Perros sí, negros no. Jorge Majfud

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Perros sí, negros no - Jorge Majfud BIBLIOTECA JAVIER COY D'ESTUDIS NORD-AMERICANS

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la convicción científica de la época según la cual el cabello rubio — como el de su rey, Felipe II— era producto de un vapor grueso que se levantaba del conocimiento que hace el cerebro al tiempo de su nutrición. Sin embargo, afirmaba Huarte, no era el caso de los alemanes e ingleses, porque su cabello rubio nace de la quema del mucho frío. La belleza es signo de inteligencia, porque es el cuerpo su residencia. “Los padres que quisieren gozar de hijos sabios y de gran habilidad para las letras, han de procurar que nazcan varones”. La ciencia de la época sabía que para engendrar varón se debía procurar que el semen saliera del testículo derecho y entrase en el lado derecho del útero. Luego Huarte da fórmulas precisas para engendrar hijos de buen entendimiento “que es el ingenio más ordinario en España”.

      En la Grecia antigua, como dice Aristóteles, se daba por hecho que los pueblos que vivían más al sur, como el egipcio, eran naturalmente más sabios e ingeniosos que los bárbaros que habitaban en las regiones frías. Alguna vez los rubios germánicos fueron considerados bárbaros, atrasados e incapaces de civilización. Y fueron tratados como tales por los más avanzados imperios de piel oscurecida por los soles del Sur. Lo que demuestra que la estupidez no es propiedad de ninguna raza.

      2007

      En el proceso de un reciente estudio en la Universidad de Georgia, una estudiante se entrevistó con una muchacha colombiana y grabó la entrevista. La muchacha refirió su experiencia en Inglaterra y cómo los ingleses estaban interesados en conocer la realidad de Colombia. Después que la muchacha detalló los problemas que tenían en su país, un inglés observó la paradoja de que siendo Inglaterra más pequeña y con menos recursos naturales que Colombia, era mucho más rica. Su conclusión fue tajante: “Si Inglaterra hubiese administrado Colombia como una empresa, los colombianos hoy serían mucho más ricos”.

      La muchacha admitió su fastidio, porque la expresión pretendía poner en evidencia todo lo incapaces que somos en América Latina. La lúcida madurez de la joven colombiana era evidente en el transcurso de la entrevista, pero en ese momento no encontró las palabras para contestar a un hijo del viejo imperio. El calor del momento, la desfachatez de aquellos ingleses le impidió recordar que en muchos aspectos América Latina había sido manejada como una empresa británica y que, por lo tanto, la idea no solo era poco original sino, además, era parte de la respuesta de por qué América Latina era tan pobre —admitiendo que la pobreza es escasez de capitales y no de conciencia histórica.

      De acuerdo: al continente latinoamericano le pesaron demasiado los trescientos años de una colonización monopólica, retrógrada y frecuentemente brutal, la que consolidó en el espíritu de nuestros pueblos una psicología refractaria a cualquier legitimación social y política (Alberto Montaner llamó a ese rasgo cultural la “la sospechosa legitimidad original del poder”). Luego de las semi-independencias del siglo XIX, no sólo el “progreso” de los ferrocarriles ingleses fue una especie de jaula de oro —al decir de Eduardo Galeano—, de saco de fuerza para el desarrollo autóctono latinoamericano, sino que algo parecido podemos ver en África: en Mozambique, por ejemplo, país que se extiende de norte a sur, los caminos lo atravesaban de este a oeste. El Imperio británico sacaba así las riquezas de sus colonias centrales pasando por encima de la colonia portuguesa. En América Latina podemos ver todavía las redes de asfalto y acero confluyendo siempre hacia los puertos —antiguos bastiones de las colonias españolas que los nativos rebeldes contemplaban con infinito rencor desde lo alto de las sierras salvajes y los terratenientes veían como la culminación del progreso posible de países retardados por “naturaleza”.

