Etnografía y espacio. Natalia Quiceno Toro

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Etnografía y espacio - Natalia Quiceno Toro Investigación

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una lectura vivida de la tragedia de Mocoa en 2017, el libro cierra con el capítulo XI, escrito por Simón Uribe. En este se interpelan las interpretaciones hegemónicas de las causas de la avenida torrencial que dejó cientos de víctimas mortales y arrasó distintos barrios de la ciudad. Su mirada etnográfica, atenta a las materialidades, infraestructuras y procesos que han configurado la ciudad, le permite evidenciar la tensión entre la ciudad formal e informal, como una estrategia para cuestionar las respuestas facilistas a las causas de la avalancha y llamar la atención sobre la necesidad de miradas complementarias, interdisciplinares, donde tanto fuerzas físicas como sociales estén incluidas.

      Apuntes para una geografía del conocimiento etnográfico

      Luis Guillermo Vasco ya nos había llamado la atención hace algunos años sobre la existencia de una territorialidad propia de la práctica etnográfica, aquella que diferencia los espacios de la práctica y la teoría. Este antropólogo colombiano, que dedicó su vida al trabajo con indígenas emberá y guambianos, acompañando varias de sus luchas, plantea que esta territorialidad no implica simplemente una diferencia, sino también “una separación espacial y temporal”. Esta separación crea entonces una lógica de exterioridad entre los mundos, donde se produce el conocimiento y los mundos donde se encuentra la información. Esta perspectiva de la investigación percibe “el campo” como un espacio dado, lleno de datos, a la espera de que un investigador inquieto se digne a sacarlos del olvido, del silencio o a develar aquello que nadie más ve. Esa exterioridad del mundo “por conocer” a través de la etnografía estuvo precedida también por la separación de roles entre quienes “recolectaban” la información y quienes analizaban, interpretaban y producían el conocimiento. Separación que no necesariamente desaparece cuando se inaugura la estrategia de “observación participante”.

      Tanto Luis Guillermo Vasco como Marilyn Strathern alertan sobre la crítica de la antropología de los años ochenta, que, preocupada con la forma, no logró cuestionar ni debatir la jerarquía de conocimiento que se instalaba en la oposición distancia-familiaridad. No basta, por tanto, con plantear que las conexiones de un mundo globalizado y poscolonial hacen complejas las diferencias nosotros-otros, sino que es necesario comprender las dinámicas en las que se crea esa diferencia y se mantiene para la reproducción de un modo de conocer.

      En esa geopolítica de la discontinuidad entre conceptos, las perspectivas de aquellos con quienes se encuentra el etnógrafo en su práctica aún son percibidas como fuentes de información, no como análisis ni conceptos producidos por sujetos de conocimiento. La preocupación por la representación, las voces y los textos no es entonces una preocupación que cuestione en profundidad los órdenes espaciales en la producción de conocimiento antropológico, en esta preocupación posmoderna la información y la fuente continúan siendo “exterior” al lugar donde se analiza y se crea el conocimiento.

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