Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación. Zenia Yébenes Escardó
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Así, una vez definida en los siglos xvii-xviii la biología sirve de base para una selección del pasado, donde se destaca todo lo que enuncia problemas análogos a aquellos de los que ella trata. En obras antiguas se distingue (por un corte que mucho habría sorprendido a sus autores) lo que es “científico” y puede entrar en la historia de la biología y lo que es teológico, cosmológico, etc. Una ciencia moderna se da así una tradición propia que ella recorta, según su presente, en el espesor del pasado. De la misma manera, desde el siglo xvii la mística recientemente “aislada” se ve dotada de toda una genealogía: una localización de las similitudes presentadas por autores antiguos autoriza la reunión de obras diversas bajo el mismo nombre [Certeau, 2007: 351].
En un artículo extraordinario, aunque poco conocido, Mino Bergamo ha demostrado que el uso de la palabra indiferente, por parte de Ignacio de Loyola, y el de indifférence, por Francisco de Sales, implican en realidad estructuras conceptuales opuestas, de manera que hay “una discontinuidad disfrazada de una permanencia léxica” (Bergamo, 1989: 13). De esta manera, Bergamo descubre que, aunque los místicos franceses del siglo xvii utilizan elementos religiosos tradicionales, nunca lo hacen sin transformarlos, “sin imponer en dichos elementos una reelaboración que a veces los enriquece y a veces invierte su significado” (Bergamo, 1989: 10). Y concluye, de forma muy derrideana, que podemos repetir lo mismo diciendo a la vez otra cosa, que “la repetición en el que más que en ninguna parte se articula la diferencia” (Bergamo, 1989: 19). Esto es particularmente relevante a la hora de referirnos al segundo motivo por el cual es importante repensar la mística en el marco de una tradición concebida como diferencia y repetición. Me refiero a la psicologización de los estados místicos.
Desde el siglo xvi asistimos a una “reescritura psicológica del discurso místico” por parte de sus mismos autores (Bergamo, 1998: 163). En el siglo xvii aparece pensada, en un nivel teórico, esa transformación que se estaba realizando desde antes, empíricamente, en la escritura. El desplazamiento se da bajo la apariencia de antiguas figuras que, una vez más, ocultan una discontinuidad. El lugar místico se reintegra a las facultades racionales (entendimiento y voluntad, elaboradas de forma muy compleja) y se identifica con un determinado régimen operativo de las mismas. Se traslada por lo tanto el terreno de aplicación del discurso místico desde un registro ontológico a uno psicológico. Hay que hacer sin embargo algunas precisiones. Este desplazamiento señala precisamente el estatuto moderno de la mística de los siglos xvi y xvii.
La problemática ontológica […] no podía, por tanto, más que permanecer inaccesible a los místicos del siglo xvii, que pensaban y escribían en una época en la que la mística se había colocado ya bajo la égida de la psicología […] La reescritura psicológica del discurso místico había sido tan efectiva y tan radical que había hecho que fuese efectivamente increíble la perspectiva ontológica […] A fin de cuentas para los hombres que vivían en el siglo xvii —es decir en una época en la que la interpretación de la experiencia mística tendía a confundirse con los regímenes de funcionamiento de las facultades del alma— era [difícil] de aceptar la creencia […] de que el destino místico no se juega a nivel de las facultades y de sus operaciones sino más allá de todas las facultades y de todas las operaciones, en el ser que trasciende el hacer [Bergamo, 1998: 165].
