Perros sí, negros no. Jorge Majfud
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En el orden institucional, esta lucha entre los dos proyectos de Occidente se traduce en una lucha del viejo sistema de Democracia Representativa contra el siguiente estado de la historia: la Democracia Radical. Este nuevo orden es el tabú político, es el verdadero enemigo de los conservadores del viejo sistema “representativo”.
La reacción buscará, entonces, moralizar usando peones, imponiendo “el bien y la justicia” por la fuerza (Superman), luchando contra “los chicos malos” (El pato Donald) sin eliminarlos del todo. Así también los antiguos opresores se valían del esclavo negro para azotar a sus hermanos en nombre del Orden, la Paz y la Religión.
Aunque más lejanas, las sociedades islámicas se dirigen hacia este mismo estado de desobediencia social. No obstante, tanto los conservadores islámicos como los noroccidentales colaboran entre sí alimentando el antagonismo por la fuerza del miedo. El mido de nuestras sociedades a perder unos determinados “valores occidentales” nos lleva a perderlos, si consideramos que la característica de Occidente en los últimos siglos ha sido una progresiva democratización, una progresiva rebeldía y liberación de los sectores oprimidos. Al renunciar a esta exigencia de libertad, Occidente se suma al Oriente islámico y al extremo Oriente, en un modelo conservador de sociedad, con códigos morales y sexuales más propios de la Edad Media que del llamado Occidente moderno.
Parte de este discurso es repetir que la “cultura islámica es incapaz de progreso”. ¿Olvidan que gran parte del progreso occidental se inició con los progresistas islámicos, cuando Europa era aún más teocrática de lo que hoy es el mismo Irán? Para no recordar que la culta Alemania de hace apenas medio siglo, con sus millones de masacrados, no era precisamente un buen ejemplo de progreso. Para no seguir con ejemplos más recientes en España, Vietnam, Argentina… Sin embargo Europa ha cambiado de la teocracia a la llamada “democracia” occidental. ¿Estaba, entonces, el cristianismo, incapacitado para cualquier progreso? ¿Por qué se niega siempre la capacidad humana del cambio, de progreso, a los demás?
La madre de todas las guerras no es la del centro contra la periferia, sino — como en el ajedrez— de la lucha por el centro. Para ello, una de las fracciones en el centro deberá mantener en jaque permanente al resto y así lograr el dominio y el statu quo, que para Occidente significa retroceso, decadencia.
En los últimos doscientos años, el poder de un individuo o de un sistema radicó en su “representatividad política”. Representar significa asumir y ejercer un poder que otro no puede ejercer por sí mismo. Esto, si bien fue un logro en el siglo XIX, resultará un anacronismo en el siglo XXI. Las masas que lucharon por obtener esta representatividad, naturalmente reclamarán hablar por voz propia, dejando de ser considerada masa para pasar a ser humanidad. Mientras esta realidad histórica no encuentre una nueva traducción social e institucional, la violencia continuará en todas sus formas. El viejo centro de poder, cada vez más cerrado sobre sí mismo, hará responsable a la víctima de su propia opresión. Pero tarde o temprano la democracia representativa dejará paso a la democracia radical de la Sociedad Desobediente. Los gobiernos y los parlamentos del mundo entero —con sus cámaras representando las antiguas clases sociales de lores y comunes— serán a los pueblos desobedientes lo que hoy son los reyes de Inglaterra al parlamento. Oriente se sumará a este inevitable proceso, apenas deje de consumir el discurso antagonista que comparte con Occidente, y se integre a un verdadero diálogo de culturas. La desobediencia, entonces, no estará en la violencia sino en el abandono del odio que tanto trafican hoy quienes se resisten a los cambios. ¿No fue acaso esa, la principal enseñanza social de Jesús —igualdad, fraternidad, liberación, universalidad—, que la política y la Cultura del Odio contradicen en Su propio nombre?
