Luchas inmediatas. Gavin G. Smith
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Lo hemos llamado «corporativismo neoliberal». Hasta el momento, el corporativismo y el neoliberalismo se han comprendido como imágenes especulares uno del otro: uno sitúa la prioridad en la salud de todo el cuerpo social, el otro insiste en la salud del actor individual y niega la existencia de algo como la sociedad (como Margaret Thatcher señaló). Sin embargo, más recientemente, los investigadores han empezado a contradecir estas diferencias con términos tales como «el nuevo paternalismo» (Mead, 1997) y «autoritarismo liberal» (Dean, 1999, 2002), al menos en parte, para explicar el tema de las prácticas de gobierno de la Unión Europea, en general, y, más particularmente, de los estados donde se invoca algún tipo de «tercera vía». El corporativismo da una prioridad elevada al funcionamiento apropiado de la sociedad como un todo integrado y coherente. El conflicto interno al sistema es considerado una patología, como el suicidio o la delincuencia, que debe afrontarse reprogramando todo el conjunto considerado. Estos conjuntos se consideraban frecuentemente como sociedades nacionales, como en la Francia de Durkheim o en la Gran Bretaña de Marshall, pero no es necesario que lo sean.
Aunque tanto el corporativismo como el neoliberalismo se preocupan por la productividad global de la comunidad política en un mundo competitivo internacionalmente, difieren más concretamente por el hecho de que para el neoliberalismo este objetivo se alcanza trasladando una parte principal del gobierno al mercado y a otras instituciones de la llamada sociedad civil. Haciéndolo así, refunde en términos de «contratos» las interrelaciones funcionales de estas instituciones y lo que se espera normativamente de sus prácticas, desde los ayuntamientos a los hospitales, los juzgados, las universidades. Lejos de ser patologizado, en este caso, el conflicto es validado, sin embargo, solo en su variante darwiniana específica: la competición entre unidades –individuos, empresas y similares–. Por esta razón entre otras, la regulación, como insistió Polanyi (1957), siempre permanece como un aspecto que se ha de tratar; los neoliberales tienen tanto miedo de la anarquía como cualquiera. Así, la cuestión que se plantea tiene que ver con la relación entre orden y gestión –en resumen, gobierno– y ese elemento de la sociedad en el que ahora se confía por su productividad competitiva: la sociedad civil comercializada. La historia particular de la administración en la Europa continental (Holmes, 2000), si bien ha adoptado gran variedad de formas, ha respondido a esta cuestión con las diferentes versiones del corporativismo neoliberal.
En ese sentido, productividad y gobierno son los dos compañeros perpetuos de la modernidad. Y aunque los dos están tan unidos como las manos entrelazadas en la cordialidad o en la lucha, Marx tuvo mucho que decir sobre uno y Foucault sobre el otro. Aun reconociendo sus profundas diferencias, podemos comprender el corporativismo neoliberal cuando exploramos sus visiones complementarias de la productividad y el gobierno. Para exponer esta cuestión, establecemos una analogía entre la distinción de Marx entre plusvalía absoluta y relativa (y, por extensión, su distinción entre subsunción formal y real del trabajo al capital) y la distinción de Foucault entre gobierno monárquico y gobierno moderno. Esta analogía puede observarse haciendo hincapié en un rasgo esencial de la expropiación dentro del capitalismo y otro rasgo de la regulación en las sociedades modernas.
En cuanto a la primera, las inversiones en maquinaria mejor y las mejoras de los medios de organización del trabajo tienen como resultado una productividad global mayor. Esta dinámica particular fue denominada por Marx producción de plusvalía «relativa». Para Marx la emergencia de esta comprensión dinámica de los avances en la productividad fue en la historia real un camino tortuoso y difícil, porque el capitalismo a veces tomaba solo los elementos formales de estas relaciones y retrocedía a menudo hacia una forma menos dinámica que llamó producción de plusvalía «absoluta» (Capital, I: apéndice).
