Perros sí, negros no. Jorge Majfud
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El soldado Adolf Hitler no tenía ideas radicales. Tampoco era un pensador radical, sino todo lo contrario: sus ideas y su pensamiento eran de uso común en su época, sobre todo del otro lado del Atlántico. En Estados Unidos, la idea de una gloriosa raza teutónica y aria amenazada de extinción por las razas inferiores eran moneda en curso durante el siglo XIX, desde los encapuchados del Ku Klux Klan hasta para presidentes como Theodore Roosevelt, pasando por marines y voluntarios que cazaban negros por deporte, violaban a sus mujeres y se divertían justifiando las violaciones como forma de mejorar la raza de las islas tropicales. Es muy probable que el nazismo hunda algunas de sus raíces en el sur de Estados Unidos, mucho antes de perder la memoria durante la Segunda guerra mundial.
Diez años más tarde el zoólogo de la Universidad de Berkeley Samuel Holmes propondrá la esterilización forzada de los mexicanos en Estados Unidos (de la misma forma que se había esterilizado a diez mil idiotas sólo en California) para resolver el serio problema racial que significaba disminuir la calidad de la raza estadounidense. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos mañana”, afirmaba Holmes. En artículos sucesivos, repetirá la advertencia hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de ciudadanos anglosajones, la que derivará, durante la Gran Depresión, en la persecusión de mexicanos y en la deportación de medio millón de ciudadanos estadounidenses con aspecto de mestizos.
2020
Inspiraciones nazis
El 20 de octubre, ante el XVII Congreso Sionista, el ministro de Israel afirmó que cuando Hitler se reunió con el muftí de Jerusalén Haj Amín al Huseini en 1941, todavía no tenía la idea de exterminar a los judíos de Alemania. Según Benjamin Netanyahu, había sido el palestino quien le había inspirado la idea del holocausto judío.
Esta interpretación de la historia tenía por destino una audiencia limitada, pero el Primer Ministro tuvo la mala suerte de que trascendiera los muros de la sala y llegara a oídos de gente normal, por lo cual no tuvo más opción que retractarse.
Claro que la memoria popular no va mucho más allá de los seis meses y todos los políticos lo saben y actúan en consecuencia. El mayor propagandista de la historia moderna, Edward Bernays, lo dijo de otra forma y logró convencer a varios gobiernos de Estados Unidos (y lo probó con hechos) que las grandes democracias modernas están regidas por gobiernos invisibles cuyo brazo ejecutor es la propaganda.
El austríaco Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, emigró a Estados Unidos en 1892 y aquí logró vender la Primera Guerra a los americanos. Entre sus muchos éxitos estuvo el golpe militar que la CIA acertó en Guatemala, en 1954, luego de una masiva campaña propagandística que logró convencer a los estadounidenses y a los guatemaltecos que la destrucción del gobierno democrático de Jacobo Árbenz fue para salvar a aquel país del comunismo y no para salvaguardar los intereses monopólicos de la United Fruit Company. Bernays no sólo fue el autor de recomendables libros como Crystalizing Public Opnion (1923), Propaganda (1928) y The Engineering of Consent (1956) sino que además fue un efectivo manipulador de la opinión y los deseos de millones de estadounidenses: gracias a él, generaciones de mujeres comenzaron fumar luego de comprar la idea (perdón por el anglicismo, pero no hay forma más profunda de decirlo en castellano) de que una mujer fumadora no lucía masculina sino liberada. Su eslogan de 1929 equiparaba los cigarrillos a “torches of freedom” (antorchas de libertad).
Gracias a este genio de la manipulación de masas hoy casi todos los estadounidenses desayunan huevos con tocino, luego de convencer a los mismos doctores de la época de que ese tipo de comida era más saludable que la comida frugal de las generaciones anteriores. Por supuesto que Bernays no sabía nada de medicina, sólo trabajaba para sus clientes como un abogado defiende a un criminal que ha confesado su propio crimen. La eficiencia de la propaganda, decía, no está en decir que un producto (un jabón, un presidente) es bueno sino en hacer que lo digan los sacerdotes de turno.
