Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación. Zenia Yébenes Escardó
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1Véase, por ejemplo, Orsi (2003, 2004, 2007, 2008, 2011 y 2012). Sobre los debates que la obra de Orsi ha suscitado puede consultarse: Amy Hollywood (2016), Thomas Kselman (2008), Stephen Prothero (2004) y Elizabeth A. Pritchard (2010). Mientras no se indique lo contrario las cursivas a lo largo del texto son mías.
2Se puede consultar al respecto: Charles Taylor (2014 y 2015) y Marcel Gauchet (2005); también Judith Butler, Jürgen Habermas, Charles Taylor y Cornell West (2011). Para un recuento muy distinto del secularismo que disputa algunas de las aseveraciones de Taylor o Gauchet, véase Talal Asad (2003) y Talal Asad, Wendy Brown y Judith Butler (2013).
3Supervivencia es un término acuñado por E. B. Tylor, padre de la antropología social, quien, en su obra de 1871, Primitive Culture, la definió así: “Se trata de procesos, costumbres, opiniones, etc., que la fuerza de la costumbre ha transportado a una situación de la sociedad distinta a aquella en que tuvieron hogar original y, de este modo, se mantienen como pruebas y ejemplos de la antigua situación cultural a partir de la cual ha evolucionado la nueva”. Para un uso poderoso de la noción de la supervivencia a partir de la obra de Aby Warburg, puede verse Georges Didi-Huberman (2009).
4Término procedente del griego epokhé, que etimológicamente significa suspender. En general se aplica a la decisión de suspender el juicio. El término fue utilizado, en este sentido, por los escépticos en la Antigüedad, al encontrarse ante dos proposiciones igualmente defendibles pero opuestas o contradictorias entre sí. Con otro sentido lo utiliza Husserl en su método fenomenológico, al referirse a la puesta entre paréntesis de la realidad del mundo que conduce a la apropiación de la realidad del yo, de la propia conciencia. En el ámbito de la fenomenología de la religión la epojé se utiliza como suspensión del juicio del investigador. No es tarea del fenomenólogo considerar los fundamentos sobre los que las creencias religiosas se apoyan y preguntar si los juicios religiosos tienen validez objetiva o no.
5A lo largo de estas páginas alterno mayúsculas y minúsculas para términos como presencia, alteridad, Dios o diablo. Me interesa con eso subrayar la inestabilidad que frente a ellos siente quien investiga.
6Para una revisión de la mística como adjetivo antes de los siglos xvi-xvii es útil consultar Louis Bouyer, “Mysticism, An Essay on the History of the Word”, en Richard Woods (ed.) (1980: 45-58).
7La distinción agustiniana entre visiones corpóreas, imaginarias e intelectuales, a la que haré referencia después, fue un modo (debatido) para distinguir entre visión y aparición. Se consideraba que estas últimas eran corpóreas e imaginarias y la visión estrictamente hablando era sólo intelectual. Sin embargo, hay autores que presentan las tres y a las tres se las considera reales y verdaderas, aunque ciertamente se privilegian las imaginarias y, especialmente, las intelectuales. También se ha señalado que en las visiones predomina el elemento sorpresivo de la irrupción, y en las apariciones, el mensaje doctrinal. Todas estas formas de distinción son altamente discutibles. Las apariciones pueden tener ese contenido disruptivo, aunque luego aparezcan mensajes doctrinales. Y las visiones, pensemos por ejemplo en las del Sagrado Corazón a Margarita de Alacoque (Morgan, 2008), un mensaje doctrinal. Todas estas distinciones sirven precariamente de modo heurístico, pero hay que atender cada caso. En estas páginas no me ceñiré estrictamente a ellas y hablaré de visiones y apariciones como sinónimo. Cuando sea el caso especificaré si son corpóreas, imaginarias o intelectuales.
