Siete Planetas. Massimo Longo
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No habían pasado inadvertidos a la vigilancia de los centinelas; apenas pasados unos momentos, aparecieron ante ellos guerreros armados con lanzas.
—Hemos venido en son de paz —se apresuró a decir Xam.
—Nosotros también queremos la paz —dijo el más corpulento de los guerreros, probablemente el líder—, ¡por eso os exigimos que os marchéis!
—No buscamos problemas, necesitamos vuestra ayuda. Oalif nos ha hablado de vuestro valor.
—Oalif nos abandonó hace muchos años. ¿Qué habéis venido a hacer?
—Buscamos el monasterio de Nativ.
—¿Por qué?
—Estamos aquí en una misión de paz que afecta a todos los pueblos.
—Muchos invocan la paz, pero finalmente solo traen la guerra.
—Pero nosotros, como puedes ver, no somos anic. Soy Xam, uno de los tetramir, puede que hayas oído hablar de nosotros...
—¿Xam, del Sexto Planeta?
Xam asintió.
—Id a buscar al sabio —ordenó el guerrero corpulento.
Xam no se esperaba ver salir de una de las cabañas a un compañero de tantas batallas. Lo llamó por su nombre:
—¡Xeri! Así que aquí es donde te habías metido. Pensé que te habían hecho desaparecer.
—¿Xam? ¿Qué haces aquí, amigo mío? Solo mi alma de combatiente ha muerto; he visto caer a demasiados amigos jóvenes.
—Me alegro de verte —exclamó Xam abrazando a su viejo amigo.
—Yo también, pero ¿qué te trae por aquí? ¿Dónde está Oalif?
—Si hubiera sabido que estabas aquí, no habríamos podido mantenerlo en la nave. Buscamos el monasterio de Nativ.
—Entonces, no os hará falta ir mucho más lejos, solo tenéis que alzar la vista; se encuentra en la isla flotante.
El tetramir miró al cielo y vio que, justo por encima de sus cabezas, colgaba una enorme espada de piedra con árboles en la parte superior que ocultaban la vista del interior de la isla.
—¿Cómo podemos alcanzarla?
—No está tan cerca como parece, no te equivoques. Hasta el momento nadie ha sido capaz de llegar a ella. Muchos lo han intentado sin éxito —continuó Xeri—. La distancia que te separa de la isla siempre es la misma, no importa cómo intentes llegar a ella, es como si estuviera en otra dimensión. Mira a tu alrededor, no proyecta ninguna sombra en el suelo.
Antes de que pudieran volver la mirada hacia su amigo, un siseo les llamó la atención. Vieron a Xeri caer al suelo, Xam se apresuró a ayudarlo, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.
—¡Todo el mundo a cubierto! —gritó.
—¡A las armas! —gritó el guerrero líder.
De nuevo, las bolas de billar se dispersaron, pero esta vez las troneras se encontraban en la maleza de la selva.
Se desató una batalla. Los soldados de Mastigo habían llegado más rápido de lo previsto. Algunos de los niños de la aldea se habían quedado petrificados por el miedo en el centro del pueblo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Xam, pero aún no había terminado la frase cuando la oriana ya se había abalanzado sobre ellos para protegerlos con su coraza.
Xam cubrió sus movimientos abriendo fuego, mientras que Ulica, después de trepar rápidamente a un árbol gracias a sus sedosas extensiones, se deslizó silenciosamente sobre los soldados de Mastigo ocultos entre la vegetación, como un halcón sobre su presa, y los abatió.
Una vez que hubo cesado el ataque, las mujeres se apresuraron a recuperar a sus niños de entre los brazos de Zaira, quien yacía herida en el suelo. Xam y Ulica corrieron hacia ella.
La plaza estaba vacía. Un fuerte viento se levantó, como un pequeño remolino dirigiéndose hacia el centro del pueblo sin destruir nada por el camino. Zaira, Xam y Ulica sintieron que sus movimientos se volvían más rígidos y, como si estuvieran inmovilizados por una especie magia, no consiguieron escapar de él. Dieron vueltas durante varios segundos antes de ser depositados sobre el borde de un saliente de la isla flotante.
Por un momento, Ulica se sintió suspendida en el vacío. La cabeza aún le daba vueltas como cuando, de niña, jugaba con sus amigos a dar vueltas cogidos de las manos hasta no poder más, pero se recuperó y empezó a buscar a sus compañeros de viaje.
Xam ya había encontrado a Zaira, que había perdido el conocimiento, y estaba junto a ella de rodillas. Sus ojos oscuros estaban llenos de tristeza. Xam siempre había sentido una debilidad por aquella oriana.
Ulica se acercó a ellos y, tan eficiente como siempre, comenzó a revisar a Zaira intentando saber qué hacer. Le tomó el pulso y dijo:
—Ritmo cardíaco lento pero normal, su cuerpo está tratando de minimizar el esfuerzo para recuperarse.
La giró lentamente para ver dónde la habían herido y le bajó la cremallera del vestido, que llevaba atado a la nuca, dejando la espalda al descubierto para permitir que pudiera revolverse si fuera necesario, y le rodeaba las caderas hasta medio muslo.
—Tiene una herida en el flanco derecho de la espalda. Afortunadamente es solo superficial; su armadura la ha protegido.
No había perdido mucha sangre. El láser había cauterizado parte de la herida, que no era muy profunda.
—No parece haber tocado ningún órgano vital, de lo contrario ya estaría muerta —continuó Ulica.
Xam la miraba con asombro; aquel hombre indomable que afrontaba las batallas sin un ápice de miedo o piedad por sus enemigos, acostumbrado a moverse en campos de batalla donde el horror de la guerra y la sangre eran algo habitual, no era capaz de decir palabra.
Asintió con la cabeza.
—Tenemos que encontrar un lugar para tratar la herida —sugirió Ulica.
Xam levantó en brazos a Zaira y se dirigió hacia lo que parecía un templo en la cima de una colina verde.
Tenerla tan cerca, junto con su olor, le trajeron recuerdos de cuando, siendo niños, Zaira lo rescató del cañón de los Cristales de Oria durante una de las pocas veces que había salido de la academia, la única familia que había conocido.
Durante las vacaciones, casi todos los amigos del curso volvían con sus familias. No todos los chicos tenían tanta suerte: algunos eran huérfanos (como Xam), otros se quedaban porque sus familias estaban demasiado ocupadas con sus propias ambiciones laborales y otros pertenecían a familias en las que la carga de trabajo realmente no les permitía volver. Se organizaban campamentos de verano para todos ellos y, a menudo, el destino era Oria.
Ese planeta poseía una atmósfera enrarecida debido a su