Nosotros los anarquistas. Stuart Christie
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Pestaña y sus colegas de orientación sindicalista del grupo Solidaridad creían firmemente en los efectos beneficiosos sobre los trabajadores de la armonía de clases y de la incorporación de las clases medias, «la fuente de cultura», al movimiento sindical. Esa opinión la compartían, aunque por diferentes razones, los elementos políticos más tradicionales, que confiaban garantizar la estabilidad del capitalismo incorporando a los trabajadores al sistema ofreciéndoles a cambio una parte de los excedentes de la producción.
La distorsión del proceso revolucionario por parte de los bolcheviques parece ser que desencadenó la pérdida de la fe de Pestaña en la capacidad creativa de los trabajadores para organizar y dirigir sus propias vidas. Aunque siguió definiéndose como anarquista desde su regreso de Rusia, estaba convencido de que la revolución sería imposible mientras la gran masa de los trabajadores siguiese «sin preparación» y «sin educación». Desilusionado, Pestaña modificó su anarquismo, como muchos anarquistas antes y después «confesaron» que habían hecho, para hacer frente a las «conveniencias» y «aspectos prácticos» de un mundo imperfecto. Al hacerlo, su anarquismo dejó de ser un conjunto de teoría y práctica para convertirse en un mero código de valores subjetivos éticos y abstractos, que tenían poco o nada que ver con su comportamiento real. El gradualismo y el colaboracionismo de clase eran los medios con que Pestaña y sus seguidores negaron la posibilidad de una revolución masiva y, por lo tanto, la misión revolucionaria de la CNT.
Pestaña y otros miembros de su grupo Solidaridad empezaron a plantear abiertamente la cuestión del reconocimiento legal (es decir, del reconocimiento por parte del Estado) de la CNT. En marzo de 1925, hizo su primer ataque, apenas velado, a la influencia anarquista en el sindicato utilizando las columnas de su periódico Solidaridad Proletaria. Con el objetivo de agrupar a socialistas y sindicalistas en la CNT, el artículo, titulado «Los grupos anarquistas y los sindicatos», abordaba su teoría de la confederación como «contenedor» más que como «contenido»:
Para empezar, el sindicato sólo es un instrumento de reivindicaciones económicas, subordinado a la lucha de clases y carente de adscripción ideológica. Sus objetivos, definidos por el grupo, son clasistas, económicos y materialistas, y no tienen nada que ver con cuestiones de moral o ética colectiva, ni de sectas o partidos.
Y añadía,
Repetimos, lo que los sindicatos y la CNT necesitan no es la etiqueta ornamental de la anarquía, sino la influencia moral, espiritual e intelectual de los anarquistas.[2]
El segundo grupo estaba representado por Joan Peiró, otro miembro del grupo reformista Solidaridad. Su postura no era muy distinta de la de Pestaña, pero él creía que ocupaba una especie de terreno intermedio entre el reformismo «puro», por una parte, y el anarquismo revolucionario «puro» por otra. Peiró pensaba que los sindicatos debían tener un papel independiente, pero en el que esperaba que predominase la influencia ética del anarquismo. Eso era igualmente reformista, ya que tergiversaba la naturaleza y el papel del anarquismo.
La trayectoria posterior de Peiró lo confirma como reformista. El anarquismo que él adoptó era una especie de teoría social, un conjunto de creencias que confiaba que con el tiempo abrazarían los trabajadores; mientras que de hecho es la expresión de la conciencia revolucionaria de la clase trabajadora. El movimiento anarcosindicalista era, en realidad, el intento de dar una expresión organizada a esa conciencia revolucionaria. La «acción directa» y el «antiparlamentarismo» que Peiró mantenía no eran principios para la defensa fructuosa de puestos de trabajo y de condiciones laborales –ni siquiera su mejora– sino principios básicos de la actividad de la clase obrera: «La emancipación de los trabajadores es una tarea de los mismos trabajadores», el eslogan de la Primera Internacional. Peiró era contrario a la «guerra de clases», un término que no sólo expresa la intensidad de los sentimientos y la escala del conflicto que la lucha de clases ocasionalmente provocaba, sino también la necesidad de considerar la lucha de clases algo que no se resolvería hasta el triunfo final de los trabajadores, es decir, hasta la revolución social.
Peiró intentó adaptar la organización para afrontar los diversos y constantes problemas planteados por los rápidos cambios que tenían lugar en el capitalismo español. Él definió y defendió su postura contra Pestaña en las páginas de Acción Social Obrera:
Aspiramos a que los sindicatos se vean influenciados por los anarquistas, a que la actividad sindical tenga un fin determinado, de acuerdo con la concepción económica de los comunistas anarquistas; pero todo eso sin que los anarquistas actúen en los sindicatos como agentes de grupos y colectivos distantes... sin ningún otro objetivo que el de llevar al sindicalismo... la precisión y la eficiencia revolucionaria... Si los sindicatos han tenido eso alguna vez ha sido a causa de los anarquistas.
Peiró seguía poniendo el énfasis en lo que consideraba el papel adecuado y correcto de los anarquistas en los sindicatos:
Queremos la anarquización del sindicalismo y de las multitudes proletarias, pero mediante el previo consentimiento voluntario de éstas y manteniendo la independencia de la personalidad colectiva del sindicalismo.[3]
El tercer grupo, el de la «minoría concienciada» de trabajadores anarquistas, representado por exiliados como los del grupo de afinidad Los Treinta (que se formó entorno a Durruti y Ascaso, del para entonces ya desaparecido grupo Los Solidarios), y coordinado a través del comité de enlace anarquista, constituía el núcleo anarquista de la Confederación. Enemigos de toda clase de poder, se oponían firmemente al establecimiento de relaciones con los empresarios y el Estado que no fueran claramente hostiles. Para ese grupo de activistas sindicalistas, su oposición práctica al Estado armonizaba perfectamente con su teoría; era esa armonía entre teoría y práctica lo que los diferenciaba del resto de agrupaciones políticas.
Para los anarquistas, los argumentos legalistas sostenidos por los sindicalistas como Pestaña, que buscaban el éxito de las negociaciones con los empresarios y el Estado, implicaban poner en peligro los principios fundamentales y supeditar grandes oportunidades futuras para toda la humanidad a ilusorios beneficios parciales a corto plazo –por no hablar de perpetuar la miseria y la explotación de los pobres.
La misión de los anarquistas no era resolver los problemas del capitalismo o negociar soluciones mutuamente aceptadas por jefes y empleados, sino preservar el abismo entre opresor y oprimido y alimentar el espíritu de revuelta contra la explotación y todo tipo de autoridad coercitiva.
La adaptación de Pestaña a un mundo injusto era errónea, sostenían ellos, aunque sólo fuera porque es imposible prever el rumbo que seguirán los acontecimientos. Elegir una dirección que parece moralmente incorrecta, en base a inciertas previsiones futuras, conduciría, inevitablemente, al desastre –un desastre del que serian responsables ya que conocían previamente el error fundamental que asumían.
Una voz influyente en el movimiento de habla hispana de la época fue la del periódico publicado en Buenos Aires La Protesta, editado por Diego Abad de Santillán y López Arangó, dos anarquistas con experiencia en el sindicato anarcosindicalista argentino FORA, la Federación Obrera Regional Argentina.
A diferencia de la mayoría de los anarquistas españoles, de Santillán era más un bohemio que un trabajador. Mientras estudiaba filosofía en Madrid, se vio involucrado en los sucesos revolucionarios del otoño de 1917 y en el anarquismo. Amnistiado en 1918, volvió a su país adoptivo, Argentina, en donde