En mi recorrida por el mundo, siempre me sorprendió lo que debía ser lo más obvio: la gente, en sus aspiraciones más profundas, somos radicalmente iguales. Las diferencias culturales, de mentalidades son parte de la riqueza, no parte del problema. Somos iguales porque somos diferentes. Pero sufrimos un defecto universal: antes que el factor común que nos une, vemos las diferencias. Y convertimos estas diferencias en la razón de nuestros odios, de nuestras malditas guerras que benefician siempre a unos pocos en el nombre de muchos.
2006
Los verdaderos muros de la democracia estadounidense
Los muros de la democracia estadounidense son de dos géneros: uno es cultural y el otro estructural. Ambos, con un antiguo objetivo: mantener el poder en manos de una minoría que se representa como mayoría.
Veamos el muro cultural, primero, pero empecemos por su lado positivo. Los llamados Padres fundadores fueron una élite de intelectuales, reflejo de las nuevas y radicales ideas europeas que, más o menos, encontraron un espacio en el nuevo continente que no tenían en el viejo, de la misma forma que lo hizo el cristianismo en Europa y no en la Palestina judía. Es decir, un territorio menos codiciado por los imperios del momento y menos acosado por la tradición milenaria de ideas fosilizadas. Thomas Jefferson se había hecho ciudadano francés antes de ser presidente de Estados Unidos y todos los demás tenían, de alguna forma, una profunda admiración por los filósofos de la ilustración, sino directamente por la cultura francesa. Las ideas de Jefferson, como la de los otros fundadores, no sintonizaban mucho con el resto de la población, al extremo de que sus libros fueron prohibidos en muchas bibliotecas bajo la exagerada acusación de ser ateo. La idea de crear un muro espeso que separase religión de gobierno era demasiado radical.
Sin embargo, esta elite fundacional compartía con el resto la desgracia del racismo y de la doble vara. El genio de Benjamín Franklin no quería una inmigración que no fuese blanca y anglosajona. El sabio de Thomas Jefferson no sólo abusó de una menor a la que hizo madre varias veces, sino que, además, nunca la liberó por ser mulata. La hermosa esclava, Sally Hemings, era la hija ilegítima de su suegro con otra esclava. Por no entrar en la larga y persistente historia de leyes racistas que van desde la idea de la no humanidad de los negros hasta el desprecio de los latinoamericanos por su condición de hibridez, como las mulas, algo que, según los periodistas y congresistas del siglo XIX, no agradaba a Dios. El asco por los chinos, por los irlandeses (antes de convertirse en blancos asimilados), por los indios y por los mexicanos completó el mapa del desprecio y el despojo a todo lo que no era anglosajón y protestante. La hermosa frase “We the people” asumía, de hecho, que con eso de “el pueblo” no se referían ni a los negros, ni a los indios, ni a nadie que no perteneciera a la “raza” de los fundadores. Pero Jefferson estaba en lo cierto cuando dijo que “la tierra les pertenece a los vivos, no a los muertos”.
A los padres Fundadores (y a los líderes que les siguieron) se los suele disculpar porque eran “hombres de su tiempo”; no se puede juzgar a alguien que vivió hace doscientos años con los valores de hoy. Sin embargo, un par de años después que Jefferson dejara el gobierno en Estados Unidos, un militar rebelde llamado José Artigas, quien estaba contra el abuso militar en el gobierno y a favor de una democracia más directa, apenas tomó control de la Unión de los Pueblos Libres (lo que hoy es Uruguay y parte de Argentina) repartió tierras a blancos, indios y negros bajo el lema “los más infelices serán los más privilegiados”. Un principio y una actitud verdaderamente cristiana de un hombre no religioso.
Tampoco es cierto que Estados Unidos nunca tuvo una dictadura. De hecho, sus leyes necesitaron un siglo, hasta después de la Guerra civil, para reconocer que alguien podía ser ciudadano estadounidense independientemente del color se su piel, aunque luego continuó filtrando, también por ley, a inmigrantes que no eran suficientemente blancos.
Actualmente, hasta los blancos más blancos se han convertido en negros. Pero no lo saben y por eso tanto renacido odio a los negros y marrones. Se sienten los nuevos negros, pero no lo reconocen y, por eso, necesitan despreciar al resto para confirmar su antigua condición de blanco, es decir, de privilegiados.