Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez страница 10
LOS INTELECTUALES ACATÓLICOS Y LOS ORÍGENES DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA
Hasta bien entrado el siglo XX no se había introducido aún en castellano este término de intelectuales que, tomado del francés, iba a cobrar en la lengua y en la historia de España un valor tan expresivo y tan polémico. Menéndez Pelayo lo emplea una sola vez como sustantivo envolviéndolo en el ropaje retórico de una captatio benevolentiae, figura de estilo que a cualquier estudioso del lenguaje le revela siempre un neologismo. En el discurso de contestación a Adolfo Bonilla en su ingreso en la Academia de la Historia, en 1911, Marcelino Menéndez Pelayo, no sin ironía, dice que Bonilla es un humanista no un intelectual de los que hoy se estilan. Antes se hablaba, sencillamente, de profesores, escritores, oradores o publicistas.
Figuras no católicas o heterodoxas de esta especie ha habido siempre entre los españoles. A su historia consagró el joven Menéndez Pelayo la primera de sus grandes obras sistemáticas. El fenómeno nuevo que España presencia en la segunda mitad del siglo XIX, es que estos profesores y escritores acatólicos aparecen en mayor número, más o menos estrechamente unidos, pero en una empresa colectiva, y ocupando en la vida cultural puestos de trascendencia sobre los asuntos generales de la política y de la sociedad española. No es este el lugar para historiar todo el proceso desde Sanz del Río y los krausistas. Baste citarlo como antecedente que permita exponer de manera sumaria y ordenada la situación en los tiempos que preceden inmediatamente a la Segunda República española.
El krausismo de Sanz del Río había muerto prácticamente por sí mismo con lo que podríamos llamar segunda promoción de sus discípulos: con Salmerón fallecido en Francia en 1903, González Serrano que murió en 1904, Federico de Castro, etc. En los que sobrevivieron a estas fechas o hicieron una obra más duradera, como Giner y Cossío, el krausismo no era tanto un sistema filosófico cerrado, aceptado con fidelidad religiosa, como el punto de partida de una acción pedagógica, cultural y política, que tenía una meta extrafilosófica y concreta.
La obra de Francisco Giner de los Ríos, muerto en 1915, fue la Institución Libre de Enseñanza. Había sido fundada en 1876 por él y por otros profesores privados de sus cátedras como consecuencia de su enfrentamiento con las disposiciones del ministro Orovio, que exigió a los profesores universitarios el compromiso de respetar en sus enseñanzas el dogma católico y las instituciones políticas vigentes.
El propio Giner había recibido en su infancia y primera juventud andaluzas una educación cristiana, y durante años, aun siendo ya profesor de Madrid en 1866, se consideró católico hasta romper formalmente con la Iglesia al ser proclamado en el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad del papa. Después, como dice uno de sus panegiristas más fieles, fue «una especie de cristiano sin misterios ni Iglesia». (Castillejo, War of ideas in Spain, Londres, 1937, pág. 92).
La Institución fue pensada inicialmente como una universidad libre al estilo anglosajón. Pronto, la carencia de profesores adecuados y de medios económicos hizo desistir de este proyecto a los fundadores. Desde entonces fue una escuela elemental y media, en donde Giner y sus colaboradores aplicaban un sistema pedagógico nuevo en España —de tipo socrático— original en algunos aspectos y fuertemente impregnado de los modos de las escuelas inglesas. Giner fue reintegrado a su cátedra de la Facultad madrileña de Derecho en 1881 por el Gobierno de Sagasta. A partir de entonces desarrolló una labor de más alcance: desde la Institución, que al mismo tiempo que escuela era un hogar permanente para el contacto del maestro con grupos de iniciados, y desde sus conferencias en el doctorado de la Facultad de Derecho y sus escritos en revistas intelectuales, como el propio Boletín de la institución, y aún políticas (también publicó en la Revista Blanca, anarquista, de Federico Urales); y además como mentor de muchos ministros de Fomento (desde 1902 de Instrucción Pública), sobre todo en los periodos de Gobiernos liberales.
Los trabajos filosóficos y científicos de Giner le sitúan en una posición ecléctica, en la que se advierten rasgos —siempre conservados— de fidelidad al idealismo armónico de Krause y Sanz del Río con adiciones de positivismo post-comtiano, cuya aplicación a la filosofía del derecho, unida a las ideas de Savigny, le hace negar la existencia de un derecho natural y tomar como único punto de partida de esta ciencia la experiencia jurídica.
Pero la principal obra de Giner fue de carácter pedagógico. De una parte, sobre los alumnos de la Institución, unos jóvenes educados en las ideas y en el concepto de la vida y de España que el maestro practicaba. (Castillejo, op. cit. pág. 99 y ss.). De otra parte, a través de las distintas actividades promovidas por él y por los hombres de su equipo.
Giner pretendía dotar a España de un tipo de hombre nuevo, un hombre moderno, liberal y demócrata en política, aunque sin idolatría por el mito de la igualdad y sin veneración por las inclinaciones de las masas; patriota, pero con un sentido sobre todo pedagógico del patriotismo, más atento a considerar su país como tarea que como una realidad que condicionara realmente su vida, y alejado de toda posible adulación del propio pueblo, lo cual, en la práctica, significa un patriotismo crítico. Con respecto al pasado, el hombre de Giner será historicista, como corresponde a la influencia del positivismo francés y de las doctrinas de Savigny en las concepciones jurídicas del propio Giner. Pero en un país católico como España, es muy importante también, el lugar que en la formación y en la mentalidad de este hombre nuevo se asigna a la religión.
La religiosidad que es posible rastrear en Giner y en los institucionistas tiene ya poco que ver con el panteísmo que subyace a la armonía de Krause y Sanz del Río. Más bien se trata de un vago deísmo, de una moral natural en cierto modo postkantiana y desde luego autonomista, y de una consideración historicista de las diversas religiones, con la que resulta difícilmente compatible el que ninguna de estas sea presentada con exigencias de verdad absoluta.
Giner pensaba que en la educación de los jóvenes era necesario infundirles una cierta religiosidad, para despertar sus espíritus hacia un «orden universal del mundo», «un ideal supremo de armonía entre los hombres y entre la humanidad y la naturaleza», según Madariaga y Castillejo. Pero esta educación religiosa era independiente de todos los credos y naturalmente de orden superior a ellos, como un valor permanente respecto de los distintos intentos históricos concretos que han pretendido encarnarlo. Ha de basarse en el elemento común a las diversas concepciones religiosas y debe inspirar un sentimiento de tolerancia y de simpatía hacia todos los cultos y todos los credos, en cuanto que son formas más o menos perfectas de una tendencia del alma humana. Sobre esta base previa, las familias y las iglesias pueden luego instruir a los muchachos en los distintos aspectos peculiares de la confesión que escojan. Por su parte, Francisco Giner de los Ríos, después de abandonar formalmente la Iglesia católica, no escogió ninguna otra.
El carácter radical de la reforma pedagógica que Giner quería para España se desprende, mejor que de otras consideraciones, de sus referencias a Japón y a China. España, según Giner, necesitaba reformar los principios y el sistema de su educación de modo parecido a como lo habían hecho los japoneses. La referencia a estos pueblos orientales que se estaban abriendo a la cultura técnica moderna es constante en algunos escritores de esta tendencia y de esta época.
LOS OTROS GRUPOS Y EL ALCANCE DE LA ACCIÓN DE GINER