La Princesita. Frances Hodgson Burnett

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La Princesita - Frances Hodgson Burnett Clásicos

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ella creía que le afectaba a la salud y al carácter.

      Lavinia era rencorosa y sentía envidia de Sara. Hasta entonces, era la líder del colegio, pero había logrado tal liderazgo a costa de actuar como mandona. Era bonita y gozaba del prestigio de ser la niña mejor vestida hasta la llegada de Sara con sus abrigos de terciopelo y plumas de avestruz. Esto había sido espantoso para Lavinia, pero la situación empeoró al comprobar que la simpatía de Sara atraía la amistad de sus compañeras.

      —Sara Crewe tiene algo especial —reconoció un día Jessie sinceramente a su amiga íntima—, nunca se hace sentir superior, y bien podría hacerlo, Lavinia. Yo creo que me costaría trabajo no hacerlo, aunque sólo fuese un poquito, si tuviera cosas tan preciosas, e hicieran tanto ruido conmigo. Es fastidiosa la manera cómo la señorita Minchin la pone como ejemplo cuando los padres de otras niñas vienen de visita.

      Entonces Lavinia, imitando la forma de hablar de la directora, contestó.

      —”Nuestra querida Sara debe contarnos de sus experiencias en la India... Querida Sara, muéstrale tu exquisito francés a la señora Pitkin”. No entiendo cuál es el mérito de todo lo que sabe, ya que hablaban francés en su casa. Tampoco entiendo por qué su padre es tan importante; eso de ser funcionario en la India...

      —Bueno, cazó tigres —contestó Jessie—. La piel que tiene Sara en su habitación, esa que tanto le gusta y con la que habla como si fuera un gato, pertenecía a un tigre que cazó su padre.

      —Siempre está haciendo tonterías —interrumpió Lavinia—. Mi mamá dice que esa manía que tiene de imaginarse cosas es una tontería, y que cuando sea mayor será una excéntrica.

      Que Sara nunca se daba importancia, era muy cierto. Tenía una almita afectuosa, y compartía gustosa sus privilegios y sus pertenencias. A las pequeñitas, a las que desdeñaban y tiranizaban nunca las hacía llorar. Con dulzura maternal, pese a sus pocos años, cuando una se caía y se arañaba las rodillas, corría a ayudarlas a levantarse y les daba una palmadita cariñosa, o descubría en su bolsillo algún bombón o alguna otra golosina para calmarlas. Las pequeñas adoraban a Sara. Se sabía que más de una vez les había ofrecido té en su propio cuarto y habían jugado con Emilia, utilizando su servicio de té, con flores azules. Ninguna había visto hasta entonces un juego de té de muñecas tan verdadero.

      Lottie Legh la idolatraba a tal punto, que sólo gracias a su inclinación maternal se libraba Sara de hallarla fastidiosa. Su joven madre había muerto y la llevó a la escuela un padre joven, más bien frívolo, que la trataba como a una mascota y la había convertido en una niña intratable. Él pensaba que la orfandad de su hija era digna de inspirar lástima, ardid que la niña utilizaba con bastante frecuencia. Cuando quería alguna cosa o se le negaba algo, lloraba o gritaba, y como siempre quería cosas inadecuadas, y aborrecía hacer lo que era conveniente, por lo común, su aguda vocecita resonaba chillando por todos los rincones de la casa. La primera vez que Sara la tomó a su cargo fue una mañana en que al cruzar delante de una salita, oyó a la señorita Minchin y a la señorita Amelia tratando de acallar los irritados gritos de una niña que, al parecer, se negaba a sosegarse. Y alborotaba tan furiosamente, que la señorita Minchin casi se veía obligada a gritar, en una forma imponente y severa, para hacerse oír:

      —¿Por qué estás llorando?

      —¡Oh! ¡Ah! ¡Ah! —oyó Sara—. ¡No tengo ma... má...!

      —¡Oh, Lottie! —suplicaba señorita Amelia—. ¡Basta, querida!

