Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez

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Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez Historia y Biografías

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y nacionalistas vascos hacían cuestión previa de la libertad de la Iglesia y pocos lugares más. En todo el resto del país había grupos y sectores católicos verdaderamente activos, pero alejados por lo general de la máquina política y de los puestos clave de la organización social.

      Los carlistas, con algunos periódicos —en Navarra, Cataluña, Madrid— eran un núcleo tenazmente conservador, pero igualmente marginal. En primer lugar, por la escisión dinástica, y, en segundo, por sus frecuentes divisiones, que habían apeado de su grupo incesantemente a gentes diversas, desde Nocedal —en el último cuarto de siglo XIX— a Mella, poco después de la guerra del 14, y prácticamente a Pradera, asambleísta de Primo de Rivera y colaboracionista por lo tanto con el régimen alfonsino establecido.

      La situación del Ejército era igualmente contradictoria e indicaba que en su seno se había roto la unidad moral que trajo en 1874 el régimen de Sagunto, que lo sostuvo en 1919, mantuvo la guerra de Marruecos y, por último, había determinado y aún establecido la dictadura de Primo de Rivera.

      Mola y Berenguer, en sus Memorias, sostienen repetidas veces que la unidad moral del Ejército no estaba quebrantada. Esto, sin embargo, no parece evidente. Los hombres de Primo (por ejemplo, el general Sanjurjo) eran menos monárquicos desde que cayó su líder: basta recordar la actuación del propio Sanjurjo el 14 de abril. Las guerras de Marruecos, los ascensos y el favoritismo político-militar habían producido muchos disgustos y rencores, que se sumaban al malestar creado por otras cuestiones. El Gobierno de Primo había fijado un alto porcentaje de ascensos por elección, lo cual era una fuente permanente de nuevos descontentos.

      Había también no pocos oficiales e incluso generales francmasones; había cómplices y actores de los dos complots militares de 1926 y 1929 contra Primo; estaban los artilleros, ofendidos con el dictador e incluso con el rey por los sucesos de 1926 y la disolución de su cuerpo en 1929; había republicanos, cada día más declarados y activistas, como el general Queipo de Llano y el famoso comandante de Aviación Ramón Franco, y, en fin, se habían formado grupos de acción de carácter revolucionario y aún anarquista, como el que se sublevaría en Jaca en diciembre de 1930, y los colaboradores de aquel capitán de Ingenieros de Barcelona, Alejandro Sancho, al que ha hecho famoso el general Mola contando por menudo sus pensamientos y su actuación en los libros que relatan los quince meses del autor al frente de los Servicios de Seguridad del Ministerio de la Gobernación, bajo los Gobiernos de Berenguer y del almirante Aznar.

      El capitán de Ingenieros Alejandro Sancho es mencionado por el general Mola en dos lugares de su libro Lo que yo supe. Parece un idealista, de temperamento activo, sinceramente preocupado por la situación social española y presto a caer en cualquier extremismo revolucionario. Pertenecía probablemente a la misma clase de hombres que otros oficiales del Ejército coetáneos suyos, lanzados a la política con un inicial entusiasmo generoso y desinteresado y sin preparación, que aportarían a la revolución española una corriente romántica y aventurera, en la línea de las conspiraciones militares del siglo XIX. Tales debieron ser el dirigente comunista (luego convertido) Óscar Pérez Solís, Fermín Galán, García Hernández, Sediles y, hasta cierto punto, el excoronel Francisco Maciá.

      Para completar el cuadro, examinemos brevemente las ideas y la acción del Gobierno, el programa que, desde el poder, se ofrecía a este pueblo dividido en todos los sentidos de la rosa de los vientos de la vida pública, la acción revolucionaria y el intento de vuelta a la normalidad política por la única vía de los comicios, en su versión frustrada —elecciones para diputados a las Cortes o en la etapa del Gobierno Berenguer— y en su versión final y liquidadora —elecciones municipales o Gabinete Aznar—.

