Un drama de caza. Anton Chejov
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—No lo sé, Excelencia..., yo no me ocupo de esas cosas...
—Hay, Excelencia —irrumpió por vez primera la voz del mujik tuerto—, algunas que valen la pena.
—¿Hermosas?
—Las hay de todos los tipos, Excelencia, para todos los gustos, las hay morenas, rubias, de todas las pelambres.
—Oh, espera, espera..., ahora me acuerdo de ti, mi antiguo Leoporello, una especie de secretario para ciertos menesteres. Te llamas Kuzma, ¿verdad?
—Sí, Excelencia.
—Ya me acuerdo, ya me acuerdo... Bueno, ¿qué tienes en vista? Campesinas, ¿no es cierto?
—Sí, siervas sobre todo, pero también hay algo más fino.
—¿Dónde has encontrado esas finuras? —preguntó Ilya, volviendo los ojos hacia Kuzma.
—En Pascua llegó la cuñada del cartero a quedarse en su casa... Nastasia Ivanovna... Una muchacha muy bien formada. Me hubiera gustado acercarme a ella, pero para eso se necesita dinero. Tiene mejillas como duraznos, y todo lo demás es de primera. Pero hay algo todavía mucho mejor, Excelencia. Podría decirse que lo ha estado esperando. Es joven, aterciopelada, sana. Ni siquiera en Petersburgo encontraría su Excelencia una belleza igual.
—¿Quién es?
—Olenka, la hija del guardabosque Skvorotsov.
La silla de Urbenin crujió bajo su peso. Con las manos
apoyadas en la mesa y el rostro purpúreo, el administrador se levantó despacio y miró al tuerto. Su cólera aumentaba por momentos.
—¡Muérdete la lengua, siervo! –gritó—. ¡Gusano tuerto! Di lo que quieras, pero no te atrevas a tocar a la gente respetable.
—No estoy hablando de usted, Piotr Iegorich –dijo Kuzma, imperturbable.
—¡No se trata de mí, imbécil! —continuó Urbenin, y luego dijo, dirigiéndose al conde—: Suplico a su Excelencia que le prohíba a su Leoporello, como lo ha llamado, ejercer sus actividades entre personas dignas de todo respeto.
—Yo no entiendo... —dijo el conde con toda ingenuidad—. No ha dicho nada que sea ofensivo.
Insultado y ofendido en extremo, Urbenin se alejó de la mesa. Con los brazos cruzados y los ojos bajos, escondió detrás de unas ramas su cara enrojecida. ¿Sospecharía que en un futuro próximo su sentido moral iba a sufrir injurias mil veces más atroces?
—No comprendo qué ha podido ofenderlo —murmuró el conde—. ¡Qué hombre más raro! No se ha dicho nada ofensivo.
Después de dos años de vida sobria, el vaso de vodka me mareó ligeramente. Una sensación de bienestar y de placer se insinuó en mi cerebro y en mi cuerpo. A la vez, sentía la brisa fresca que, poco a poco, reemplazaba al calor del día. Propuse que diéramos un paseo. Trajeron de la casa las chaquetas del conde y de su nuevo amigo el polaco y comenzamos a caminar. Urbenin nos seguía.
Pecados
Los jardines del conde son tan hermosos que merecen una descripción particular. Desde todo punto de vista son los más ricos y de mayor colorido que haya visto jamás. Además de los senderos ya mencionados, con sus verdes cúpulas, es posible encontrar en ellos una serie de exquisiteces y caprichos que los hacen placenteros. Se encuentra en ellos toda clase de frutas nacionales o extranjeras, comenzando por las cerezas silvestres y las ciruelas para terminar con albaricoques del tamaño de un huevo de oca. Hay toda clase de árboles frutales, hasta olivos, a cada paso. Hay grutas semidestruidas y cubiertas de musgo, fuentes, pequeños lagos llenos de peces dorados y de carpas, colinas, bosquecillos y costosos invernaderos... Todo este raro mundo de lujos fue construido por los abuelos y padres del conde; toda esa riqueza de rosales enormes, de poéticas grutas e interminables senderos y avenidas fue poco a poco abandonada e invadida por la maleza, destruida por el hacha de los ladrones y por los cuervos que han hecho sus nidos en las ramas de árboles exóticos. El legítimo propietario de este jardín caminaba a mi lado sin que un solo músculo de su rostro se moviera ante la vista de ese lamentable abandono, como si él no tuviera ninguna relación con aquellos jardines. Sólo en una ocasión, por decir algo, le comentó a Urbenin que sería bueno echar arena en los caminos. Advertía la ausencia de arena que no le hacía falta a nadie y, sin embargo, no reparaba en los árboles desnudos que se habían congelado en los duros inviernos anteriores, ni en las vacas que ramoneaban en medio del jardín. En respuesta a su comentario, Urbenin dijo que se necesitarían diez hombres para poner el jardín en orden y que como el señor no habitaba el lugar, le parecía que ese gasto sería un lujo innecesario. El conde, como era su costumbre, estuvo de acuerdo.
—Además, debo confesar que no tengo tiempo para ello —dijo Urbenin haciendo un movimiento con la mano—. Paso el verano en los campos y el invierno en la ciudad vendiendo el grano. ¡Aquí no hay tiempo para jardines!
La avenida principal del jardín, bordeada de altos tilos y de macizos de magnolias, terminaba a lo lejos en una mancha amarilla. Era un pabellón de piedra amarilla donde antes había un comedor, un billar, un juego de bolos y otros entretenimientos. Caminamos sin objeto alguno hacia aquella edificación. A la entrada nos recibió algo vivo que estremeció enormemente a mi nada valiente amigo.
—¡Una serpiente! —gritó el conde, asiéndome la mano y palideciendo—. ¡Mira!
El polaco retrocedió unos pasos y luego se quedó petrificado, agitando tan sólo los brazos como si espantara fantasmas. En una de las semidestruidas gradas de piedra había una víbora de una especie muy extendida en Rusia. Al vernos, levantó la cabeza e hizo un movimiento. El conde lanzó otro grito y se escondió detrás de mí.
—No tema, Excelencia —dijo Urbenin y colocó un pie en el primer escalón.
—¿Y si nos ataca?
—No nos atacará. Además, se ha exagerado mucho el peligro de la mordedura de estos bichos. En una ocasión me mordió una serpiente muy grande y, como usted puede ver, no me mató. El aguijón humano es mucho peor que el de las serpientes —moralizó Urbenin, exhalando un profundo suspiro.
En efecto, apenas el administrador llegó al tercer escalón, la serpiente se estiró y desapareció en una grieta entre las piedras. Cuando entramos al pabellón vimos otra criatura viviente. Tendido sobre una vieja mesa de billar estaba un viejecito con chaqueta azul, pantalones a rayas y una gorra de jockey. Dormía dulce y apaciblemente. Alrededor de su nariz y de su boca desdentada revoloteaban las moscas. Flaco como un esqueleto, con la boca abierta, totalmente inmóvil, parecía un cadáver que hubiera sido transportado a esa mesa para efectuarle la autopsia.
—¡Franz! —dijo Urbenin, sacudiéndolo por el codo—. ¡Franz!
A la quinta o sexta llamada, Franz cerró la boca, se lvantó, nos miró y se volvió a acostar. Al momento, su boca se abrió nuevamente y las moscas comenzaron a rondar sobre él para ser espantadas, sólo de cuando en cuando, por sus ronquidos.
—¡Se ha vuelto a dormir! ¡Es un cerdo depravado! —comentó Urbenin.
—¿No