Un drama de caza. Anton Chejov
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Mitka frotó con vigor algunos fósforos, hasta que uno prendió y pudo así encender dos velas que colocó cuidadosamente frente a nosotros, sobre la mesa.
—Nikolai Efimich está en cama, enfermo —dijo Urbenin—, y su hija ha salido seguramente a recoger a los niños. —Mitka, ¿están cerradas las puertas? —se oyó una voz
débil de tenor salir de la habitación vecina.
—Están todas cerradas, Nikolai Efimich —contestó Mitka con voz ronca, y corrió hacia la habitación de su padre.
—Muy bien. Ocúpate de que estén cerradas con llave —volvió a decir la misma débil voz—, firmemente cerradas. Si los ladrones quieren entrar, los recibiré a tiros.
—Así lo haré, Nikolai Efimich.
Todos nos echamos a reír y miramos a Urbenin con aire de interrogación. Éste se sonrojó y para ocultar su molestia se acercó a la ventana. Todos estábamos perplejos. Desde fuera llegó un rumor de pasos ágiles y rápidos, y se escuchó el ruido de los goznes de la puerta. La muchacha de rojo entró bruscamente. Cantaba con una voz de contralto, y al vernos se interrumpió con una sonrisa. Cohibida, tímida como un corderito, entró en la habitación desde donde nos había llegado la voz de su padre.
—Ella no esperaba verlos aquí —dijo Urbenin, riendo.
Unos minutos después, la muchacha reapareció en silencio, se sentó en la silla más próxima a la puerta y se puso a examinarnos. Nos miró con una insistencia que tenía algo de atrevimiento, como si no fuéramos personas, sino especímenes de un jardín zoológico. Por un instante también nosotros la miramos en silencio.
Estaba tan hermosa aquella tarde que yo me hubiera podido quedar mirándola un año entero. Su piel tenía una frescura de agua o de brisa, su garganta se agitaba suavemente, sus cabellos ondulados en la frente y en la nuca caían sobre la mano con que arreglaba el cuello de su vestido; sus grandes ojos brillaban. Y todo eso en un cuerpo brioso que yo aprecié de una sola mirada. La muchacha me observaba de la cabeza a los pies, con aire serio e interrogante, pero cuando su vista se dirigió al polaco no pudo contener una sonrisa de burla.
Fui el primero en romper el silencio.
—Me permito presentarme —le dije acercándome—. Me llamo Zinoviev. Permítame también que le presente a mi amigo, el conde Karnieiev. Le rogamos nos disculpe por habernos metido en su hermosa casa sin ser invitados. No lo hubiésemos hecho de no habernos obligado la tormenta...
—Nuestra casa no va a derrumbarse porque estén aquí —contestó, tendiéndome la mano.
Mostró su dentadura espléndida. Me senté en una silla a su lado, y le conté cómo la tormenta había interrumpido nuestra marcha. La conversación se inició con el tema del tiempo —el comienzo de los comienzos—. Mientras hablábamos, Mitka tuvo tiempo de ofrecer al conde dos vasos más de vodka, y mi amigo, creyendo que yo no lo miraba, hizo después de cada trago su mueca favorita.
—¿Quiere usted tomar algo? —me preguntó, y desapareció antes de que yo hubiese respondido.
Las primeras gotas de lluvia azotaron las ventanas. Me acerqué a la ventana y sólo pude ver el agua que resbalaba por el cristal y el reflejo de mi nariz. Un relámpago iluminó los pinos más cercanos.
—¿Están cerradas todas las puertas? Mitka, bandido, cierra las puertas. ¡Ay, Señor, qué desastre!
Una campesina de vientre enorme y cara estúpida entró en la sala. Saludó al conde en voz baja y extendió sobre la mesa un mantel blanco. Detrás de ella, Mitka llevaba algunos platos. En un minuto hubo en la mesa vodka, ron, queso y trozos de algún ave asada. El conde bebió un vaso de vodka sin poner atención en la comida.
El polaco olfateó el ave con cierta desconfianza y luego comenzó a devorarla.
—La lluvia ha comenzado, ¡mire! —le dijo a Olenka, que había vuelto a entrar.
Se acercó a la ventana y en ese preciso instante un resplandor azul iluminó nuestras caras. Un trueno retumbó estruendosamente y tuve la impresión de que algo enorme y pesado se había desprendido del cielo y rodaba por la tierra. Las lunas de los cristales y los vasos temblaron con ruido cristalino.
—¿No le asustan las tormentas? —le pregunté a Olenka.
Ladeó la cabeza sobre un hombro y me miró con aire de infantil confianza.
—Tengo miedo —murmuró, después de reflexionar durante un momento—. Mi madre murió durante una tormenta... Los periódicos escribieron sobre ella. Iba corriendo en medio del campo y lloraba; era muy desgraciada; su vida había sido muy amarga. Dios tuvo compasión de ella y la mató con su celestial electricidad.
—¿Cómo sabe usted que hay electricidad allá?
—Lo he aprendido... ¿Usted no lo sabe? La gente que muere por una tormenta o en la guerra, y las mujeres que fallecen al dar a luz, van todos al paraíso. Aunque no esté escrito en los libros, es la verdad. Mi madre está ahora en el paraíso. También yo pienso que un rayo me va a matar un día y que iré al paraíso... ¿Es usted un hombre culto?
—Sí.
—Entonces no se ría... Esta es la manera como me gustaría morir: vestirme con un traje elegante y costoso, como uno que le vi el otro día a la propietaria Sheffer, que es muy rica; ponerme pulseras en los brazos, subir hasta la cúspide de la tumba de piedra y dejar que me mate un rayo..., de modo que toda la gente pueda verme. Un enorme trueno, y nada más.
—¡Qué fantasía tan extraña! —dije sonriendo y mirando los ojos de la muchacha, llenos de horror sagrado ante la idea de una muerte violenta—. ¿Así que usted no quiere morir vestida de manera ordinaria?
—No —dijo Olenka con obstinación—. Además, me gustaría que todo el mundo me viera.
—Su vestido de hoy es mucho mejor que el más elegante y costoso de los vestidos. Y le queda maravillosamente. Parece usted una flor roja del bosque.
—No, no es verdad, un vestido barato no puede ser hermoso.
El conde se aproximó a la ventana con el propósito evidente de conversar con la bella Olenka. Mi amigo sabe hablar tres idiomas europeos, pero nunca sabe qué decirle a las mujeres. Torpemente, de pie cerca de nosotros, esbozó una sonrisa idiota y mugió:
—Hola, ¿qué tal? —luego retrocedió unos pasos y se fue a buscar la botella de vodka.
—Usted cantaba cuando entró algo así como “Amo la tormenta de comienzos de mayo” —le dije a Olenka—. ¿Hay música que acompañe a esas palabras?
—No —respondió con vivacidad—. Yo invento música para todos los versos que conozco.
Volví