La Princesita. Frances Hodgson Burnett
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—Yo seré tu mamá... jugaremos a que eres mi hijita... Emilia será tu hermanita.
Los hoyuelos volvieron a aparecer en las mejillas de Lottie. —¿De veras?
—Sí —contestó Sara, poniéndose de pie de un salto— vamos a decírselo. Y después te lavaré la carita y te peinaré.
Lottie aceptó muy contenta; salió con sus pasitos cortos detrás de Sara y subió con ella. Ya ni recordaba que toda la escena anterior había sido causada precisamente porque no quería lavarse la cara ni peinarse para ir al almuerzo.
Desde aquel día Sara se convirtió en su madre adoptiva.
V · Becky
El mayor poder de atracción que poseía Sara, era su habilidad para contar historias. Sus narraciones parecían cuentos de hadas. Tenía una asombrosa facilidad para inventar situaciones e investirlas con una apariencia de cuento, lo fuese o no.
Sara no solamente era una narradora entretenida, sino que adoraba imaginar cuentos. Se sentaba en medio de un círculo de sus amiguitas, comenzaba a inventar cosas maravillosas. Sin darse cuenta siquiera, comenzaba a dramatizar y sus mejillas se arrebolaban a medida que daba rienda suelta a su fantasía. El tono de su voz subía o bajaba, en sus ojos brillaba la chispa de la inspiración, sus manos y su cuerpo iban expresando lo que ella iba contando. Personajes del mundo de las hadas, reyes, reinas, hermosas señoras daban vida a sus cuentos y Sara se transformaba en cada uno de los personajes que inventaba, cuyos actos ensalzaba. Concluía entusiasmada, casi sin aliento, entonces decía:
—Cuando yo estoy narrando, no me parece pura fantasía. Se me figuran hechos y seres reales y verdaderos... más reales que las personas que me rodean, más auténticos que el cuarto en que nos hallamos. Me siento sucesivamente transfigurada en las personas de la historia, una tras otra. Es curioso, pero es cierto.
Hacía ya más de dos años que había ingresado en el colegio de la señorita Minchin. Una mañana de invierno de intensa neblina, al descender de su coche envuelta en su abrigo de terciopelo, Sara vio una pequeña figura sucia y harapienta que la miraba con ojos asombrados por entre la reja de la entrada del edificio. Algo en la timidez y el ansia que reflejaba esa carita le llamó la atención y le sonrió. Tenía por costumbre sonreír a todos. Pero la pequeña de cara tiznada y ojos asustados se escurrió como un ratoncito a la cocina. Desapareció tan de repente que Sara se hubiera reído de la ocurrencia si no se hubiera tratado de una chiquillita tan merecedora de compasión.
Esa misma noche, mientras Sara narraba una historia en medio de un círculo de niñas en la esquina del salón, entró en el cuarto la misma muchachita que había encontrado esa mañana a la entrada del edificio. Ahora acarreaba un cesto lleno de carbón, demasiado pesado para sus brazos; se arrodilló delante de la chimenea para limpiarla de cenizas y avivar el fuego.
No iba tan desaseada como cuando en la mañana mirara por la reja. Pero sus facciones revelaban el mismo temor. Bien se veía que se empeñaba en pasar inadvertida y escuchar lo que allí se narraba. Echó los pedacitos de carbón con el mayor cuidado para no hacer ruidos molestos, y de igual manera, limpió las cenizas. Sara se dio cuenta del gran interés de la niña por escuchar siquiera alguna frase del cuento. Al punto, Sara alzó un poco la voz y habló en forma algo más clara y pausada.
Era una historia maravillosa acerca de una princesa que era amada por un príncipe del mar, con quien se casó, yendo a vivir con él a las grutas y cavernas submarinas, pobladas por sirenas y rebosantes de perlas e iluminadas de todos colores. La pequeña, delante de la estufa, se esmeró una y otra vez en la limpieza alrededor de la chimenea, y al hacerlo por tercera vez, el desarrollo de la historia la tenía tan encantada que olvidó que carecía del derecho de escuchar.
De repente, cayó estrepitosamente el atizador de las manos de la pequeña criada.
Entonces Lavinia Herbert volvió la cabeza y advirtió:
—¡Esa sirvienta estaba escuchando!
La culpable tomó deprisa su escoba y se incorporó agitada,
tomó el cesto y se escabulló del salón como un conejito asustado. El incidente indignó a Sara.
—Sabía que estaba escuchando —observó irritada—. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Lavinia sacudió su cabeza con un movimiento de elegante desprecio.
—Pues —protestó—, yo no sé si a tu mamá le agradaría oírte contar cuentos a las criadas, pero sí sé que la mía se opondría decididamente.
—¡Mi mamá!... —exclamó Sara para sí, a media voz—. No creo que me riñera por tal cosa; ella sabe que las historias son propiedad de todo el mundo.
—Yo creía —replicó Lavinia, mordaz— que tu mamá había muerto. ¿Cómo puede entonces saber nada?
—¿Tú crees que no sabe las cosas? —insinuó Sara con tono grave, como algunas veces solía hacerlo.
—La mamá de Sara lo sabe todo —declaró de repente la pequeña Lottie—, y mi mamá también; aquí en el colegio Sara es mi madre, pero mi otra mamá lo sabe todo... ¡todo! Allá en el cielo las calles están pavimentadas con chapas de plata reluciente y hay campos enteros llenos de lirios blancos, que todo el mundo puede tomar. Me lo cuenta Sara cuando me voy a dormir.
—Tú eres una mentirosa —reprobó Lavinia, volviéndose a Sara— inventando cuentos acerca del cielo.
—Pues en la Biblia hay muchas historias aún más maravillosas —advirtió Sara—. Puedes leerla y ya lo verás. ¿Cómo sabes tú que son cuentos? Pero te diré —concluyó en un rapto de verdadero enojo—: tú en tu vida nunca lo sabrás si no enmiendas los malos modos que tienes. Ven conmigo, Lottie.
Luego Sara se alejó, mirando en derredor suyo para ver si se encontraba con la pequeña sirvienta. Mas no la vio en ninguna parte.
—¿Quién es esa chiquilla que enciende las chimeneas? —preguntó esa noche a Mariette, su doncella.
—¡Ah! Por cierto que no me extraña su pregunta, Sarita.
Resultó que era una pobrecilla poco menos que abandonada, que acababa de ser admitida como ayudante de cocina, aunque a decir verdad, sus tareas no se limitaban a eso. Debía limpiar las estufas y chimeneas, y llevar y traer los cestos de carbón, lustrar los zapatos, fregar pisos y ventanas y ejecutar las órdenes de todo el mundo. Tenía catorce años, pero su desnutrición le daba apariencia de tan sólo doce. La misma Mariette se compadecía de ella viéndola tan tímida que al hablarle se asustaba hasta no poder articular palabra.
—¿Cómo se llama? —inquirió Sara, que, sentada a la mesa, el mentón en la mano, había escuchado la explicación de Mariette.
—Su nombre es Becky. Abajo se oye gritar a cada momento: “¡Becky, haz esto...! ¡Becky, haz aquello!”.
Sara se quedó largo rato contemplando el fuego que ardía en su habitación. Pensaba en Becky como en la heroína maltratada de una historia, recordaba sus ojos de hambre y deseaba