      Claro que estas observaciones no nos eximen, a los latinoamericanos, de asumir nuestras propias responsabilidades. Estamos condicionados por una infraestructura económica pero no determinados por ella, como un adulto no está atado irremediablemente a los traumas de su infancia. Seguramente debemos enfrentar en nuestros días otros sacos de fuerza, condicionamientos que nos vienen de afuera y de adentro, de la inevitable sed de predominio de potencias mundiales que no están dispuestas a cambios estratégicos, por un lado, y de la frecuente cultura de la inmovilidad propia, por el otro. Para lo primero es necesario perder la inocencia; para lo segundo necesitamos valor para criticarnos, para cambiarnos y cambiar el mundo.

      2006

      ¿Qué se oculta detrás de la Cultura del Odio?

      Empecemos por lo más fácil: no hay “Choque de Civilizaciones” sino choque de intereses. Pero como nos muestra repetidas veces la historia, los peores opresores suelen ser los mismos oprimidos: los negros esclavos eran castigados sin piedad por otros esclavos elevados un miserable escalón en la escala de opresiones. A modo ilustrativo bastaría con leer la Autobiografía de un esclavo (1835) del cubano Juan Manzano; o el desprecio y la vergüenza que algunos indígenas descargan sobre sus propios hermanos en América Latina; o el desdén de muchos “hispanos naturalizados” en Estados Unidos por los nuevos inmigrantes con caras de pobres, etc.

      El mismo mecanismo perverso se reproduce a una escala mayor y más profunda: las culturas de distinto color son ahora vistas como enemigas, como incompatibles formas de vivir, hasta el extremo de matarse por esas falsas banderas y contraseñas. Estas murallas se derrumbarían con un par de observaciones de una lista casi infinita: si la historia registra, obsesivamente, el recuerdo de guerras entre pueblos, registra también, sin tanto ruido, memorias y olvidos más vastos de cristianos, judíos y musulmanes conviviendo en una misma ciudad, colaborando la mayor parte de las veces en el comercio y en la cultura. Lo mismo podríamos decir de Nueva York: si las diferencias culturales fuesen insalvables, Manhattan debería ser un área más conflictiva que Bagdad o Jerusalén, ya que allí conviven decanas de diferentes etnias y lenguas.

      Pero nos han vendido el cuento del Choque de civilizaciones y lo consumimos con el ardor de verdaderos adictos. Todo tiene un Por qué, el cual es diariamente evitado con discursos políticos y mediáticos sobre el mejor Cómo.

      Para mi escaso entendimiento humano, el Por qué no es tan difícil de percibir. Como lo he desarrollado en otros espacios, esa lucha se libra en el “centro” de la cultura occidental, que es la cultura que ha encabezado los cambios históricos de los últimos siglos.

      Vamos por parte. El breve y agonizante período histórico llamado Posmodernidad ha sido, a mi juicio, el resultado de un lógico antagonismo. Fue la consecuencia de la Modernidad, claro, pero no sólo por el rechazo a los valores de ésta (razón, abstracción, eurocentrismo, etc.) sino porque también el sector izquierdo de esta Posmodernidad radicalizó los mismos valores que había promovido la Modernidad y el humanismo contra la mentalidad escolástica: en resumen, la rebelión del individuo, primero, y de la llamada “masa” después. Las reivindicaciones de los actores periféricos no son una reacción contra la Modernidad sino una radicalización de ésta. Claro que podemos ver estos cambios como consecuencias de la (post)industrialización. Pero aún así se deben a una realidad cultural más vasta llamada Modernidad.

      En definitiva, entiendo que la energía que se radicaliza en los últimos quinientos años es la que conduce al cuestionamiento de la autoridad (política, eclesiástica, sexual, cultural, colonial). Casi todo el pensamiento del siglo XX y de nuestro siglo se resume en una lucha sin tregua contra el poder económico e ideológico.

      En su traducción política, esta radicalización de la Modernidad lleva a sustituir, irremediablemente, las viejas estructuras de poder que conquistaron y luego secuestraron términos y valores llamados “libertad”, “democracia”, “justicia”, etc. Estos valores han sido convertidos en ídolos con el fin de revertir un lento proceso revolucionario —la democracia progresiva— en un orden conservador: la democracia representativa.

      La caída del antiguo bloque comunista dejó al centro conservador de occidente sin

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