La interioridad no es la misma para Agustín de Hipona que para Francisco de Sales, aunque el término aparezca en ambos. Es más, los místicos de los siglos xvi y xvii tienden a leer a los autores de la tradición cristiana que se apropian para su genealogía, psicologizándalos. La mística de los siglos xvi y xvi entiende la experiencia mística en relación con la operación de las facultades racionales humanas. Se asemeja así a la emergente psicología. Ahora bien, al hablar de lo racional hay que tener presente que la palabra razón posee un significado plurivalente, reconocido y admitido como tal, en el que se articula una serie de valores distintos que se actualizan en puntos o momentos diferentes del discurso místico. Si, a manera de ejemplo, y grosso modo, comparamos la forma en la tópica de la interioridad de la mística moderna con el modelo aristotélico-tomista o con el modelo medieval renano flamenco, quizá sea posible dibujar, de forma breve pero acuciosa, su singularidad. Mientras que el modelo aristotélico-tomista proponía una tópica de la interioridad en que la tripartición del alma en vegetativa, sensitiva y racional desembocaba en una tópica de doble plano de la interioridad (las facultades vegetativas, al estar en el origen de una vida puramente orgánica, no podían desempeñar ningún papel en la vida interior); en los siglos xvi y xvii se asiste a un proceso de fragmentación o fraccionamiento de la razón que canaliza una tópica de múltiples planos de interioridad. La pluralidad de planos distintos es posible porque el criterio de distinción entre los planos radica, especialmente, no en la diferencia cualitativa de facultades y potencias, sino en la naturaleza y la cualidad de sus regímenes operativos. El modelo medieval renano flamenco (de influencia neoplatónica) superaba la oposición binaria sensibilidad/racionalidad a la que, en última instancia, se veía abocado el modelo tomista, gracias al descubrimiento del ser o la esencia divina, que trascendería las facultades humanas. En los siglos xvi y xvii la tópica de la interioridad mística defiende, sin embargo, la complejidad interna de las mismas facultades. La parte más noble del alma no está en el ser o esencia divina más allá de las facultades racionales, sino en la capacidad que tienen estas mismas facultades de operar supradiscursivamente (Bergamo, 1998). El sentido vivido de la presencia absoluta encuentra sus indicios privilegiados, internos o externos, en hechos de conciencia.
La psicologización de la mística moderna supone así un equilibrio inestable puesto que apela a defender una alteridad irreductible a la psique que, sin embargo, puede atisbarse a partir de la capacidad de operar supradiscursivamente de las mismas facultades psíquicas, que no la capturan ni la reducen. Los espirituales de los siglos xvi y xvii nunca se cansan de recorrer, en todos los sentidos y direcciones, las regiones del espacio interior. Michel de Certeau advierte que la psicologización de la mística tiene que ver con lo que él llama una migración interna. La institución eclesiástica reacciona de manera defensiva ante los místicos, que apelan por encima de todo a la experiencia y no al magisterio eclesial. Y los místicos atisban en la institución, fragilizada y cuestionada por la Reforma, la imposibilidad de garantizar el sentido. Se produce entonces una torsión interiorizante hacia el espacio del yo en el cual cimentar la creencia. Las facultades se transforman, a partir de un régimen distintivo de operaciones, en el lugar de la percepción de lo infinito: “La experiencia es expresada y descifrada en términos más psicológicos” (Certeau, 2007: 352).
Esto también se vincula con el tercer motivo que nos lleva a replantear la relación de la mística moderna con la tradición cristiana. Me refiero a los fenómenos extraordinarios, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el ver visiones. El éxtasis, la levitación, los estigmas, la ausencia de alimento, etc., inauguran la gama de un lenguaje propio. Todos estos fenómenos se vinculan, de una u otra manera, con el cuerpo. La tradición cristiana sostiene con el cuerpo una relación compleja.1 En primer lugar, porque defiende que Dios se hizo cuerpo. En segundo lugar, porque, tras la resurrección, el cuerpo de Dios desaparece y la encargada de materializar su presencia en el mundo será, de ahí en adelante, la Iglesia, considerada, junto con la Eucaristía, el cuerpo místico de Cristo.2 Antes de los siglos xvi y xvii, el vocabulario espiritual avalado por el cuerpo místico eclesial garantizaba el modo de vida que adjetivaba como contemplativo o místico. Si en la Edad Media lo que garantiza la vinculación con la institución es un vocabulario espiritual (un Logos) eclesial, la mística de los siglos xvi y xvii no encuentra en ese vocabulario, radicalmente problematizado y puesto en entredicho, la posibilidad de la articulación. Ésta la brindarán no ya el cuerpo eclesial sino el cuerpo singular del místico y sus signos. Sobre sus visiones, revelaciones y estigmas se inscribe “el eco inarticulable” de lo sagrado, “desconocido”. La alteridad se manifiesta trazando mensajes ilegibles para el propio místico sobre su cuerpo transformado. Ilegibles porque