Siete Planetas. Massimo Longo
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La estancia en el campamento de verano de Oria solía estar repleta de actividades, pero, al final de la jornada, Xam solía merodear por el campus, en cuyas inmediaciones se encontraba la granja del padre de Zaira. Fue allí donde se conocieron.
Fue durante aquel verano que su amistad se hizo más fuerte. Como a todos los adolescentes, les encantaba meterse en líos más o menos grandes. Ese verano, Zaira le contó sobre un lugar, que a ella le parecía estar encantado, sin revelarle toda la verdad. Mantuvo una parte en secreto para no arruinar la sorpresa y, sobre todo, le ocultó que era un lugar prohibido por los adultos debido a su peligrosidad.
Fue así como consiguió arrastrar a su amigo a esa aventura en el desierto. Le pidió a Xam que se pusiera las botas más pesadas que tuviera y le pidió que no trajera ningún amigo; quería que aquel lugar continuara siendo secreto.
Caminaron durante mucho tiempo. Xam no conseguía entender por qué, precisamente en ese día de calor tan abrasador, le había hecho ponerse esas malditas botas.
Zaira nunca había sido muy habladora, así que caminaron un buen rato en silencio hasta que Xam, cansado, le preguntó:
—¿Falta mucho?
—No seas aguafiestas, ya casi hemos llegado —respondió Zaira.
—Espero que valga la pena
—Ya lo verás. Solo nos falta llegar a la cima de esa colina.
—Entonces, ¡veamos quién llega primero! —gritó Xam echándose a correr.
Zaira corrió tras él tratando de detenerlo, pero Xam, emocionado por la carrera, no la escuchó.
Finalmente, consiguió placarlo en la cima del saliente.
Xam, tumbado boca abajo en el suelo, asombrado, se volvió hacia ella:
—¿Por qué te me has echado encima?
—¿Es que no has visto nada? —dijo Zaira señalando con el dedo—. ¿Quieres caerte ahí dentro?
—¡Vaya!, tenías razón, ¡es increíble!
Ante los ojos de Xam se abría un paisaje fantástico; un enorme cañón se extendía frente a ellos.
No era muy ancho, pero no se podía ver el fondo. Las paredes tenían unas difusas tonalidades horizontales brillantes y, cerca de la parte superior, el color era claro y dorado como la arena. Cuanto más se perdía la mirada hacia las profundidades, más se difuminaba el tono hacia al rojo granate. El cañón estaba dividido en dos zonas: una, más alejada de ellos, repleta de cúmulos de cristal de amatista que reflejaban el color de la roca y la otra, llena de grandes flores con forma de cáliz en las que podían acomodarse perfectamente dos personas. Los cálices se movían incesantemente, como si de un fuelle tratara, para permitir a la planta tomar el máximo oxígeno posible, resultando en una especie de baile coreografiado.
Xam, que observaba aquel espectáculo con asombro, sintió como si su cuerpo fuera más ligero que de costumbre. Notó, además, como todas esas correrías le habían dado hambre.
—Bueno, este parece un buen lugar para tomar un aperitivo. Espero que hayas traído alguna que otra delicia en tu mochila.
—Siempre pensando en comer —sonrió Zaira mientras sacaba una cuerda de su mochila, se sentaba en el suelo, se quitaba las botas y las ataba a unos arbustos, tras lo cual se acercó al cañón.
Xam no se dio cuenta de lo que pretendía su amiga.
Ni siquiera había tenido tiempo de preguntárselo, cuando vio a Zaira lanzarse al vacío. El terror le asaltó y corrió al borde del precipicio para averiguar qué había sido de ella.
Se asomó al saliente y vio a Zaira riendo y revoloteando.
En ese instante le hubiera gustado matarla por el miedo que le había causado, pero, al mismo, tiempo se sentía aliviado y feliz de verla.
Zaira se acercó rápidamente al borde del acantilado y aterrizó cerca de Xam.
—¡Menudo susto me has dado! Pensé que te habías espachurrado contra las rocas. ¡Podrías haberme avisado! —dijo ligeramente enfadado.
—Si te lo hubiera dicho, me hubiera perdido tu cara. ¡Deberías haberte visto! —rio divertida.
—¡Qué valiente! —respondió Xam irónicamente, sintiendo que le acababan de tomar el pelo.
—Lo siento, no quería asustarte —añadió Zaira, entendiendo que, tal vez, había ido demasiado lejos.
—No importa, ¿qué haces con esos botes de aire comprimido en la mano? —preguntó Xam sonriendo, pensando en que, en realidad, no era capaz de enfadarse con ella.
Eran botes de aire comunes, muy utilizados en Oria para limpiar la arena que se acumulaba en los radiadores de los vehículos.
—Sirven para conseguir el impulso final necesario para volver a entrar. El aire comprimido me ayuda a acelerar y a superar el pequeño aumento de la atracción gravitatoria cerca de la cornisa.
—¿Cómo consigues volar?
—¡Magia!
—¡Venga! No digas tonterías.
—La verdad es que, en este punto del cañón, la suma de una atracción gravitatoria tan baja y las corrientes ascendentes creadas por las flores gigantes es lo que permite volar. Vamos, quítate las botas y sígueme.
—¡Estás loca! —exclamó, aunque sabía que no podría resistirse a volar con ella.
—Es importante mantenerse alejado de la zona de los cristales. No tendrás miedo, ¿verdad? —se burló tratando de herir el orgullo de su amigo.
Xam se sentó en el suelo, se quitó las botas y las ató junto a las de Zaira. En ese momento, se dio cuenta de que estaban flotando. Sin ellas se sentía aún más ligero y apenas podía mantener los pies en el suelo.
—Métete esto en los bolsillos —dijo la oriana entregándole dos botes que había sacado de la mochila—. Será la primera vez que volemos juntos.
Se acercaron al límite del acantilado cogidos de la mano y, sin dudarlo, como solo unos niños son capaces de hacer, se lanzaron.
Volaron juntos durante un tiempo, hasta que Xam se familiarizó con la técnica de vuelo. Fue en ese momento cuando Zaira le mostró otra sorpresa.
Arrastró a Xam junto a una de las flores, que acabó por aspirarlos. Cayeron sobre una suave alfombra de estambres perfumados. Las flores, de color azul intenso en el exterior, eran amarillas o rosa claro en el interior con enormes estambres anaranjados. Xam ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse cuando ambos volvieron a ser delicadamente expulsados de la flor. Los dos amigos comenzaron a reírse a carcajadas.
Zaira intentó explicar, entre risas, que del interior de la flor emanaba una esencia euforizante.
Xam se sintía ya preparado para volar solo y soltó la mano de Zaira que había