Un drama de caza. Anton Chejov
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A una distancia respetuosa de la mesa se mantenía un hombre encorvado, de orejas muy separadas y nuca enrojecida. Era Urbenin, el administrador del conde. Para honrar la llegada del conde se había puesto una nueva chaqueta negra, que lo atormentaba. El sudor corría en torrentes por su rostro curtido. Cerca de él se hallaba el mujik que me había llevado la carta. Sólo entonces advertí que era tuerto. Parecía una estatua; tieso, como si se hubiera tragado una estaca, esperaba ser interrogado.
—¡Kuzma, merecerías ser azotado con tu propio látigo! —decía el mayordomo con su aterciopelada y grave voz de reproche, desgranando entre pausas cada una de sus palabras—. No es posible que las órdenes del amo se cumplan con tanto descuido. Debiste haberle pedido que viniera en seguida o al menos haberle preguntado cuándo lo haría.
—Sí, sí, sí —exclamó el conde nerviosamente—. Debiste haberte informado de todo. Te ha dicho que vendrá, pero eso no basta. Lo necesito en seguida. ¡En este mismo instante! Le pediste que viniera, pero él no te ha entendido.
—¿Por qué esa prisa? —preguntó el hombre obeso. —¡Necesito verlo!
—¡Sólo por eso! Por lo que a mí respecta, Alexei, preferiría que ese juez se quedara hoy en su casa. No me siento con ánimo de recibir visitas.
Quedé atónito. ¿Qué significaba ese tono autoritario y patronal?
—Pero si no se trata de un huésped —dijo mi amigo con tono suplicante—, no te impedirá descansar de tu viaje. Te ruego que no le trates con demasiada ceremonia... Te va a gustar tan pronto como lo veas. Sé que os vais a hacer amigos en seguida.
Salí de mi escondite tras el macizo de lilas y me dirigí hacia la mesa. El conde me reconoció y su cara se iluminó con una sonrisa de alegría.
—¡Pero si está aquí!, ¡está aquí! —gritó, rojo de placer, y levantándose de la mesa—. ¡Qué bien que hayas venido!
Corrió hacia mí, me estrechó en sus brazos y sus largos bigotes rozaron varias veces mis mejillas. Sus besos fueron seguidos de prolongados apretones de manos y profundas miradas a los ojos.
—¡Serguei! ¡No has cambiado nada! ¡Sigues siendo el mismo! ¡El mismo muchacho fuerte y hermoso! ¡Gracias por aceptar mi invitación y venir de inmediato!
Cuando me libré de las efusiones del conde, saludé al administrador, a quien conocía de tiempo atrás, y me senté a la mesa.
—¡Ay, palomito mío! —continuó el conde en tono excitado y ansioso—, ¡si supieras cuánto me reconforta ver tu cara jovial otra vez! Pero no os conocéis, ¿verdad? Permíteme presentarte a mi buen amigo Gaetan Kazimirovich Pchejotski. Y éste —continuó, dirigiéndose a su obeso acompañante— es mi amigo, mi viejo amigo, Serguei Petrovich Zinoviev. Nuestro juez de instrucción.
El hombre gordo, de cejas negras, apenas se incorporó y me tendió su enorme mano bañada en sudor.
—Mucho gusto —masculló, observándome de pies a cabeza—. Mucho gusto.
Terminadas las presentaciones, el conde me sirvió un vaso de té frío, rojizo, y me tendió una lata de bizcochos. —¡Pruébalos!... Al pasar por Moscú entré en la tienda de
Einam a comprarlos. No sabes lo enojado que estoy contigo, Seriosha. Quería pelearme contigo... No sólo no me has escrito una sola línea durante estos dos últimos años, sino que tampoco te has dignado contestar ninguna de mis cartas. Eso no es propio de un amigo.
—No sé escribir cartas —dije—. Por otra parte, no tengo tiempo para escribirlas. Además, ¿de qué iba yo a escribirte?
—¿Han sucedido pocas cosas?
—La verdad, ninguna. Yo sólo admito tres clases de cartas: las de amor, las de felicitación y las de negocios. Las primeras no podía escribírtelas ya que no eres una mujer y yo no estoy enamorado de ti; las segundas no las necesitas, y las terceras son imposibles, ya que desde nuestro nacimiento no han existido posibilidades de negocios entre nosotros.
—En el fondo tienes razón —dijo el conde, que siempre compartía la opinión de los demás—, pero, de cualquier manera, podías haberme escrito, aunque fuera una línea. Además, Piotr Iegorich me ha dicho que en estos dos años nunca has venido por aquí, como si vivieras a mil verstas, o despreciaras mi finca. Podrías haber venido a cazar... Muchas cosas debieron pasar aquí durante mi ausencia.
El conde habló mucho y atropelladamente. Una vez que se lanzaba sobre un tema, era tan infatigable para emitir sonidos como mi loro Iván Demianich. Esa era una de las cosas que más insoportables me resultaban en él. En esa ocasión fue callado por su mayordomo, Ilya, alto y delgado, enfundado en una librea vieja y manchada, quien traía una bandeja de plata con una copa de vodka y un vaso de agua. El conde bebió el vodka de un trago, se enjuagó la boca con el agua y luego meneó la cabeza como si estuviera ardiendo.
—Por lo que veo, no has perdido la costumbre de llenarte de vodka —le dije.
—No, Seriosha, no la he perdido.
—Bueno, al menos deberías abandonar la costumbre de hacer gestos y menear la cabeza. Es muy desagradable.
—Todo eso lo dejaré, querido. Los médicos me han prohibido la bebida. Si bebí ahora es porque es perjudicial cortar un hábito de golpe. Hay que hacerlo progresivamente.
Miré el rostro ajado y enfermo del conde, la copa vacía, al mayordomo con sus zapatos amarillos, al polaco de cejas negras, quien desde el primer momento me pareció, sin que supiera bien por qué, un canalla y un estafador, y finalmente al mujik tuerto, duro y silencioso, y experimenté un profundo sentimiento de temor y ansiedad... Repentinamente deseé abandonar ese ambiente turbio, declararle al conde mi aversión sin límites. Estuve a punto de levantarme e irme. Pero no lo hice. Me lo impidió (me da vergüenza confesarlo) una oleada de pereza física.
—Dame también a mí un vaso de vodka —le dije a Ilya.
Largas sombras comenzaban a extenderse sobre el sendero y el terraplén en el que estábamos sentados.
El croar de las ranas, el graznido de los cuervos y el silbido de la oropéndola anunciaban la puesta del sol. Una alegre noche estaba empezando.
—Dile a Urbenin que se siente —le murmuré al conde—. Está de pie ante ti como si fuera un niño.
—Ah, no lo había advertido. ¡Piotr Iegorich, siéntate si quieres! ¿Por qué estás ahí parado?
Urbenin se sentó, dirigiéndome una mirada de gratitud. Siempre lo había visto sano y alegre, pero ese día me pareció enfermo y afligido. Sus rasgos parecían ajados y sus ojos dormidos miraban todo con una gran pereza.
—Bueno, Piotr Iegorich, ¿qué hay de nuevo por acá? Algunas muchachas bonitas, ¿eh? —le preguntó Karnieiev—. ¿Hay alguna especial..., alguna fuera de lo común?
—No