El sueño de Texas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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buen marino, sí. Debería haberse desviado hacia el sur.

      –¿Sabe mucho de barcos?

      –No. Pero sí de vientos, y en esta época del año nunca soplan hacia el oeste.

      –¿Y qué quiere que yo le haga? Fue don Bartolomé de Buenacasa, Casabuena, o como coño quiera que se llame, quien insistió en que emprendiéramos el viaje. ¡Vaya a reclamarle a él!

      Pero ni don Bartolomé ni nadie tenía influencia en lo que se refería al viento y esa noche, un sordo rumor, como un lamento profundo e indescriptible que surgía de las tinieblas, obligó a abrir los ojos a cuantos dormían en cubierta observándose entre sorprendidos y atemorizados.

      –¿Qué es eso?

      –¿De dónde viene ese hedor?

      Se destacó de improviso una leve claridad que se reflejaba en el agua y casi al instante resonó una campana, a la par que una voz de claro acento extranjero inquirió:

      –¡Ah del barco! ¿Quién navega a estribor?

      Desde popa un oficial respondió haciendo bocina con las manos:

      –«El Santísima Trinidad», con pasajeros y carga con destino a La Habana. ¿Quién navega a babor?

      –«El San Juan», con cargamento humano con destino a La Habana.

      Inmediatamente el padre Ruiz dio un salto, se aproximó a la borda y aulló fuera de sí:

      –¡«San Juan»! ¡Hijos de puta! ¿Cómo os atrevéis a ponerle el nombre de un santo a un barco negrero? ¡Malnacidos! Así os condenen a navegar eternamente en el infierno. Yo os maldigo en el nombre del Señor.

      –¡Anda y que te jodan!

      –Desgraciados traficantes de carne humana. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

      Se diría que el pobre hombre estaba a punto de lanzarse al mar y nadar hacia el navío, por lo que tuvieron que sujetarlo pues su furia resultaba incontenible.

      Poco a poco la luz se fue diluyendo, los lamentos se perdieron en la distancia, y todo cuanto quedó fueron la noche y la voz del religioso:

      –¡Sucios negreros! Os odio. Que Dios me perdone cuánto os odio.

      Rompió a llorar sin consuelo mientras los emigrantes lo contemplaban impresionados.

      Capítulo IV

      Los ansiosos rostros de la mayoría de los emigrantes brillaron con una luz de esperanza, visto que los primeros rayos del sol iluminaban una costa muy verde en la que destacaba la dorada línea de anchas playas cuajadas de palmeras.

      –¿Cuba?

      –Cuba. Te dije que llegaríamos y hemos llegado. El sol nos trajo.

      –Pues el viento podría haberle echado una mano –se lamentó María Curbelo.

      Juan Leal, que se encontraba cerca, se volvió y sonrió casi por primera vez durante el viaje mientras su único ojo brillaba.

      –¡No te quejes! Tienes toda una vida por delante. A mi edad perder casi dos meses sí que es perder mucho, pero al fin estamos aquí.

      –Esto no es más que la mitad del camino –le recordó el religioso–. Lo verdaderamente difícil empieza ahora.

      Quiso añadir algo, pero se interrumpió porque María reclamaba su atención señalando un punto ante la proa.

      –¿Qué es aquello? Parece un cuerpo.

      Todos prestaron atención al punto al que se iban aproximando y poco a poco fue quedando claro que se trataba del cuerpo de una mujer que flotaba boca abajo.

      Al pasar junto a ella, el padre Ruiz hizo la señal de la cruz, pronunciando unas palabras en voz baja, y todos se persignaron quitándose respetuosamente el sombrero.

      Pero el cuerpo aún no había alcanzado la popa del navío, cuando alguien gritó:

      –¡Allí hay otro! Y otro más lejos.

      Efectivamente, ante los asombrados ojos de los canarios hizo su aparición un rosario de cadáveres que formaban una interminable cadena que parecía querer marcarles el rumbo.

      –¿Pero qué diantres significa…? ¿Un naufragio?

      –Tal vez el barco de anoche se hundió. Iba cargado de esclavos.

      El padre Ruiz, al que se advertía profundamente abatido, negó con firmeza:

      –¡No! No se hundió. Es que al saber que están llegando a Cuba arrojan al mar a los enfermos y los débiles.

      –¿Que los arrojan al mar? ¿Pero por qué?

      –Porque cobran más por el seguro que por un esclavo en malas condiciones. Aguardan hasta el último momento, y a los que saben que no van a alcanzar un buen precio los tiran por la borda.

      –¡Pero eso es una canallada! ¡Un crimen sin nombre!

      –Si que tiene nombre: «esclavitud». El camino que conduce a Cuba está señalado por los miles de infelices que están siendo sacrificados en el camino, pero algún día se alzarán contra nosotros. Su venganza será terrible y no tendremos derecho a quejarnos.

      ***

      Un negro aulló:

      –¡Viva Cuba libre!

      Alguien le golpeó, se organizó un tremendo alboroto, y al fin lo arrojaron a la calle, con lo que la normalidad volvió a la taberna en la que hombres y mujeres de todos los colores y nacionalidades reían, cantaban, bebían y alborotaban en un ambiente enloquecido que Juan Leal, Matías Curbelo, Alfonso Chiscano –que se había unido al grupo en Tenerife–, y el siempre silencioso Torano Fajardo –que a pesar de ser pescador también había decidido emigrar–, observaban con gesto embobado, ya que aquel era un mundo nuevo cuya existencia jamás hubieran sospechado.

      Se habían sentado en torno a una mesa un tanto apartada del resto y que se encontraba presidida por los hermanos César y Martín Armas, dos chicarrones inmensos, juerguistas y pendencieros, que se apresuraban a rellenar los vasos vacíos:

      –¡Venga! Que no decaiga la alegría. Todo corre por nuestra cuenta porque hace años que no venía ningún conejero.

      –Deberíamos volver a casa. Mi mujer…

      –Tu mujer acaba de dar a luz a un hijo precioso y se encuentra estupendamente. Anímate.

      –Pero yo…

      –¡No hay pero que valga! Habéis pasado meses en ese mar de todos los infiernos y tenéis que poner el cuerpo en forma. –Se volvió a Torano Fajardo–. ¿A que a ti te gustaría pasar un rato con la mulatita del vestido rojo?

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