El sueño de Texas. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¡No, desde luego que no! Desde ese punto de vista el trato nos conviene, pero el pueblo se queja.
–El pueblo siempre se queja, amigo mío. ¡Siempre! Lo lleva en la sangre y si le escucháramos pronto exigiría limitar el trabajo a doce horas diarias. ¿A dónde iríamos a parar? Nuestro común amigo el Pagador Real, que entiende de números, podría decírnoslo.
El citado Pagador Real, un hombre flaco, de expresión avinagrada y aire de chupatintas, hizo ademán de querer meter baza, pero en esos momentos se escucharon voces airadas, golpes y amenazas, y al poco la puerta se abrió bruscamente e hizo su aparición Juan Leal, que observó la escena con su único ojo brillando de ira.
Casabuena se puso en pie de un salto:
–¡Pero bueno! ¿Cómo se permite irrumpir así en mi casa?
–Me lo permito porque en el convento hay niños que se mueren de hambre y llevo dos semanas aguardando a que me conceda audiencia. Tenemos enfermos, nadie se ocupa de ellos y eso no es lo que se nos prometió.
–Yo no prometí nada.
–Prometió que las necesidades del viaje correrían por cuenta de La Corona, y comer es una necesidad. ¿O no?
–Supongo que sí, pero le advertí que se haría a través del marqués de San Miguel de Aguayo, a cuyos territorios están asignados. Él es quien tendrá que compensarlos en su día.
–¿Compensarnos? ¿Por qué? ¿Por los muertos? El viaje durará meses y nadie vivirá para cobrar semejante compensación. Necesitamos comer aquí, no en Texas.
–Ese es un problema que no me atañe y queda fuera de mis atribuciones, pero aquí el Pagador Real puede atestiguar que no existe presupuesto para el caso.
–Ni un solo real ha sido asignado a ese respecto.
Juan Leal los observó uno por uno, pareció comprender que no iba a encontrar la ayuda que buscaba, pero al fin señaló, convencido:
–¡De acuerdo! Hagan lo que quieran, pero si mañana no empiezan a darles de comer, ni una sola de esas familias embarcará rumbo a América.
–Se comprometieron a ello y la justicia les obligará.
–Se desparramarán por la isla y perderán más tiempo y dinero buscándolos que dándoles de comer. –Hizo una larga y significativa pausa antes de añadir–: Y no creo que al rey le guste saber que se los trata como a criminales cuando lo único que hicieron fue confiar en su palabra.
Abandonó la estancia con paso firme, dejando a los presentes desconcertados, y al fin fue el orondo Abreu el que comentó, no sin innegable mala intención:
–Feo problema se le presenta, Bartolomé; ese hombre tiene razón. Y muchos cojones.
***
Los niños jugaban en el gran patio central, las mujeres remendaban la harapienta ropa, los hombres charlaban, tomaban el sol o paseaban por el claustro con aire de hastío, y en todos los rostros se advertía angustia, hambre y el tremendo malestar que significaba el estar encerrados.
Al poco en el portón hizo su aparición un criado que conducía del ronzal a un escuálido caballejo cargado con dos sacos, y ante la curiosidad general fue a detenerse en mitad del patio gritando:
–¿Quién es Juan Leal?
El aludido abandonó el grupo de hombres con los que discutía en voz baja y se acercó con presteza:
–¡Yo! ¿Qué ocurre?
–Mi amo, don Bartolomé de Casabuena, le envía los víveres que pidió.
Juan Leal abrió los sacos y estudió su magro contenido antes de replicar francamente indignado:
–¿Esto? ¿Acaso cree ese miserable que con dos sacos de gofio va a matar el hambre de tanta gente? Necesitamos carne, queso, pescado, tocino... ¡Algo que alimente!
–También le envía el caballo.
–¿El caballo? ¿Y qué carajo quiere que hagamos con el caballo? ¿Comérnoslo?
–Para eso lo he traído.
Matías Curbelo, que se había aproximado a formar corro en torno a ellos al igual que la mayoría de los colonos, repitió horrorizado:
–¿Comernos el caballo? ¿Es que se ha vuelto loco?
–Los franceses aseguran que su carne es muy buena.
–¡Pues que lo mande a Francia! La primera vez que veo un caballo y pretenden que me lo coma. ¡Maldito hijo de puta!
–Sin insultar, que mi amo es gentilhombre de cámara del rey. Me dijeron que les entregara esto y ya cumplí. Si quieren comerse el caballo, se lo comen, y si no lo ponen a tirar de un carro, pero a fe mía que incluso levantar las patas le cuesta trabajo.
Dio media vuelta y desapareció por donde había llegado dejándolos a todos absolutamente desconcertados.
Un par de hora más tarde, y mientras caía la noche, algunas luces comenzaron a encenderse y la totalidad de los colonos se encontraban sentados en las escalinatas, observando en silencio al pobre rocín que, justo en el centro del patio, se entretenía en rumiar los hierbajos que crecían entre las losetas, y de tanto en tanto alzaba sus enormes y tristes ojos contemplando indiferente a quienes lo contemplaban a su vez.
Otro par de horas más tarde se escucharon gritos desgarradores.
–¡Los jamones! ¡Los jamones! ¡Ay, señor, los jamones!
La enorme bodega aparecía repleta de barricas de vino, quesos, chorizos que colgaban del techo, patatas puestas a secar, maíz, sacos de azúcar y toda clase de víveres, mientras en la escalera continuaban resonando los gritos del cocinero:
–¡Los jamones!
–¿Pero se puede saber qué diablos ocurre?
Al poco hizo su aparición un orondo cocinero, arrastrando tras de sí a don Bartolomé de Casabuena, que vestía camisón y un gorro de dormir, y lo condujo a través de la bodega hasta un punto en el que el mustio caballo los observaba colgado por cinchas que lo sujetaban bajo el vientre en el lugar que deberían ocupar los jamones.
–¡Esto es lo que ocurre!
–¡Dios bendito! ¡Mis jamones!
Capítulo III
Los isleños dormían bajo la luz de pequeñas lamparillas distribuidas en la inmensa estancia, cuando se escucharon ruidos, la puerta se abrió, y una voz ronca y autoritaria grito estentóreamente:
–¡Todos en pie! ¡Nos vamos!
Los rostros de los emigrantes denotaban sorpresa, miedo, sueño, e incluso una cierta esperanza, y uno tras otro fueron apartando las mantas o abandonando