme perro marrón corrió con torpeza para darle la bienvenida con euforia.
Adiós a la teoría según la cual los animales son capaces de presentir la maldad.
Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, y el duque se dio la vuelta en aquel mismo instante, como si le leyera los pensamientos. La luz volvía a iluminar sus angelicales rizos cuando dijo:
—Entre o márchese, señorita Fiori. Está agotando mi paciencia.
Juliana hizo ademán de contestar, pero el duque ya había desaparecido, de modo que se decidió por la opción menos problemática.
Lo siguió al interior de la casa.
Cuando la puerta se cerró a su espalda y el lacayo se apresuró a seguir los pasos de su señor adonde fuera que lacayos y señores solieran ir, Juliana se detuvo a contemplar el amplio vestíbulo de mármol y espejos dorados cuyo único propósito debía de ser conseguir que el espacio resultara aún más grande. Había media docena de puertas que conducían a otras tantas estancias, así como un largo y oscuro pasillo que se adentraba aún más en el palacete.
El perro se sentó al pie de la ancha escalera que daba a los pisos superiores de la casa. Bajo el silencioso escrutinio canino, Juliana fue súbita y embarazosamente consciente del hecho de que se encontraba en la morada de un hombre.
Sin escolta.
Con la salvedad de un perro.
Un animal que había demostrado ser bastante mediocre juzgando el carácter de las personas.
Callie no lo aprobaría. Su cuñada le había advertido específicamente que evitara situaciones como aquella, pues temía que los hombres pudieran aprovecharse de una joven italiana apenas familiarizada con la constricción británica.
—Le he enviado una misiva a Ralston para que venga a recogerla. Puede esperar en…
Juliana levantó la cabeza cuando el duque se interrumpió. Al mirarlo a los ojos, vio que estos estaban nublados con algo que, si no lo conociera, podría confundirse con preocupación.
Pero ella lo conocía bien.
—¿Qué pasa…? —preguntó ella mientras intentaba entender qué había provocado que el duque avanzara hacia ella a grandes zancadas.
—Dios mío. ¿Qué le ha sucedido? Alguien la ha atacado.
Juliana observó a Leighton mientras este servía dos dedos de whisky en un vaso de cristal y después se acercaba hasta donde ella se encontraba, sentada en una de las descomunales butacas de piel de su estudio. Cuando le ofreció la bebida, Juliana negó con la cabeza.
—No, gracias.
—Debería tomárselo. La ayudará a relajarse.
Juliana levantó la cabeza.
—No necesito calmarme, su excelencia.
El duque entrecerró los ojos y ella se negó a apartar la mirada del retrato de la nobleza inglesa que él representaba: alto y deslumbrante, de una belleza casi insoportable y una expresión de absoluta confianza, como si no lo hubieran desafiado en toda su vida.
Hasta aquel momento, por supuesto.
—¿Pretende negar que la han atacado?
Juliana encogió un hombro, pero no le respondió. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía contarle que no acabara volviéndose en su contra? El duque afirmaría, con su tono imperioso y arrogante, que si se hubiera comportado como una dama…, si hubiera cuidado mejor de su reputación…, si hubiera actuado más como una inglesa y menos como una italiana…, nada de todo aquello habría sucedido.
La trataría como lo había hecho el resto de la gente.
Como él mismo la había tratado en cuanto descubrió su auténtica identidad.
—¿Cambiaría