Música y mujeres. Alicia Valdés Cantero
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Las dos actividades musicales de mayor rango social en los dos últimos siglos han sido la composición y la dirección de orquesta. El trabajo del compositor estaba unido al del intérprete hasta prácticamente el siglo xviii. Ha sido en la época de preponderancia del compositor sobre el intérprete, de separación de funciones en pro de una de ellas, cuando la mayoría de las mujeres han dejado de tener acceso a esta función.
La cuarta característica, que puede englobar a todas las demás, es la división sexista del trabajo musical. Existen divisiones y subdivisiones múltiples y lo más interesante de estudiar es que estas son cambiantes a lo largo del tiempo y del espacio. Ya hemos hablado de las crotalistas y aulétridas griegas (los crótalos son castañuelas y el aulós similar a la dulzaina). Pues bien, en las orquestas sinfónicas difícilmente encontraremos una instrumentista de percusión ni —salvo en los últimos años— de viento. Y aun dentro de las de cuerda («femeninas» en los dos últimos siglos) muy raramente existen contrabajistas. Tantas y tantas excusas ha puesto la sociedad para justificar esta división que incluso hubo quien inventó, a principios del siglo, un violín «femenino» que se tocaba apoyándolo en las piernas en lugar de en la barbilla, porque así resultaba más «femenino».
Aunque el panorama puede parecer desolador, y más aun sabiendo que hasta prácticamente hoy algunas orquestas seguían negando su entrada a las mujeres, estas, o algunas de ellas, han participado, participan y continuarán participando en todas las actividades musicales, aunque muchos «críticos» vayan solo a ver y no a oír.
Marisa, Pao y yo
«Sol la, sol la, sol sooool Fa». La lección 20 del método de solfeo de «Progreso Musical», cantada por angelicales vocecillas y con un acompañamiento algo pedestre de piano. Así empezaba uno de nuestros programas de «Mujeres en la música», el dedicado a las mujeres pedagogas. Grabamos esta lección de solfeo con grandes risas un día en la buhardilla-casa de Marisa Manchado. Ella hacía el papel de «señorita de música», es decir, tocaba el piano, y Pao Tanarro y yo cantábamos como aplicadas alumnas de primero de solfeo una lección que yo escogí porque a los seis años, cuando la estudié por primera vez, me encantaba.
Marisa, con larga melena ondulada y oscura, enorme voz y risa desmesurada de grandes carcajadas es justo lo opuesto a la moderada «señorita de música» que intentaba imitar. En cuanto a las aprendices de alumnas, las dos tenemos la voz aguda, sobre todo Pao, y es un placer escucharla lanzar diatribas, como dardos puntiagudos, contra el machismo, con esa vocecilla infantil, de la que se esperan frases insulsas o lecciones de solfeo, cualquier cosa excepto justo lo que dice.
En la lección 20, había unos silencios que marcábamos aspirando hacia arriba exageradamente, así me lo enseñaba de pequeña mi señorita Isabel (ella sí era una verdadera señorita de música), para que aprendiera bien aprendido que el silencio también hay que medirlo, aunque no tenga sonido. Conseguía con ello despertarme de las somnolientas horas de solfeo y piano, sentada en una silla con dos almohadones para llegar a las teclas, vestida con el uniforme gris del cole y peinada con apretadas trenzas.
Aquel día, en casa de Marisa, hicimos de niñas para ambientar mejor nuestro programa y meternos de lleno en el tema de las mujeres en la música, porque en esa lección 20, con sus silencios exageradamente aspirados, se resumía muy bien la relación que tuvieron a lo largo de la historia muchísimas mujeres con la música, la de señoritas decentes pasando lánguidas horas ante el piano, para poder ofrecer al futuro pretendiente los gorgoritos de su aguda voz o los vivos movimientos de sus blancas manos. Y si nadie pica, pues la niña de mayor puede ser señorita de música, que es un oficio muy recatado que se puede ejercer hasta en las mejores familias.
