La Princesita. Frances Hodgson Burnett

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La Princesita - Frances Hodgson Burnett Clásicos

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y la siguió hasta la puerta en puntas de pie. Entonces Sara empujó bruscamente la puerta y la abrió de par en par. Se vio el salón ordenado y tranquilo, con un hermoso fuego ardiendo en la estufa, y al lado, una maravillosa muñeca sentada en una silla que parecía estar leyendo un libro.

      —¡Oh! ¡Se ha vuelto a sentar antes de que pudiéramos sorprenderla! —exclamó Sara—. Tú sabes que siempre hace lo mismo: es rápida como el relámpago.

      Ermengarda miraba a Sara y a la muñeca.

      —¿Es que... puede andar? —preguntó sin aliento.

      —Sí —repuso Sara—. Al menos, así lo creo. Es decir, yo imagino que creo que puede. Y eso vuelve las cosas como si fueran ciertas. ¿Tú nunca inventas cosas?

      —No —dijo Ermengarda—. Nunca. Yo... Sigue contándome.

      Tan hechizada estaba por esta singular nueva amiga, que se quedó contemplando a Sara en vez de contemplar a Emilia, por más que ésta fuera la muñeca más linda que nunca había visto.

      —Sentémonos —dijo Sara—, y te contaré. Imaginar es algo tan fácil que cuando comienzas cuesta detenerse. Sólo es cuestión de empezar. ¡Es maravilloso! Emilia, escucha tú también. Ésta es Ermengarda Saint John. Ermengarda, ésta es Emilia. ¿Te agradaría tenerla en brazos?

      —¡Oh! ¿Me permites? —dijo Ermengarda—. ¿De veras? ¡Qué linda es! —y tomó a Emilia en sus brazos.

      Ermengarda estaba encantada. Nunca había soñado con un momento tan delicioso durante su breve vida exenta de encantos.

      Sara, sentada hecha un ovillo sobre la alfombra delante del fuego, comenzó a contarle historias increíbles de un mundo desconocido para ella. Relatos de su viaje, descripciones de la India, etc. Pero mucho más interesantes aún fueron las fantasías acerca de las muñecas que caminan y hablan y pueden hacer cualquier cosa que quieran, siempre que los humanos no se hallen presente porque les gusta mantener sus poderes en secreto y cuando escuchan que alguien se acerca, corren a sus lugares y se quedan muy quietas.

      —¡Es algo mágico! —dijo Sara muy en serio.

      Cuando Sara relataba la aventura de la búsqueda de Emilia, Ermengarda, vio que se alteraba su rostro. Algo como una nube veló la luz brillante de los ojos. Se quebró su voz tan repentinamente que produjo un sonido como un sollozo, luego cerró la boca y apretó los labios.

      A Ermengarda se le ocurrió que de haber sido otra niña, se habría echado a llorar.

      Pero no lo hizo.

      —¿Te... te duele algo? —se aventuró a decir. Después de una larga pausa, Sara contestó:

      —Sí. Pero no el cuerpo. —Luego añadió con una voz que se esforzó en mantener firme—: ¿Quieres tú a tu padre más que a nadie en el mundo?

      Ermengarda se sorprendió y no sabía qué responder, pues ella hacía cualquier cosa por evitar la compañía del suyo, y no era propio de una educanda de un gran colegio confesar que nunca se había preguntado si amaba a su padre.

      —Apenas lo veo —balbuceó turbada—; siempre está en la biblioteca... leyendo cosas.

      —Yo lo amo tanto, que me duele pensar que se haya ido —dijo Sara apoyando la cabeza sobre sus rodillas—. Quiero al mío diez veces más que a nadie en el mundo —dijo Sara—. Eso es lo que me duele... que se haya ido.

      Callada, hizo descansar la cabeza sobre sus rodillas encogidas, y se quedó muy quieta por espacio de unos minutos.

      “Va a ponerse a llorar fuerte” —pensó Ermengarda, azorada.

      Pero no lo hizo. Los negros rizos cortos caídos sobre la cara no se movían. Luego habló sin moverse.

      —Le prometí que aceptaría su partida, que aprendería a soportarlo. Hay que ser fuertes... ¡Piensa en lo que aguantan los soldados! Papá es uno de ellos. Si hubiera guerra, tendría que soportar marchas y sed, y tal vez graves heridas, y él nunca diría una palabra... ni una palabra.

      Ermengarda la miraba azorada, sintiendo una profunda admiración. ¡Era tan maravillosa y diferente de las demás! Sara no tardó en reponerse y pronto, sonriendo con picardía, dijo:

      —Mejor continuemos con nuestro juego de imaginarnos cosas, así se hace más tolerable la ausencia de un ser querido.

      A Ermengarda se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo con timidez:

      —Lavinia y Jessie son íntimas amigas. Desearía que nosotras también lo fuéramos... ¿Quieres que seamos tan amigas como ellas? Tú eres inteligente, y yo la más tonta del colegio, pero ¡oh, te he tomado tanto cariño...!

      —¡Claro que sí! —respondió Sara—. Cuando una se siente querida, una se siente más feliz. Sí... seremos amigas. Y, además, —añadió con un súbito rayo de dicha iluminando su rostro—, te ayudaré en las lecciones de francés.

      IV · Lottie

      Si Sara hubiera sido una niña común y corriente, la vida que llevó en ese colegio de la señorita Minchin durante el transcurso de los años siguientes, no habría resultado bueno para ella. La trataban más como a una huésped distinguida que como a una alumna. Si su carácter hubiera sido egoísta y dominante, con tantas mimos se habría convertido en una niña insoportable. Y de haber sido indolente, nada habría aprendido. En su fuero interno, la señorita Minchin no la estimaba demasiado, pero como mujer de negocios se abstenía muy bien de hacer o decir algo que pudiera desagradar a la discípula más adinerada del colegio. Sabía perfectamente que si Sara le escribía a su padre manifestándose a disgusto o desdichada, el capitán Crewe la retiraría de allí enseguida. La señorita Minchin sabía también que si a los niños se les mimaba mucho y no se les prohibía hacer lo que quisieran, se encontrarían a gusto en el lugar donde recibían tal tratamiento. Por lo tanto, Sara siempre era elogiada por sus excelentes lecciones, por sus buenos modales, por su afectuosidad hacia sus condiscípulas, por la generosidad con que daba a un mendigo una moneda de su bolso bien provisto. El acto más simple que hiciera era considerado como una virtud, y si no hubiera tenido tanto sentido común y una cabecita lúcida, Sara se habría convertido en una personita egoísta e insoportable. Pero esa niña juiciosa veía con mucha lucidez y tino las circunstancias, y muchas veces hablaba de ello con Ermengarda.

      —Las cosas suelen suceder por azar —decía—. A mí me ha rodeado una serie de circunstancias afortunadas. La casualidad ha hecho que siempre me haya agradado el estudio y los libros, y que recuerde lo que aprendo. El azar hizo que naciera en una familia con un padre hermoso, bueno e inteligente, que me puede dar cuanto quiero. Yo no sé —y aquí su semblante era muy serio— cómo podré descubrir si realmente soy una niña buena o aborrecible, si aquí me encuentro sólo con gente que me trata tan bien Tal vez yo tenga un carácter espantoso y odioso, pero nunca he tenido la oportunidad de demostrarlo, porque nunca he pasado contrariedades.

      —Lavinia nunca pasa contrariedades —comentó Ermengarda—, y, sin embargo, sus modales son horribles.

      Sara se frotó la punta de su naricita, meditando sobre la respuesta de su amiga.

      —Bien

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