Un drama de caza. Anton Chejov
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Un drama de caza - Anton Chejov страница 8
Al lado del tintero tengo su fotografía. Veo su rostro menudo en toda la vana majestuosidad de una hermosa mujer que ha caído hasta lo más bajo. Sus ojos lánguidos, pero orgullosos de su corrupción, están inmóviles. Es la serpiente, a cuya ponzoña se había referido Urbenin en términos un tanto exagerados.
Ella provocó la tempestad y la tempestad la arrancó de cuajo. Mucho recibió, pero lo pagó a un precio muy alto. ¡Que el lector le perdone sus pecados!
El bosque
Caminamos un rato a través del bosque.
El silencio comenzó a resultarnos monótono. Los pinos crecen todos de la misma manera, cada uno es igual a los otros, y en cada estación del año conservan el mismo aspecto, sin conocer el sentimiento de la muerte ni la renovación de la primavera. Sin embargo, su parsimonia tiene cierto atractivo, su inmovilidad y su silencio parecen expresar pensamientos tristes.
—¿No sería mejor que regresáramos? —propuso el conde.
La pregunta quedó sin respuesta. Al polaco parecía serle indiferente estar allí o no. Urbenin pareció considerar que su opinión no tenía ninguna importancia y yo estaba demasiado embelesado con la frescura y perfumes del bosque como para desear volver. De alguna manera teníamos que matar el tiempo hasta que llegara la noche. La idea de la noche salvaje que nos esperaba me enervaba deliciosamente. Me avergüenza confesarlo, pero ya estaba disfrutando el placer por anticipado. El conde miraba con impaciencia el reloj, pues una urgencia igual a la mía atormentaba sus sentidos. Sentíamos que en esos momentos nos comprendíamos el uno al otro.
Cerca de la casa del guardabosque, que se levantaba en un pequeño claro cuadrado del bosque, nos recibieron los ladridos furiosos de dos mastines de color amarillo rojizo, de raza para mí desconocida. Su agilidad y el lustre de su pelo los hacían parecerse a anguilas. Al reconocer a Urbenin saltaron alegremente a su alrededor, por lo que uno podía deducir que el administrador visitaba con frecuencia aquella casa. Cerca de allí encontramos a un mocetón descalzo con cara de asombro y llena de pecas. Nos miró durante un momento en silencio, con aire de sorpresa; luego, seguramente al haber reconocido al conde, lanzó una exclamación y salió corriendo en dirección a la casa.
—Sé por qué ha huido —dijo el conde, riendo—. Me acuerdo muy bien de él: es Mitka.
El conde no se equivocaba. Un minuto después, el muchacho volvió a aparecer trayendo una bandeja con un vaso de vodka y otro de agua.
—A vuestra salud, Excelencia —dijo sonriendo con toda la cara.
El conde bebió el vodka de un sorbo y se enjuagó la boca con el agua. En esa ocasión reprimió su mueca habitual.
A cien pasos de la casa había un banco de hierro tan viejo como los pinos... Nos sentamos y contemplamos la delicada belleza de ese crepúsculo de mayo... Los gritos de las cornejas y el canto de los ruiseñores nos llegaban de todas partes; eran los únicos sonidos que rompían aquel silencio perfecto.
El conde no sabe permanecer en silencio ni siquiera en las tardes de primavera en el bosque, en las que la voz humana es el ruido menos agradable que existe.
—No sé si quedarás satisfecho —me dijo—; he ordenado para la cena una sopa con ravioles y liebre. Para acompañar el vodka habrá esturión frío y lechón con ruibarbo.
Los pinos, como ofendidos por ese lenguaje, se agitaron y un sordo murmullo corrió por todo el bosque. Un viento fresco se levantó y jugueteó con las ramas de los árboles.
—¡Largo de aquí! ¡Largo! —gritaba Urbenin a los perros, que con sus juegos le impedían encender un cigarrillo—.
Tengo la impresión de que va a llover. Será muy bueno para el trigo.
“¿Qué te importa a ti el trigo —pensé yo—, si el conde se lo va a gastar todo en bebida? La lluvia no necesita preocuparse por sus cosechas.”
Un aire más vivo corrió por el bosque. Los pinos y la hierba intensificaron su murmullo.
—¡Volvamos!
Nos levantamos y caminamos indolentemente en dirección a la casita.
—Es mejor ser la rubia Olenka –le dije a Urbenin— y vivir aquí entre los animales y no ser juez de instrucción y tener que soportar a los hombres. Todo es aquí mucho más tranquilo, ¿no es así, Piotr Iegorich?
—Todo es lo mismo, Serguei Petrovich, cuando uno tiene en paz el alma.
—¿Y el alma de la preciosa Olenka estará en paz?
—Sólo Dios sabe los secretos del alma de los demás, pero me parece que ella no tiene ningún motivo para sentirse intranquila. Ha conocido muy pocas penas, y no tendrá más pecados que un niño. Es una muchacha buena... En fin, el cielo anuncia lluvia.
Se escuchó algo del otro lado del bosque, como en el rodar de un carro o el ruido de las bochas al caer juego. Un trueno retumbó detrás de los árboles. Mitka, quien no nos quitaba la vista, tembló y se santiguó apresuradamente.
—¡Una tormenta! —exclamó el conde empavorecido—. ¡Qué horrible sorpresa! La lluvia nos va a pescar en el camino. ¡Cómo ha oscurecido de pronto! Dije que deberíamos volver, pero tú te empeñaste en venir hasta aquí.
—Esperaremos en la casa a que pase la tormenta —propuse.
—¿Cómo en la casa? —dijo Urbenin, parpadeando extrañamente—. Lloverá toda la noche; no se podrán quedar aquí. Pero no se inquieten. Sigan su camino. Mitka irá a toda prisa por un coche para que los recoja.
—No se preocupe; tal vez no llueva toda la noche...
Las nubes de verano, por lo general, descargan muy rápido. A propósito, no conozco al nuevo guardabosques y me gustaría también conversar con Olenka, descubrir su temperamento.
—Yo no me opongo —dijo el conde.
—¡Cómo! ¿Quedarse? —balbuceó Urbenin en el colmo de la inquietud—. No hay necesidad de que se quede en este ambiente sofocante, Excelencia, cuando en su casa estará mucho mejor. No sé qué agrado puedan obtener... Además, no es el momento de conocer al guardabosques porque está enfermo.
Era evidente que Urbenin no quería de ningún modo que entráramos a la casa. Llegó hasta a extender los brazos como para impedirnos el paso. Comprendí por su cara que tenía razones para no desear que entrásemos. Tengo por norma respetar las razones y los secretos de los demás, pero en esa ocasión me picaba la curiosidad. Insistí, y al fin entramos en la casa.
—Pasen a la sala —dijo con un tartamudeo de placer el muchacho descalzo.
Imagínense la más pequeña “sala” posible, con los maderos sin pintar. Las paredes estaban adornadas con cromos de la revista Neva y con fotografías enmarcadas con caracoles y conchas. Había un documento enmarcado en que un barón agradecía no sé qué