Un drama de caza. Anton Chejov

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Un drama de caza - Anton Chejov Clásicos

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pequeños barcos del viejo Mijail, nuestro pescador, quien poseía todos los derechos de pesca sobre el lago.

      (1) Ruego al lector que disculpe tales expresiones. La historia de Kachimev abunda en ellas y si no las omití fue sólo porque pensé que caracterizaban muy bien al autor de la novela. (A. Ch.)

      Vodka

      No iba yo en línea recta, ya que debía seguir un camino en círculo que rodeaba el lago. Sólo en barco se hubiese podido ir directamente. Quienes van por tierra tienen que hacer un enorme desvío de unas ocho verstas. Sin perder de vista el lago, veía todo mi camino: la blanca arena de la otra orilla, los huertos de cerezos en flor y, más allá aún, los techos del palomar del conde, lleno de palomas de múltiples colores, y, por encima de todo, el blanco campanario de la capilla condal.

      Durante el viaje no hacía sino pensar en mis extrañas relaciones con el conde. Me hubiera gustado analizarlas y poner orden en mis ideas, pero, por desgracia, un análisis de esa naturaleza estaba por encima de mis posibilidades. Por más que pensaba en el asunto no lograba entender mi situación y al final llegué a la conclusión de que yo era un mal juez, no sólo de mí mismo, sino también de la humanidad en general. La gente que nos conocía al conde y a mí explicaba de diferentes maneras nuestras relaciones. Los espíritus estrechos afirmaban que el ilustre conde encontraba en el “pobre y poco distinguido” juez de instrucción un compañero ideal de borracheras. Según su corto entendimiento, yo, el autor de estas líneas, me arrastraba a los pies de la mesa del conde en busca de los huesos y migajas que cayeran al suelo. En su opinión, el ilustre millonario, blanco tanto del escándalo como de la envidia del distrito de S..., era muy inteligente y liberal; de otra manera no podían comprender su condescendencia, que llegaba hasta la amistad con un magistrado indigente, y el genuino liberalismo que hacía que el conde tolerara mi tuteo. Otras personas, más inteligentes, se explicaban nuestra intimidad por nuestros comunes “intereses intelectuales”. El conde y yo éramos de la misma edad. Habíamos cursado estudios en la misma universidad. Ambos estudiamos derecho, materia en la que nuestros conocimientos son más bien escasos. Los míos son parcos; el conde ahogó en alcohol lo poco que alguna vez supo. Ambos somos orgullosos y, por razones que sólo nosotros conocemos, despreciamos el mundo como auténticos misántropos. Nos es indiferente la opinión del mundo, es decir, la del distrito de S... Somos inmorales y seguramente terminaremos mal. Esos eran los “intereses espirituales” que nos unían. Eso era todo lo que las personas que nos conocían podían decir de nuestras relaciones.

      Habrían hablado de otra manera si hubiesen sabido cuán débil, suave y sumisa es la naturaleza de mi amigo el conde, y cuán fuerte y dura la mía. Y habrían añadido más si hubieran estado enterados de lo mucho que ese hombre endeble me quería y lo mucho que a mí me disgustaba. Fue él quien primero me ofreció su amistad y yo fui el primero en hablarle de “tú”, ¡pero con qué diferencia de tono! En un momento de embriaguez amistosa me había abrazado y pedido tímidamente que aceptara ser su amigo. Yo, saturado de desprecio y repugnancia, le respondí:

      —¿No puedes dejar de decir estupideces?

      Y aceptó ese tuteo como una expresión de amistad y a partir de ese momento nunca dejó de tratarme con el más honesto y fraternal afecto.

      Sí, hubiera sido mejor y más decente volver grupas y retornar junto a Polikarp e lván Demianich.

      Más tarde lo pensé a menudo. ¡Cuántas desventuras podrían haberse evitado, cuántas desdichas no cargaría yo sobre mis hombros, cuánto bien se habría podido hacer a los vecinos si esa tarde hubiera tenido el valor de regresar, si mi Zorka, espantada, enloquecida, me hubiera alejado del lago! ¡Cuántos recuerdos dolorosos no me asaltarían ahora, forzándome en este momento a dejar la pluma y a oprimirme la frente! Pero no quiero anticiparme a los hechos. Más adelante, ya tendré ocasión de detenerme en cosas desgraciadas. Por ahora hablemos de cosas alegres.

