La Princesita. Frances Hodgson Burnett
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Esa tarde, se sentó en el sillón, la sensación de alivio que experimentaron sus piernas adoloridas había sido tan deliciosa que calmó y reconfortó todo su cuerpo. El cálido resplandor del fuego la había invadido como un encantamiento y, por fin, mirando y mirando los leños ardientes, una sonrisa fue insinuándose en su cara tiznada; empezó a cabecear, se cerraron sus pesados párpados y se quedó dormida.
No habrían pasado más de diez minutos cuando entró Sara, pero aquel sueño era tan pesado como el de la Bella Durmiente. Mas, ¡ay, pobre Becky!, su desgarbada y agotada figura estaba lejos de parecerse a la Bella Durmiente.
—¡Oh! —se dijo Sara al verla—. ¡Pobre criatura!
No se incomodó al hallar su sillón preferido ocupado por aquella figurita sucia. Al contrario, se alegró de encontrarla allí, pues cuando se despertara, podría conversar con ella. Se deslizó a su lado con cautela y se quedó de pie, mirándola. No quería despertarla. Sabía que la señorita Minchin se enojaría mucho si la descubría, y temía por ella, pero la encontraba tan cansada que le daba pena.
—Desearía que se despertara sola —se dijo Sara—; pero está tan cansada... y duerme tan profundamente...
Un trozo de carbón encendido resolvió su dilema al desprenderse de otro más grande y caer sobre la rejilla chisporroteando. Becky abrió los ojos, sobresaltada, con una expresión de temor.
De un salto se incorporó y echó mano de su gorro. Lo sintió caído sobre una oreja y, azorada y temblando, trató de enderezarlo. “¡Oh!, buen castigo me ha de costar la imprudencia que acabo de cometer —pensaba—. Dormirme sin reparo alguno en el sillón de aquella señorita. Me echarán sin pagarme un penique”. De su
garganta brotó un hondo sollozo.
—¡Oh, señorita! —balbuceó—. ¡Le pido perdón!
—No temas —la tranquilizó, como si se dirigiera a una niña pequeña—. No fue tu culpa, estabas tan cansada... No tiene importancia.
Becky, acostumbrada a recibir reprimendas, no salía de su asombro por la forma tan amable en que Sara le hablaba.
—¿No está enojada conmigo, señorita? ¿No se lo va a contar a la señorita Minchin?
—¡No! —exclamó Sara—. ¡Claro que no! ¿Acabaste con tu trabajo? —preguntó enseguida—. ¿Te animas a quedarte conmigo un par de minutos?
El susto que se pintaba en el rostro de Becky, despertaba compasión.
—¿Con usted, señorita? ¿Yo? ¿Aquí?
Sara corrió a la puerta, la abrió y miró al pasillo, escuchando. —No hay nadie —explicó—. Si terminaste de arreglar los dormitorios, creo que podrías estar aquí un ratito. Pensaba, que, quizá, te gustaría comer un pedazo de pastel.
Los diez minutos siguientes, Becky los vivió en una especie de delirio. Sara abrió un armario y le dio un buen pedazo de pastel, viendo con regocijo cómo la pobre niña hambrienta lo devoró con deleite. Mientras le hablaba, Sara hacía preguntas y se reía. Los temores de Becky se evaporaron y hasta llegó a hacer ella misma unas cuantas preguntas.
—Este vestido... —dijo Becky, mirando al que Sara tenía puesto—, es uno de los más bonitos.
—Es uno de los que tengo para las lecciones de baile —respondió Sara—; a mí me gusta mucho... ¿y a ti?
Por unos minutos, Becky no acertó a dar una respuesta; luego declaró con un tono entre asombrado y respetuoso:
—Es como si estuviera viendo una princesa. Una vez vi una. Yo estaba entre la multitud, frente a Covent Garden, mirando a la gente que entraba para ver la ópera. Y todos comentaban la presencia de una niña que se decía ser princesa. Saltaba a la vista que era de verdad; era una señorita, vestida de rosa y adornada con flores. No pude menos que acordarme de ella en cuanto la vi a usted... tan preciosa, que se parece a ella.
—Muchas veces he soñado que me gustaría ser princesa... —respondió Sara— y me pregunto cómo me sentiría. Creo que empezaré a imaginarme que lo soy.
Becky la miró con admiración sincera, sorprendida y feliz.
—Becky —dijo—, ¿estabas tú escuchando esa historia que conté el otro día?
—Sí, señorita Sara —confesó la niña, un tanto alarmada otra vez—. Sé que no debí hacerlo, pero era tan linda que... que no podía dejarla...
—Pues a mí me encantó que escucharas —comentó Sara—. Cuando una está contando un cuento, nada es tan halagador como ver que todos prestan oído. ¿Te gustaría saber cómo termina?
—¿Yo, señorita? ¿Escuchar un cuento como si fuera una de las alumnas?
—Creo que ahora no tienes suficiente tiempo para quedarte. Dime a qué hora arreglas los cuartos y yo vendré aquí para narrarte un poco cada día hasta que termine.
—Entonces no me importará que los cajones de leña sean tan pesados y que la cocinera me haya regañado todo el día. Sólo pensaré en el cuento.
La Becky que bajó a la cocina no era la misma que había salido vacilante, cargada bajo el peso del cesto de carbón. Tenía guardado en el bolsillo un pedazo de torta como reserva; había comido y ya no tenía frío; pero su bienestar no sólo se debía a las golosinas y el fuego, sino al trato cariñoso de Sara.
En tanto, Sara se había quedado en su habitación soñando con la fantasía de ser princesa, una princesa de verdad.
“Aunque no fuera más que una princesa inventada, podría hacer cosas por los demás, cosas como éstas por ejemplo...” pensaba Sara.
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