Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación. Zenia Yébenes Escardó
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Esto es subrayado por una segunda característica de la transmisión de las species: es un proceso natural y, por lo tanto, las species son signos naturales de sus objetos. Mary Carruthers advierte que para los herederos escolásticos de Aristóteles “todo el proceso de percepción, desde la recepción inicial por parte de un órgano sensorial hasta la conciencia de respuesta y la memoria de la misma, es de naturaleza somática o corporal” (Carruthers, 1990: 48). En el mismo tenor, Katherine Park describe las species no como “representaciones sino [como] reproducciones impresas por los objetos en un medio blando y flexible como un sello en la cera” (Park, 1998: 264). Ahora bien, los “agentes” en discusión en el discernimiento espiritual no son necesariamente entidades visibles. Pueden entenderse como las inspiraciones divinas, demoniacas o, simplemente, humanas detrás de los movimientos internos del alma (Clark, 2011: 7-8).
El segundo compromiso epistemológico importante en la teología del discernimiento radica, sin embargo, en proveer de elementos para juzgar apariciones visibles a los ojos, haciendo que la inteligibilidad de lo que se ve sea la ocasión para determinar lo que, en última instancia, está espiritualmente en juego. Este segundo compromiso epistemológico está inspirado en el libro xii del De Genesi ad litteram de Agustín de Hipona (Clark, 2011: 9). Se considera que existen tres géneros de visión. La visión corpórea es la que se percibe con los ojos del cuerpo; la visión imaginaria es conocimiento de la imaginación, considerada intermediaria entre la sensibilidad y el entendimiento. La imaginación puede formar la figura de lo que ha visto cuando esto último no está presente. Las visiones imaginarias ordinarias son las que se producen por una operación del sujeto. Las visiones imaginarias extraordinarias son las que se producen cuando en la imaginación se presenta alguna figura sin que la imaginación la produzca. La visión intelectual es el conocimiento sobrenatural inmediato o infuso de Dios, sin que medie ninguna imagen. Hay que advertir que ver significa también conocer, como cuando queremos preguntar a alguien si entiende lo que le decimos y le preguntamos: ¿no ves esto?2 La claridad de las imágenes visionarias, a diferencia de las imágenes mentales que evocamos por nosotros mismos, es un argumento a favor de su veracidad. La visión de Dios nos llega sin ningún esfuerzo o acción de nuestra parte. Para Agustín, el engaño no es posible en la visión intelectual (en sentido estricto la única que se consideraría visión, pues la imaginaria y la corpórea responden al término aparición).3 Para Descartes que, en el Discurso del método (1637), desde su herencia agustiniana, postula que “las cosas que percibimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (Descartes, 2006: 70), la verdad es una intuición intelectual que se distingue por su claridad indudable. La fuente de esa claridad es la fuente de la verdad, es decir, Dios.
A diferencia de la visión intelectual, la visión corpórea y la visión imaginaria, advierte Agustín, pueden, sin embargo, verse perturbadas por todo tipo de cosas: dolencias en las “vías” entre el cerebro y los objetos externos, confusión sobre objetos externos similares, suposiciones erróneas sobre cosas “anunciadas” por los sentidos (por ejemplo los casos de paralaje y refracción), incertidumbre sobre las imágenes de los sueños, por efecto de la fiebre y de otras enfermedades y por agentes sobrenaturales malignos o benignos. El diablo, por otro lado, sólo puede tratar de engañar a través de los simulacros y las apariencias. La verdadera prueba es determinar, desde el principio, que un espíritu maligno está operando, y hacerlo en el momento en que ese espíritu aparece como bueno para la mayoría. Y eso sólo es posible a través del don del discernimiento (Clark, 2011: 11). El verdadero discernimiento es, pues, un carisma; no tiene nada que ver con poder distinguir entre fenómenos visuales equivalentes a través de bases epistemológicas. Si una visión religiosa, un sueño, una alucinación y una ilusión demoniaca pueden producir experiencias visuales idénticas, se necesita algún otro criterio para resolver tales dificultades.
La discretio spirituum entre los siglos xvi y xvii depende de dos fundamentos que la minan desde adentro, por lo menos como ejercicio epistemológico. Uno es una cadena cognitiva concebida de forma naturalista que garantiza lo que Stephen Gaukroger ha llamado “veridicalidad funcional” (2010: 177; Clark, 2011: 12), la cual supone que las imágenes del mundo copian la realidad con éxito en condiciones naturales óptimas pero, al mismo tiempo, estas imágenes quedan completamente expuestas a los demonios que pueden subvertir esas mismas condiciones. El otro fundamento es una jerarquía de visión y certeza que considera el verdadero discernimiento como un don (por definición carismático, no epistemológico). La mística de los siglos xvi y xvii desconfía incluso de la visión intelectual que salvaba la teología agustiniana puesto que advierte que ésta rara vez se produce de forma “pura”4 y sin mezcla de elementos imaginarios, ya que, como escribe Teresa de Ávila (V, 22.10), “no somos ángeles, sino tenemos cuerpo”.
La primera tarea del discernimiento espiritual es, entonces, asegurarse de que una visión o aparición no tenga causas naturales. Esto significa revisar todas las formas en que la cadena visual aristotélica normativa puede volverse disfuncional, produciendo experiencias visuales que ya no sean verídicas. Las categorías son los trastornos mentales y físicos, como la melancolía natural, que producen experiencias visuales falsas. La ocupación, la edad y el género son variables que también pueden explicar esas fantasías. Lo que proporciona el discernimiento en este caso es una descripción exhaustiva de la anormalidad cognitiva basada en motivos escolásticos. Es decir, basada en un conjunto de criterios negativos para la verdad visual tal como estaba disponible en la antigua epistemología (Clark, 2011: 15).
Dios y el diablo pueden producir visiones y apariciones corpóreas e imaginarias (y pese a su disparidad moral, la epistemología de ambas es idéntica). Los criterios que se buscan para ayudar a discernir serán entonces los atributos personales y la conducta del hombre o la mujer involucrados, las circunstancias que rodean su experiencia y el carácter moral y los efectos espirituales de las cosas que se les revelan. Es decir, la rúbrica: personae, modi, effectus. Bajo el epígrafe “modos” es cierto que se hacen algunos intentos para agregar limitaciones a lo que Satanás puede presentar con éxito a los ojos (por ejemplo, animales con simbolismos sensibles, como palomas y corderos) o indicar pistas visuales que traicionan su habilidad (como monstruosidad o imperfección de la forma humana). Ahora bien, al contradecir la misma demonología en la que se basa el discernimiento —y que, como hemos visto, señala que la condición diabólica es la mentira y Satanás puede crear simulacros perfectamente engañosos de visiones divinas—, estas cláusulas salvadoras indican una desesperación teórica que conduce a problemas significativos en las imágenes artísticas que acompañan a la teología, en particular en las representaciones de lo demoniaco (Clark, 2011: 18; 2019). En su mayor parte, sin embargo, el simple hecho de fincar un criterio visual es de poca ayuda para decidir su procedencia. En cambio, las discusiones se centran en las credenciales morales y religiosas de los involucrados, en el comportamiento de la aparición y en el impacto causado por el encuentro. Por ejemplo, uno de los criterios ofrecidos con más frecuencia para distinguir una aparición angelical de una demoniaca se refiere a los estados psicológicos que inducen: la primera trae alegría, valor y tranquilidad; la segunda, confusión, distracción y dolor. El miedo inicial que acompaña a una visión angelical se disipa rápidamente y es remplazado por alegría, mientras que con los demonios generalmente ocurre al revés. No