El sueño de Texas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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encontraba tendida en el centro del establo, observada por la totalidad de los miembros de la familia Curbelo, que se mostraban desolados, casi anonadados, contemplando el cadáver de la bestia como si se tratara del suyo propio, ya que el animal constituía la más preciada, y casi la única, de sus pertenencias.

      No decían ni hacían nada, como si asistieran a un velatorio, y permanecieron así hasta que se escuchó el chirriar de los ejes de un carromato y al poco hizo su aparición Juan Leal, que chasqueando la lengua comentó con voz ronca:

      –El dicho es viejo: «Si la camella muere sin remedio es hora de poner tierra de por medio».

      –¿Y eso qué quiere decir?

      –Que cuando ni las bestias soportan la sed, hay que emigrar –señaló hacia fuera–. En el carro tengo a la familia y en el puerto aguarda un barco. Ahora lo que importa es salvar a los muchachos.

      –¿Abandonando Lanzarote?

      –Lanzarote siempre estará aquí, y cuando llueva será el momento de regresar. Por lejos que vayamos, el camino no será más largo a la vuelta que a la ida.

      –Creí que no te gustaba esa aventura.

      –Y no me gusta… –Señaló con un gesto a la camella–. Pero esto es peor. ¿Se vienen?

      Los Curbelo se consultaron con la mirada. Les aterrorizaba la idea de abandonar su hogar y su isla, pero alzaron el rostro al cielo, lanzaron una nueva ojeada a la bestia, sobre la que zumbaban millones de moscas, y tras intercambiar una larga mirada entre marido y mujer, el primero asintió convencido:

      –Tiene razón, cristiano. Esto es peor. Nos vamos.

      Hizo un gesto a sus hijos y todos se encaminaron a la salida, ante la sorpresa de Juan Leal, que inquirió un tanto desconcertado:

      –¡Pero bueno! ¿Se van así, sin más? ¿No se llevan nada?

      –Todo lo que tenemos, sed, hambre y recuerdos, nos los llevamos puesto. El resto son harapos.

      –Hay algo que sí quisiera llevarme, padre –le interrumpió su hija–. La piedra de moler. Vayamos donde vayamos habrá millo, y sin «gofio» los canarios nunca seremos nada.

      Matías Curbelo pareció comprender que tenía razón e hizo un gesto con la cabeza indicando a sus hijos que fueran a buscarla.

      Desaparecieron en el interior de la cuadra y al poco regresaron cargando la piedra.

      ***

      El Teide, blanco y majestuoso, se recortaba contra el cielo e iba ganando en tamaño a medida que la nave se aproximaba.

      En la cubierta de la «San Telmo», una balandra pequeña, hedionda y miserable, se apiñaban medio centenar de infelices, que contemplaban con ojos, en los que se mezclaban el temor y la esperanza, la verde isla y el gigantesco volcán que se alzaba ante ellos.

      María Curbelo, sentada sobre un rollo de cuerdas, tenía sobre el regazo a un niño que debía haber sufrido una pésima travesía, puesto que se le advertía pálido y ojeroso. Pese a ello, su voz se animó al inquirir:

      –¿Qué es eso blanco que cubre la montaña?

      –Nieve.

      –¿Y eso qué es?

      –Agua sólida.

      –¡Tú eres tonta! ¿Cómo puede haber agua sólida?

      –No lo sé, pero dicen que así es.

      El chiquillo meditó largamente y al poco, con absoluta inocencia, aventuró:

      –Y si es agua sólida, ¿por qué no nos la llevamos a Lanzarote? ¿Crees que los tomates crecerían si cubriésemos con ella los campos?

      –Tampoco lo sé, pero a lo mejor por eso Tenerife se ve tan verde. –Tras unos momentos de duda añadió–: Pero no creo que nos dejasen quitarles su nieve.

      –Si yo tuviera «agua sólida» no dejaría que nadie me la quitara.

      –Parece que les sobra.

      –¿Y no podríamos quedarnos? Tenerife se ve bonito.

      –Aceptamos que nos llevaran a Texas y no nos dejarán quedarnos por el camino. Pero no te preocupes; América es aún más bonita.

      El mocoso lanzó una larga ojeada a la enorme montaña y a las verdes laderas y por último negó convencido:

      –Lo dudo.

      ***

      En una amplia y destartalada sala que tal vez fuera la antigua capilla se amontonaban cuarenta o cincuenta emigrantes, entre hombres mujeres y niños, dado que ese era el hospedaje que se había proporcionado a las familias que se habían ido reuniendo a la espera del día del en que tuvieran que embarcar.

      Las condiciones de vida eran ciertamente deplorables puesto que ni siquiera tenían camas sino tan solo colchonetas tiradas en el suelo, mientras que la separación entre las distintas familias se había hecho a base de raídas mantas que colgaban de cuerdas tendidas de una pared a otra.

      Todo tenía el aspecto de un campo de refugiados, y los rostros mostraban desesperación y hastío, a la par que hambre.

      En un rincón, no lejos de un semiderruido altar presidido por un deteriorado crucifijo, el padre Ruiz, un franciscano de aspecto bondadoso, había improvisado una especie de primitiva aula donde con ayuda de una rústica pizarra trataba de enseñar a los niños –y a los que no lo eran tanto– las primeras letras.

      –¡A ver...! La eme con la i, mi. La eme con la o, mo. La eme con la u, mu…

      La totalidad de los miembros de las familias Curbelo y Leal atendían a las explicaciones repitiendo la lección como niños y así continuaron mientras un sordo rumor les obligaba a alzar más y más la voz, hasta que de improviso y a través de los innumerables huecos de la techumbre, comenzaron a caer gruesas gotas, lo que hizo que Juan Leal alzara el rostro, al tiempo que exclamaba:

      –¡Llueve! ¡Llueve! ¡Dios bendito; está lloviendo!

      Como si semejante revelación fuera algo inaudito y portentoso, la mayoría de los hombres, mujeres y niños corrieron hacia la salida, dejando estupefacto al padre Ruiz, que se volvió hacia el único alumno –un hombretón de aspecto rudo– que no se había movido de su sitio.

      –¿Pero qué ocurre? –quiso saber.

      –Llueve.

      –¿Y qué? ¿Es que nunca han visto llover?

      –La mayoría no. Son lanzaroteños y está cayendo más agua en un minuto que en toda su isla en cinco años...

      –Entiendo. ¿Y tú no vas a verlo?

      –Yo soy gomero.

      Fue a añadir algo pero se interrumpió al advertir que un niño entraba, recogía un cazo de latón,

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