      Mi Zorka me condujo hasta la puerta cochera de la propiedad. Al llegar tropezó y yo, perdiendo los estribos, estuve a punto de caer.

      —¡Mal presagio, señor! —me gritó un mujik que estaba parado junto a la puerta de las caballerizas.

      Yo creo que si un hombre se cae de un caballo puede desnucarse, pero no creo en supersticiones. Le di las riendas al mujik, sacudí con la fusta el polvo de mis botas y me dirigí rápidamente hacia la casa. Nadie salió a mi encuentro. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y, sin embargo, el aire era pesado en el interior y flotaba un olor extraño. Era una mezcla de olor a cuartos largamente cerrados y el aroma agradable, pero fuerte y narcotizador, de las plantas que habían sido transportadas recientemente del invernadero a los salones... En el salón principal, sobre uno de los divanes, cubierto de seda azul muy pálido, había dos almohadones arrugados y, sobre una mesa redonda, un vaso contenía unas cuantas gotas de un líquido que exhalaba un aroma semejante al del bálsamo de Riga. Todo ello denotaba que la casa estaba habitada, pero no encontré a un solo ser viviente en las once habitaciones que atravesé. La misma soledad que encontré a orillas del lago reinaba en el interior de la casa...

      Una puerta de cristal conducía al jardín desde el llamado “salón de los mosaicos”. La abrí con ruido y bajé por las escaleras de mármol al jardín. Había dado unos cuantos pasos cuando encontré en uno de los senderos a Nastasia, una anciana de cerca de noventa años, que había sido nodriza del conde. Esta vieja criatura pequeña y arrugada, olvidada por la muerte, calva y de ojos penetrantes, me hizo recordar que en la aldea la conocían con el nombre de “lechuza”. Cuando me vio se echó a temblar y casi derramó el vaso de leche que llevaba en las manos.

      —Buenos días, Lechuza —le dije.

      Me lanzó una mirada de reojo, y sin decir palabra siguió su camino. La tomé por un brazo.

      —¿De qué te asustas, tonta? Dime, ¿dónde está el conde?

      La anciana señaló su oído con un dedo.

      —¿Estás sorda? ¿Desde cuándo no oyes?

      A pesar de su provecta edad, la anciana oye y ve a la perfección, pero le resulta útil calumniar a sus sentidos. La amenacé con el índice y dejé que se marchara.

      Caminé unos pasos más y oí voces masculinas. En el lugar donde el sendero se ensanchaba en un terraplén rodeado de bancos de hierro, bajo la sombra de altas y blancas acacias, había una mesa en la que resplandecía el samovar. Un grupo estaba sentado alrededor de la mesa y mantenía una viva conversación. Me acerqué despacio y, escondido tras un macizo de lilas, busqué con la vista al conde.

      Mi amigo el conde Karnieiev tomaba el té sentado en una silla de caña de bambú llena de almohadones. Vestía una robe de chambre de ricos colores, la misma que le había visto dos años atrás, y estaba tocado con un sombrero de paja de Italia. Su rostro tenía una expresión concentrada y pesarosa, de manera que quien no lo conociera de antemano podría pensar que estaba aquejado por serias preocupaciones. El conde no había cambiado en absoluto desde la última vez que nos vimos, dos años atrás. Tenía el mismo cuerpo frágil y amojamado, los mismos hombros estrechos de tísico de los que sobresalía su pequeña cabeza pelirroja. Tenía la nariz roja como antes y las mejillas flácidas como harapos. En esa cara no había nada que denotara fuerza, carácter o virilidad... Todo era débil, apático y blandengue. La única cosa importante allí era su gran bigote caído. Alguien le había dicho que ese bigote le sentaba muy bien, lo había creído y todas las mañanas observaba cuánto había crecido sobre sus pálidos labios. Ese bigote le daba el aspecto de un gato bigotudo demasiado raquítico.

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