Reparar (casi) cualquier cosa. Paolo Aliverti

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Reparar (casi) cualquier cosa - Paolo Aliverti

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presenté al examen sin ir a clase. Estudié mucho e hice el examen en el periodo de introducción del permiso de conducir europeo. Me encontré en una gran sala de las autoridades de tráfico de Milán, donde tuve que esperar durante horas. Mientras esperaba a que me llamaran, me enteré de que el examen para el que yo me había preparado no era escrito, sino oral: ¡un auténtico shock! Inmediatamente me puse a repasar la teoría y, finalmente, pasé tanto la prueba oral como la escrita y obtuve el carné A. Para pasar el examen práctico, me prestó la moto un primo lejano. Era una Moto Guzzi V35 II roja. Después me compré una Guzzi V35C azul: la moto más barata de aquellos tiempos. Tenía unos 50.000 kilómetros y había sido matriculada en los años 80. El chasis, de hierro, era muy pesado y robusto. Me costó un poco más de un millón de liras (unos 500 Illustration actuales).

      La moto siempre llevaba algún que otro «parche» y, pensando en mis ahorros y en mi autonomía, aprendí yo solo a hacer un poco de mantenimiento. En ocasiones, las intervenciones eran «extraordinarias» y en otras, había que realizar reparaciones bastante atrevidas e improvisadamente mecánicas. Me inspiraba en libros como el de Pirsig, que de técnico tenía más bien poco, aunque quedaba ampliamente compensado por el espíritu filosófico necesario para afrontar estas reparaciones. Por aquel entonces todavía no había Internet tal como lo conocemos ahora: no había vídeos de YouTube que te explicaran con todo detalle cómo cambiar filtros y pastillas de freno. Erais tú, la moto y la llave inglesa. Una vez, cuando volvía de una reunión de motos, pasé por un bache y se rompió una pieza del chasis que sostenía el sillín y el guardabarros. Era evidente que la Guzzi necesitaba ser reparada: los paneles laterales se salían fácilmente porque estaban colocados a presión. El depósito se abría con una goma y, una vez cerradas las válvulas y desconectados los tubos del carburante, era completamente accesible. El motor simple y lineal invitaba a ser explorado. En aquella ocasión, quité el asiento y busqué un sistema para fijar el chasis roto. Conseguí una barra de hierro lisa que entrara fácilmente dentro de los tubos y, una vez colocada, procedí a la soldadura de las partes metálicas. El chasis que sostenía el motor V35 ya era de hierro. Una operación «de carnicero», si queréis, pero hecha con total autonomía y gran satisfacción.

      En el garaje de mi casa de Ceriano Laghetto pasaba mucho tiempo reparando la Guzzi, pero también bicicletas y todo cuanto se me rompía. En mi familia siempre ha existido la «cultura del reparar», una actividad antes normal y cotidiana. Mis abuelos, que vivieron durante la guerra, estaban acostumbrados a cambiar y reparar las herramientas agrícolas para su trabajo. De pequeño, yo les seguía y les observaba con interés mientras llevaban a cabo sus tareas y, a menudo, reparaban cosas. Antes, las reparaciones de las herramientas era más fácil porque las cosas se fabricaban de una forma más simple y sin tanta malicia. A veces, algunas herramientas se vendían a piezas: en el consorcio agrario comprabas un mango de madera (o te hacías con una rama grande y robusta), la lama de una pala, unos clavos para fijarla y procedías al montaje. Una vez construida la herramienta, en caso de rotura, ya sabías cómo repararla. Por ejemplo, de vez en cuando era necesario añadir algún clavo para que la pala quedara bien fijada. Estas intervenciones no siempre daban como resultado objetos «bonitos», pero sin duda sí funcionales. Había personas con una atención y una capacidad especiales para crear herramientas y modificarlas.

      Todo cuanto fue diseñado y fabricado antes de los años 80 es bastante «accesible», en el sentido de que dispone de tornillos «visibles» que permiten una apertura fácil del objeto. La introducción del plástico limitó mucho las posibilidades de intervención y de reparación de los objetos. Aunque sea un material que puede asumir cualquier forma y sea omnipresente, no es resistente como una pieza de metal o de aluminio. Por otro lado, la fabricación en masa no puede permitirse utilizar materiales tan preciados como el metal. El plástico es muy cómodo, rápido y económico. Los plásticos más utilizados son los termoplásticos: polímeros que pueden ser «deformados» con el calor. El proceso de deformación es reversible, pero sin los instrumentos y los trucos adecuados es difícil intervenir sobre estos objetos para repararlos. No sé cuántas veces he intentado pegar objetos de plástico con supercolas esperando resolver un problema. Mi fe en este tipo de pegado desapareció hace tiempo. Los primeros objetos creados con plástico tenían tornillos. Los tornillos valen dinero y, por tanto, para ahorrar y hacer los objetos aún más bonitos y perfectos, se eliminan a favor de encajes pensados para que no se abran nunca, sobre todo porque no habría ninguna razón para hacerlo. ¿Para qué querríamos desmontar un objeto que no funciona?