8La bibliografía al respecto es copiosa. Véase, por ejemplo, Gabriella Zarri (1991), Mino Bergamo (1998), Anne Jacobson Schutte (2001), Stephen Haliczer (2002), Walter Stephens (2002), Sarah Ferber (2004), Andrew Keitt (2005), Moshe Sluhovsky (2007), Sophie Houdard (2008), Armando Maggi (2006), Jeffrey Watt (2009), Susan Schreiner (2011), Michel de Certeau (2012), Clare Copeland y Jan Machielsen (2013) y Campagne (2016).
9Entre los alienistas que a partir del siglo xix recurren a los místicos de los siglos xvi y xvii para referirse a las alucinaciones podemos citar a los siguientes: Baillarger (1890: 269-493), Bonniot (1879) y Brierre de Boismont (1862). En el siglo xx es particularmente significativo Quercy (1930). Para un panorama general de la alucinación como psicopatología religiosa, véase Gumpper (2013: 182-186).
DIFERENCIA Y REPETICIÓN:
INVESTIGAR “LA MÍSTICA”
En todo caso, no habría porvenir sin repetición.
Jacques Derrida, Mal de archivo
La realidad histórica, comencemos por decir, se cuenta al escribirla. Estamos condenados a la reescritura. Los acontecimientos ciertamente existen, pero no hacen jamás una historia. Una historia toma forma a través de las puestas en relación, de los lazos tejidos entre hechos que todo separa. Si nos contentamos con una enumeración de lo que pasó, será a lo más un recuento de informaciones. La multiplicidad de nuestras reescrituras constituye lo que llamamos una traditio, es decir, una transmisión o una entrega, en sentido amplio. Jacques Derrida, a su vez, insiste en que la tradición existe por la capacidad humana de repetir. Repetir signos lingüísticos, imágenes visuales o prácticas corporales es lo que hace posible que hablemos de tradición. Ahora bien, según Derrida la repetición implica siempre la semejanza y la diferencia. La semejanza porque una práctica debe ser lo suficientemente similar a otras prácticas para ser reconocible como la misma práctica, y la diferencia porque la práctica, para ser repetida, ha de ocurrir en un momento y un lugar diferente que el de otras instancias de su emergencia. Dicho de otra manera: la semejanza hace que reconozcamos a la tradición como tal y que podamos transmitirla, y la diferencia hace que la tradición siga viva, puesto que es capaz de operar en distintos tiempos y lugares. La diferencia interna a la repetición permite que ésta sea transmitida y requiere de su transformación, sea la transformación reconocida o no. El neologismo de Derrida, différance, entraña al mismo tiempo semejanza y diferencia, presencia y ausencia, fidelidad e infidelidad o, mejor, dicho, fidelidad como infidelidad, puesto que la única manera de vivificar una tradición es a partir de sus diferencias consigo misma (Derrida, 2008: 347-372; Hollywood, 2016: 1-64).
Sólo si creemos que podemos conocer el origen absoluto de la significación, un término que uso aquí en su sentido más amplio posible para incluir al lenguaje, a las prácticas y a las imágenes, se puede decir que traicionamos una tradición y nuestras responsabilidades hacia ella simplemente a través del acto de repetición. Derrida (2008: 247-311) argumenta, de manera muy consistente, que nunca podemos conocer ningún origen puro e incontaminado, algo en lo que buena parte de la tradición cristiana estaría de acuerdo. Esta tradición insiste en que no se puede conocer plenamente a Dios, lo que para ellos es el origen con mayúsculas. Para algunos cristianos, no podemos alcanzar este conocimiento mientras estemos vivos; para otros, nunca lo alcanzamos. Dios no tiene límites y por lo tanto escapa a nuestros intentos de aprehenderlo (Hollywood, 2016: 14). Estas reflexiones me parecen sugerentes por tres motivos. Los tres tienen que ver con la forma en que se ha investigado “la mística”.
El primero es el de la relación que guarda la mística de los siglos xvi y xvii con la tradición cristiana. Cuando deja de ser un adjetivo y se transforma en un sustantivo, la mística deviene en un campo