Hace poco he vuelto a escuchar este programa, pues, para celebrar el 30º aniversario de Radio 2 (ahora, Radio Clásica), los directivos de Radio Nacional han tenido la buena idea de repetir algunos de los espacios emitidos a lo largo de su historia. Y eligieron el nuestro entre otros por su «tema altamente sugestivo ya desde su título genérico», según dice el presentador. Aparte de lo chocante de escuchar en la despedida cómo felicitábamos el año nuevo (la fecha de emisión era el 31 de diciembre) la verdad es que el programa dedicado a las pedagogas me pareció extraordinario, en lo que el término significa fuera de lo común y ordinario. Marisa me lo dijo por teléfono: «Éramos estupendas, éramos magníficas».
Sí, lo éramos, pero sobre todas las cosas, éramos atrevidas. En primer lugar, porque desconocíamos absolutamente el medio: ninguna de nosotras, ni siquiera yo que soy periodista de profesión, se había puesto nunca delante de un micrófono y menos había inventado un programa de radio, escrito un guion, buscando las ilustraciones sonoras y presentando el programa. Y, todo esto, sin red. Con nulo bagaje radiofónico, y gracias a Gabriel Vivó, que consiguió que aceptaran en la circunspecta Radio 2 una serie firmada por tres locas, cuya relación con la música era desde la aficionada (yo) que trabajaba en una revista de música, Ritmo, hasta la compositora y maestra profesional (Marisa), pasando por la estudiosa (Pao).
Un día, mi amiga Concha Fagoaga, que es profesora en la Facultad de Periodismo y ha escrito libros sobre mujeres y feminismo, me dijo sorprendidísima: «Ayer pongo la radio para oír música clásica y escucho hablar del patriarcado y me quedé sorprendidísima, ¡y resultó que eras tú!». Pues sí, tres brujas hablábamos de asuntos insólitos y poco adecuados a la seriedad de una emisora como Radio 2, un canal de la radio oficial enteramente dedicado a música «clásica».
No solo eso, aún recuerdo las caras de sorpresa en los pasillos de la radio aquel día que pusimos a todo meter a Concha Piquer y Estrellita Castro, para ilustrar el tema de las tonadilleras en un programa sobre mujeres cantantes. Esas tres locas que hablaban del patriarcado, contaban anécdotas picantes de las antiguas divas de la ópera y hacían cantar a Estrellita Castro por las ondas más serias del país, también se atrevían a poner nanas españolas tradicionales, música de banda de jazz cajún dirigidas por mujeres y extrañas canciones folklóricas de Burundi o sitios por el estilo, que Marisa Manchado sacaba no se sabe muy bien de qué clase de discos raros. La misma sintonía con que empezaba el programa era un canto africano de mujeres que Marisa había mezclado con música compuesta por ella misma, con un resultado lejano, encantador o inidentificable.
Fuimos tan atrevidas para hacerlo, encima sin la más mínima idea técnica de qué era aquello de la radio. En la grabación del primer espacio un alma caritativa que se sentaba frente a nosotras separada por un cristal y movía los botones del control (también era una mujer, por cierto), nos dio la primera y única lección, diciéndonos: «Cuando se encienda la luz roja, habláis; cuando se apague, dejáis de hablar».
Gran enseñanza que seguimos al pie de la letra. Como no podía ser de otra forma, leíamos el guion y el programa nos salía bastante acartonado. Solo recuerdo una vez que improvisamos la locución, pero fue por un fallo de lectura, pues nos saltamos sin darnos cuenta una serie de líneas.
Nunca confesé a mis compinches que, minutos antes de empezar cada una de las grabaciones, el principal sentimiento que me embargaba era el de terror, pero en cierto modo resultaba positivo y servía para despertarme, ya que la hora de estudio que nos habían asignado era los lunes de 8 a 9 de la mañana.
Esta graciosa concesión era, por supuesto, una novatada que, yo concretamente, pagaba bastante caro. Por un lado, tuve que pedir permiso para llegar tarde a mi trabajo en la revista Ritmo; por otro, estaba obligada a despertarme a una hora indecente, anterior al amanecer… y era invierno. Antes de llegar al estudio tenía que levantar a Luna, mi hija, llevarla a casa de alguna abuela voluntariosa, y luego cruzarme la Casa de Campo casi a oscuras y llegar con una hora de adelanto a Prado del Rey, correr hacia al archivo, ponerme la primera en la cola, pedir las grabaciones con muchísima prisa, por favor, encomendarme al diablo para que no hubiera errores en las signaturas y los discos estuvieran disponibles, y esperar la llegada del