      Los objetos modernos no contemplan la posibilidad de ser abiertos, inspeccionados y, aún menos, reparados. Observad vuestro nuevo smartphone: una pastilla de jabón negra y brillante con ranuras muy pequeñas, casi invisibles. El cristal de la pantalla forma un todo con el resto del objeto. La batería es interna y no se puede extraer. ¿Para qué querrías abrirlo? Pues porque, por ejemplo, durante su fabricación el cable del altavoz ha quedado «pillado» y, tras unos meses de funcionamiento, el teléfono se ha quedado inexplicablemente mudo. Esto me ha pasado de verdad y confieso que perdí una semana entera pensando que la causa podían ser el software o los posibles efectos de alguna actualización del sistema. Solo cuando el teléfono se declaró inservible tuve el valor de abrirlo. Una operación que debe llevarse a cabo con extremo cuidado, vista la delicadeza y complejidad del dispositivo. Levantando un poco el circuito impreso se notaba que uno de los cables del altavoz se movía libremente... Y ahí estaba el problema. La imposibilidad de sustituir las baterías también es desconcertante. Hasta hace pocos años, los ordenadores y los teléfonos contaban con una batería extraíble. Las baterías no duran mucho y, después de unos cientos de ciclos de recarga, se acaban gastando. Mientras que antes el dueño del objeto podía cambiar la batería por una nueva de una manera muy sencilla, hoy en día esta operación está altamente desaconsejada a favor de la sustitución del dispositivo por uno nuevo o de una intervención por parte de la asistencia técnica que nos hará pagar generosamente por llevar a cabo una operación que, hasta hace poco, todos éramos capaces de realizar.

      He llegado a entender en parte la necesidad de crear objetos perfectos e inaccesibles leyendo la biografía de Steve Jobs, que no quería que los clientes abrieran sus productos o traficaran con ellos. Su primer ordenador vio la luz en un periodo muy concreto en el cual la electrónica era muy popular, la gente quedaba para hablar de sus proyectos y para explicarlos y compartirlos con otras personas, un poco como sucede actualmente con la impresión 3D. El Apple II vio la luz en este entorno y estaba rodeado de gente que sentía curiosidad por sus circuitos y deseaba manipularlos para conectarles periféricos hechos en casa. Para Steve esto era inacceptable y consiguió que el primer «Apple» comercial fuera inaccesible, se utilizaron para ello pocos tornillos con cabezas especiales y muy escondidos. Era normal que los ordenadores de aquella época tuvieran un puerto de expansión al cual conectar periféricos de distintos tipos, incluso fabricados por uno mismo, cosa que faltaba en el ordenador de Jobs, y él era plenamente consciente de ello. Jobs sabía que podía hacer un producto de óptima calidad y no quería que nadie lo manipulara. Esta posición tiene su lógica, porque así todo está bajo control. Un sistema cerrado tiene un hardware bien definido y estable, igual que el software que en él se ejecuta. Un sistema de este tipo es más controlable y, por tanto, debería funcionar mejor. De hecho, los ordenadores que fabrica Apple son ordenadores de óptima calidad. El enfoque adoptado por Microsoft e IBM se encuentra completamente en las antípodas del de Apple; ambas empresas se aliaron para crear un hardware modular y de bajo coste sobre el cual pudiera ejecutarse el sistema operativo Windows, adaptable a las distintas situaciones. Esto permitió una rápida y masiva difusión de los ordenadores de escritorio y que naciera el amor/odio por Windows, sistema operativo omnipresente que debe rendir cuentas ante miles de situaciones distintas.

      Los productos de Apple fueron muy innovadores y de referencia en todo el mercado. Por esta razón, algunas decisiones tecnológicas y de diseño presentadas por Apple han sido inmediatamente adoptadas por muchos otros fabricantes. Otro ejemplo de innovación que ha marcado este paso ha sido el uso de fuentes de alimentación conmutadas, que ya existían hacía tiempo, pero introducidas por primera

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