El sueño de Texas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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hijo, sí... Naturalmente.

      El chiquillo se encaminó directamente al crucifijo y colocó el cacharro a sus pies.

      –En ese caso, pídale que lo convierta en nieve.

      El desconcertado religioso se aproximó al rapazuelo y, colocándole la mano en el hombro, inquirió:

      –¿Qué has dicho?

      –Que convierta el agua en nieve. No se la estoy quitando a nadie, y me la llevaré a Lanzarote cuando vuelva.

      –Pero bueno, hijo, eso no es tan sencillo; el agua no se convierte en nieve así, sin más.

      Se interrumpió porque advirtió que se le estaban mojando los pies debido a que por la puerta penetraba agua a raudales empapando los colchones y amenazando con transformar la estancia en una piscina.

      –¡Pero bueno…! ¿Qué es esto?

      Corrió a la salida y lo que vio le dejó estupefacto; el enorme patio del convento semejaba un inmenso estanque en el que medio centenar de mujeres y niños chapoteaban bajo la lluvia mientras los hombres corrían de un lado a otro afanándose en taponar los desaguaderos con piedras, sacos y todo cuanto encontraban a mano.

      –¡Que se va…! ¡Que se va!

      –¡Allí, Juan! Por aquel agujero.

      –En la esquina, Torano. Trae piedras, que se marcha.

      –¿Pero qué demonios hacéis? –se horrorizó el pobre cura–. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Lo vais a inundar todo!

      Quiso apartar a los dos hombres que tenía más cerca quitando la piedra que cubría el desagüe, pero trataron de impedírselo.

      –No lo haga, padre, que es agua. ¡Es agua!

      ***

      María Curbelo descendía por un empinado camino con un pesado haz de leña en la cabeza.

      A sus espaldas se perfilaba la inmensa silueta del Teide y al doblar un recodo distinguió una pequeña casa de piedra ante cuya puerta una anciana sentada tras una rústica mesa se afanaba desgranando maíz por el sencillo procedimiento de frotar una mazorca contra otra.

      La muchacha aspiró profundamente el aroma que manaba de la chimenea y se detuvo al tiempo que señalaba las piñas que se encontraban en un cesto, todas idénticas y repletas de granos.

      –¡Qué lindo luce ese millo, cristiana! Nunca vi otro tan limpio y tan parejo. ¡Enhorabuena!

      –¡Gracias, mi niña! Todo el mundo sabe que el millo de seña Eufrasia es el mejor de las islas.

      –¿Y cómo lo consigue?

      –Eso es secreto; un secreto que tan solo le dejaré a mi nieta cuando llegue el momento.

      –¡Lástima! Me hubiera gustado llevarme esa clase de millo a Texas.

      Se dispuso a continuar su camino, pero apenas hubo dado unos pasos, la anciana lo detuvo con un gesto.

      –¡Espera! ¿No serás de los que se llevan a las Américas?

      –Vivimos ahí abajo, en el convento viejo.

      –¿Y estáis pasando tanta hambre como dicen?

      –¡Más!

      –En ese caso te daré un saquito de «gofio» pa los muchachos.

      –No, gracias, cristiana. No aceptamos limosnas, pero si me regala unas semillitas, y me dice cómo tengo que hacer para conseguir ese millo allá en Texas, siempre nos acordaríamos de usted. Y tan lejos no podríamos hacerle la competencia.

      La buena mujer meditó mientras la observaba de hito en hito y por fin sonrió con sus dos únicos dientes.

      –¡Lindo pico tienes, niña! Y «espabilá» que eres...

      –La necesidad, que aprieta.

      –¿Si te doy las semillas te acordarás de seña Eufrasia?

      –Como María Curbelo que me llamo que todo el mundo lo conocerá como «El millo de Seña Eufrasia». La haré famosa en América.

      –Carajo que eres lista y zalamera. ¡Ven pacá!

      La muchacha obedeció y la vieja metió mano en el recipiente que tenía a su lado, extrajo dos puñados de semillas y los depositó en el pañuelo que la lanzaroteña se había apresurado a quitarse de la cabeza.

      –Las tienes que plantar cuando haya llovido tanto que el dedo se te hunda por completo, de amanecida, sola, y rezando cada vez un padrenuestro. Y al acabar te arrodillas en mitad del campo, de cara al sol, con los brazos en cruz y le ofreces la cosecha al santo del lugar.

      –¿Qué santo tienen en Texas?

      –¿Y cómo quiere que lo sepa? Alguno habrá. Y si no te llevas de aquí el que más te guste. Al fin y al cabo, todos son buenos.

      ***

      En el lujoso comedor de pesados muebles, enormes candelabros, vajilla de plata y larga mesa por la que se desparramaban toda clase de viandas, se encontraban reunidos media docena de hombres que escuchaban atentamente a su anfitrión, don Bartolomé de Casabuena, que presidía la reunión y hablaba con la voz fatua y engolada de quien vive convencido de estar en posesión de la verdad.

      Dos criadas servían en silencio, aunque parecían no perder detalle de cuanto se decía.

      –En lo que se refiere al posible despoblamiento de las islas no comparto su preocupación, visto que estos campesinos se reproducen como conejos –por algo en Lanzarote les llaman «conejeros»–, y a la vuelta de unos años habrá tantos mocosos hambrientos correteando por ahí que no sabrán qué hacer con ellos.

      El hombre al que se ha dirigido, un gordinflón elegante y muy enjoyado, sorbió con estudiada delicadeza un poco de vino para dejar a continuación la copa sobre la mesa y responder:

      –Es posible, pero a corto plazo, ese injusto «Tributo de Sangre» que se nos obliga a pagar a los canarios nos priva de una mano de obra imprescindible. No necesitamos mocosos hambrientos, sino hombres fuertes. ¿No es cierto, Quintero?

      El mencionado Quintero, sin duda otro terrateniente, asintió y fue a decir algo, pero Casabuena lo interrumpió con un gesto autoritario al tiempo que señalaba, visiblemente molesto:

      –En primer lugar, recuerden que ese término, «Tributo de Sangre», ofende a La Corona y no debe ser pronunciado, y menos en mi casa. En segundo lugar, tengan en cuenta que todo tiene un precio, y si no fuera por esa «contribución voluntaria» de algunas familias, las islas no disfrutarían de un trato preferencial en su comercio con las Indias.

      –¿Pero por qué a otras regiones no se les exige ese precio? Esas son las cosas que hacen que los canarios nos sintamos como si no fuéramos totalmente españoles sino tan solo una especie de «colonia menor». Cinco familias por cada cien toneladas de mercancía se me antoja

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