      Como ya se ha dicho, el Gobierno Berenguer no hizo una declaración oficial de programa y de propósitos hasta el 18 de febrero, cuando algunas frases transmitidas por la prensa y los decretos que inundaron La Gaceta en los primeros días del mes habían indicado ya inequívocamente las metas a que aspiraba. La gran palabra del día era la pacificación de los espíritus, y el medio técnico que se empezó a aplicar a su servicio, la amnistía. Afectaba esta a los militares hasta liquidar definitivamente el pleito y las sanciones impuestas a los conspiradores de 1926 y 1929; pero afectaba también a los presos políticos, incluso a los autores de atentados que de algún modo pudieran tener carácter político.

      A estos propósitos morales se unían otros mucho más concretos. El Gobierno aspiraba a restablecer el orden jurídico manteniendo la paz pública, mientras se preparaba «la reorganización definitiva de los poderes del Estado». Se constituyeron ayuntamientos y diputaciones de notables hasta que el cuerpo electoral pudiera establecer la definitiva composición a estas corporaciones. Era también idea del Gobierno Berenguer restablecer la libertad de prensa y la plena vigencia de la Constitución del 76, con sus dos Cámaras y el libre juego de unas instituciones, cuyas deficiencias de funcionamiento o de adaptación a la realidad nacional habían determinado la dictadura en 1923.

      Es interesante considerar las dos perspectivas partidistas y erróneas desde las que se ha tendido a juzgar en la literatura política española la etapa de Berenguer. Unos, los partidarios incondicionales del general Primo de Rivera, solo ven en el Gobierno Berenguer un propósito deliberado de hacer «borrón y cuenta nueva» y destruir la obra de la dictadura. Otros, los panegiristas de la izquierda, consideran que se trata de un periodo de reacción enmascarada, tras cuyos actos hay que ver el espíritu absolutista del monarca o la pasión de poder de los militares, que no querían, en modo alguno, soltar los timones gubernamentales. En realidad, en el planteamiento del Gobierno Berenguer y en su gestión política hay un mayor espíritu de continuidad del que los primeros creen, y un más sincero propósito de «restablecer la legalidad» de lo que opinan los segundos.

      El teniente general Dámaso Berenguer y Fusté era un militar de carrera brillante que había hecho las campañas de Cuba y Filipinas y la de Marruecos y había alcanzado el empleo máximo de teniente general antes de los cincuenta años. Después de un complejo proceso por las eventuales responsabilidades en un desastre ocurrido en África bajo su mando, Berenguer fue declarado exento de culpa y honrado con el título nobiliario de conde de Xauen, precisamente en los tiempos del general Primo de Rivera. Después había desempeñado la Jefatura de la Casa Militar del Rey, sin intervenir en la política. Una vez, antes de la dictadura, en 1918, había sido —por pocos meses— ministro de la Guerra en un Gobierno liberal de concentración. Pero hombre de familia y educación castrense —tenía otros dos hermanos generales— había sido considerado siempre como un militar apolítico. Su nombre fue uno de los tres que el propio Primo de Rivera ofreció al rey como posible jefe de Gobierno para sucederle en aquel nervioso día 28 de enero, fecha de su dimisión.

      Berenguer, ciertamente, no quiso acceder a la petición de Primo de que quedaran en el Gobierno algunos de sus ministros técnicos —Economía, Fomento, Trabajo—, pero en el ambiente de la crisis esto probablemente era un imposible. En cambio, escogió otros de la lista de posibles ministros que Primo le había entregado al rey: el duque de Alba, Argüelles, Matos.

      Los nuevos ministros eran, en su mayoría, conservadores u hombres sin partido. Entre los primeros estaban Estrada, Matos, Montes Jovellar (ministro desde noviembre y antes subsecretario de Gobernación), Argüelles y algunos otros. Entre los segundos, el duque de Alba y los militares Tormo y Waiss.

      El nuevo Gobierno de 1930 se proponía sencillamente algo de lo que siempre había hablado Primo de Rivera: «Volver a la normalidad». Solo que intentaba hacerlo por la vía de la vieja Constitución, suspendida en 1923, en vez de soñar con producir otra nueva, como —inútilmente— había intentado el dictador. El hecho de que el conde de Xauen no lograra el restablecimiento de la normalidad ansiada por todos los políticos se debió, quizá en parte, a ciertas lenidades en la gestión del Gobierno, pero fundamentalmente a que esta normalidad era un sistema que había agotado su vigencia ya antes de 1923, incapaz de despertar ilusión en los sectores

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