      ¡No llores!

      —¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —aullaba Lottie a pleno pulmón—. ¡No... tengo ma... má!

      —¡Habría que castigarla! —afirmó la señorita Minchin—. ¡Te mereces una tunda, por mala!

      Lottie lloró más fuerte que antes. La señorita Amelia empezó a sollozar. La voz de la señorita Minchin se elevó como un trueno, mas, luego se levantó furibunda de la silla, en un arranque de indignada impotencia, y salió del cuarto.

      Sara se había detenido en el vestíbulo, pensando si debería entrar en el salón, ya que últimamente había hecho buenas migas con Lottie y quizá le fuera posible calmarla. Al salir la señorita Minchin y ver que Sara estaba allí, quedó desconcertada, comprendió que su voz, al traspasar las paredes, no debía haber sonado ni digna ni afectuosa.

      —¡Oh, Sara! —exclamó tratando de esbozar una sonrisa diplomática.

      —Me detuve —explicó Sara— porque sabía que era Lottie, y pensé que quizá... por casualidad, tal vez podría hacerla callar. ¿Puedo hacer la prueba, señorita Minchin?

      —Si te animas... Tú sabes, hacer las cosas —añadió con tono aprobatorio—. Sí, tú podrás dominarla. Entra —y se alejó, seguida de la señorita Amelia.

      Cuando Sara entró en la sala, Lottie estaba tirada en el suelo, gritando y pataleando. Sabía, por experiencia adquirida en su hogar, que el pataleo y los gritos a la larga la favorecerían, siempre que insistiera.

      Sara se le acercó despacito, sin saber lo que iba a hacer. Luego se sentó en el suelo a su lado y esperó. Excepto por los irritados gritos de Lottie, el cuarto no podía estar más tranquilo. Esto era algo desconocido para la pequeña Lottie, que cuando protestaba, estaba acostumbrada a oír a los demás suplicarle, amenazarla y mimarla alternativamente. Lottie creyó conveniente comenzar de nuevo, aunque la quietud del ambiente y la carita pensativa de Sara restó a sus gritos la mitad de fuerza.

      —¡No... ten... go... ma... ma... a... a... a! —chillaba, pero su voz no era tan penetrante.

      Sara la miró con una luz de comprensión en los ojos y más interés aún.

      —Tampoco yo tengo mamá —contestó Sara.

      Esto era tan inesperado para Lottie, que sin dejar de llorar del todo, preguntó sorprendida:

      —¿Dónde está?

      —Se ha ido al cielo —dijo Sara—. Pero estoy segura de que a veces viene a verme, aunque yo no me dé cuenta. Y tu mamá lo mismo. Tal vez en este mismo momento nos miran. Tal vez estén en este cuarto las dos junto a nosotras.

      Lottie se sentó de un salto, y miró a su alrededor en busca de su madre. Era una linda criatura de cabellos rizados y grandes ojos redondos y azules como la flor nomeolvides. Sara continuó con su historia; casi un cuento de hadas, pero tan real era para su propia imaginación, que Lottie empezó a prestar atención a pesar suyo. Le habían contando cuentos de ángeles vestidos de blanco que tenían alas y corona. Pero Sara describía un país verdadero y hermoso donde había personas reales.

      —En aquel lugar hay prados extensos llenos de flores —narraba Sara, como si lo estuviera soñando— lirios mecidos por la brisa y en su ondular emanan un suave perfume que llega a todas partes. Hay cientos de niños que arman guirnaldas y ríen..., nunca se cansan, parecen flotar... los muros de oro y de perlas son bajos para que las personas se puedan reclinar y mirar hacia la tierra con una sonrisa y un mensaje de amor.

      Cualquier cuento habría sido hermoso para la pequeña Lottie, pero éste tenía una atracción especial. Se sentó más cerca de Sara y escuchaba embelesada, sin embargo, el final llegó demasiado pronto y un puchero asomó a sus labios.

      —Yo

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