Bernays siempre iba a las raíces (más oscuras) y por eso inventó eso de las “Relaciones Públicas” para no usar, según sus propias palabras, el verdadero nombre de la nueva disciplina: “propaganda”.
Los trabajos de Edward Bernays, paradójicamente (si se considera su origen judío) fueron fuente de inspiración de otra maquinaria propagandística: la nazi. Joseph Goebbels, estudioso de Bernays, lo reconoció así. Bernays se escandalizó de las consecuencias alemanas de sus trabajos como Einstein cuando se enteró de las bombas atómicas lanzadas sobre cientos de miles de inocentes para persuadir al gobierno japonés de la época.
Años más tarde, como forma de devolución académica, los médicos y el gobierno de Estados Unidos actuaron al mejor estilo nazi cuando entre 1946 y 1948 infestaron con sífilis a más un millar de guatemaltecos para probar nuevas medicinas. Por entonces, los indios eran los judíos de estos lados, como todavía lo son en muchos aspectos.
Pero Bernays no fue el único manipulador americano que inspiró a los nazis de la época. El antisemitismo en Estados Unidos era mucho más fuerte de lo que hoy su pueblo se atreve a imaginar. Uno de los antisemitas más conocidos y menos condenados fue Henry Ford. Ford no se quedó sólo en el sentimiento. Publicó cuatro volúmenes de propaganda antisemita bajo el título The International Jew, donde analizaba “el problema judío”. Ford no sólo fue directa inspiración de Adolf Hitler, quien lo reconoce desde su famoso libro, o como se llame, Mein Kampf y en otras oportunidades, sino que además asistió económicamente al fuhrer, quien lo condecoró con la Gran Cruz del Águila. El vicepresidente de General Motors, James Mooney, recibió una igualita por su apoyo al Reich.
Uno de los más importantes presidentes que tuvo Estados Unidos, reelegido tres veces y artífice de una especie de segunda refundación del país (si consideramos que la de Abraham Lincoln fue la primera) compartió estos sentimientos antisemitas. Franklin Roosevelt, artífice de importantes programas “socialistas” y del New Deal, estaba orgulloso de no tener sangre judía en sus venas. En 1923, siendo miembro del directorio de Harvard University propuso limitar el número de judíos en las aulas y luego la misma solución en diferentes profesiones. Durante la Segunda Guerra, los requisitos para otorgar visas a los judíos alemanes fueron por lo menos absurdos, lo que llevó a que un número ínfimo de refugiados lograse cruzar el Atlántico (menos de 10.000 por año, según mis cálculos).
No tan difícil la tuvieron muchos nazis alemanes, como los miles de técnicos que colaboraron con Hitler, muchos de los cuales, como Wernher Von Braun, eran miembros registrados del partido nazi y gracias a los cuales la NASA logró los milagros que ya conocemos.
Seguramente el genio de Bernays estaba en lo cierto: quien conozca los instintos de las masas y tenga los instrumentos para manipularlos, se convertirá en el gobierno invisible, que es el único gobierno que gobierna. Cuando el profesor y activista Stuart Ewin le preguntó por la razón de que alguien tan influyente como él no fuera conocido entre el pueblo, Eddie, como lo llamaba su mucama, dijo lo que debería ser obvio: de eso se trata; el valor de la invisibilidad es consustancial de todo poder.
Claro que el mismo Bernays, con cien años en 1990, mientras le confesaba al mismo Ewen (“con un dejo de nostalgia”) que nunca había aprendido a manejar porque siempre tuvo al menos trece sirvientes, reconoció: “a veces los tontos logran alguna conciencia”.
2015
La culpa es de los pobres
En 1758 el