Si nos trasladamos al trabajo de Foucault sobre el gobierno, observamos algo bastante similar en su comprensión del paso de las viejas formas del poder monárquico al poder moderno, del poder absoluto al relativo, si mantenemos los términos de Marx. Como al inicio la noción de poder versa preeminentemente sobre la restricción, el «poder de la espada» fue sustituido por lo que podríamos llamar la potencia de la máquina, un poder productivo. De la plusvalía absoluta a la relativa, del poder monárquico al moderno, cada una de estas transformaciones tiene el efecto de conformar ideas bastante diferentes del mundo material y social (la fábrica y la sociedad), en primer lugar, y después de los sujetos sociales que se encontrarán allí.
Visto de esta manera, podríamos proponer que el equivalente de Marx al poder monárquico era la plusvalía absoluta, y en el apéndice al volumen I de El capital, él intentó estudiar los caminos desiguales por los que la plusvalía relativa y la absoluta se combinan de manera compleja en la vida real. Especialmente donde los capitalistas intentan aumentar las cantidades que pueden derivar como beneficios, pero no invierten en los medios técnicos para hacerlo, es probable encontrar un vasto conjunto de medios «extraeconómicos» para transformar el valor (trabajo) en beneficio. Y estos fueron precisamente los rasgos distintivos empleados en las relaciones y las prácticas sociales en la Vega Baja después de la Guerra Civil. A la vez, ello implicaba unas formas de regulación que afectaron a las familias, los amigos, los vecindarios y las comunidades y dieron como resultado, sería tentador argumentarlo, un tipo bastante específico de cultura local. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que hemos dicho, insistir en «la cultura» parece engañoso; son más importantes las relaciones prácticas de explotación favorecidas por tipos específicos e identificables de poder mediante los cuales se reguló la totalidad.
Quizá no sorprenda, pero si estamos hablando de procesos de producción y de las formas para su regulación, y nos vemos obligados a recurrir a relaciones de clase y ámbitos de poder, ¿por qué se debería prescindir de estos conceptos cuando hablamos de las mismas cosas –producción y regulación social– pero ahora en las nuevas economías regionales evocadas por especialistas atrapados en la telaraña del discurso corporativista neoliberal?
Consideremos primero el neoliberalismo. El ideal del neoliberalismo es el de un estado que cede el gobierno a las instituciones económicas y civiles (Dean, 2002). ¿Por qué deberían estas instituciones ser inmunes al mismo ideal, subcontratando también hasta que la responsabilidad termina en los sujetos sociales autocontrolados que se comportan de una manera adecuada a un proyecto social entendido en los términos productivistas que hemos descrito antes? Si el experto taylorista se centró fundamentalmente en la empresa, mientras su sucesor fordista colonizó áreas suburbanas más allá de ella, para el experto neoliberal los sujetos sociales son empresas. Los obreros poseen un tipo de capital –capital humano– y ellos o sus predecesores han invertido en ese capital y han producido fuerza física y destrezas, por supuesto, pero también amor, afecto, moralidad y demás (Burchell, 1993). Foucault nos invita a destacar que el resultado podría ser un giro bastante importante en la manera como se concibe y se ejerce el poder. Por ejemplo, nuestro nuevo experto que trabaja a favor de este tipo de sistema en busca de beneficio podría llegar a la idea de que cuanto más libres y sin trabas se sientan los obreros mientras trabajan –horario flexible, una gama amplia de lugares de trabajo, etcétera–, más podrán contribuir a la potencia global de esa sociedad moderna. Entonces el poder, lejos de tratarse de restricción y coacción, podría presentarse como basado en lo contrario. Como había apuntado Adam Smith doscientos cincuenta años antes, «los lugares más seguros no son necesariamente aquellos donde existe una mayor regulación de policía, sino aquellos en los que la gente común es independiente y trabaja en manufacturas... Así pues, se puede recomendar el trabajo industrial para ayudar a desarrollar una buena policía» (Dean, 2002: 51; véase también Hindess, 2001).
En este mundo social imaginado,